La misericordia divina: nuestra fuente de esperanza

La misericordia divina: nuestra fuente de esperanza*

P. Brian Gannon

Director general de Courage Internacional

Una de las mayores bendiciones de mi vida fue hace 10 años, cuando en mi parroquia recibimos las reliquias de santa María Goretti. Hicimos un poco de promoción y contamos con la ayuda de cien voluntarios, anticipando un gran número de fieles, sin embargo, nadie imaginó la explosión de gracia que le esperaba a la parroquia ese día. En un periodo de doce horas, cerca de ocho mil personas de la región y de otras localidades, visitaron la iglesia para venerar a esta santa extraordinaria, no solo por su castidad, sino por su gran misericordia. Y es que ella fue una verdadera apóstol de la misericordia. Conocemos la historia: Cómo Alessandro Serenelli intentó violar a María, las catorce puñaladas, como sufrió María sin anestesia, pero, sobre todo, cómo en su lecho de muerte y en medio del dolor, María perdonó a su asesino e incluso deseó que un día estuviese con ella en el cielo. Solo la gracia puede hacer eso. Solo una unión íntima con Jesucristo puede despertar esa disposición heroica en el alma de una persona.   

Ya que nos acercamos al final de este maravilloso Encuentro y considerando la bendición de este Año Jubilar de la esperanza, reflexionemos sobre lo que la Sagrada Escritura y el Magisterio nos dicen sobre la misericordia, fuente de nuestra esperanza.  

Comencemos con un poco de antropología cristiana, partiendo de esta elocuente, aunque mundana, descripción del hombre que termina, sin embargo, en un tono de desesperanza: ¡Que admirable fábrica es la del hombre! ¡Qué noble su razón! ¡Qué infinitas sus facultades! ¡Qué expresivo y maravilloso en su forma y sus movimientos! ¡Qué semejante a un ángel en sus acciones! Y en su espíritu, ¡qué semejante a Dios! Él es sin duda lo más hermoso de la tierra, el más perfecto de todos los animales. Pues, no obstante, ¿qué juzgáis que es en mi estimación ese purificado polvo? El hombre no me deleita... 

 Estas palabras son de la obra Hamlet de Shakespeare. En la obra, Hamlet describe con elocuencia las cualidades del hombre, sin embargo, sus pensamientos terminan con cinismo y desesperanza. Su respuesta a los problemas se torna brutal: venganza y placer, buscando, con astucia y violencia, el control sobre los demás. Busca vengar el asesinato de su padre, asesinando. Usa su ingenio para destruir a los demás. 

Es interesante cómo el hombre no es la criatura más rápida, ni la más fuerte, ni la más resistente a las inclemencias del tiempo. Muchos animales son mucho más rápidos, más fuertes y resistentes al frío y al calor. Entonces, ¿qué le da al hombre tanto poder sobre las criaturas? 

Bien, pasemos a algo un poco más elocuente que el gran Shakespeare: ¡las Sagradas Escrituras! Específicamente, el salmo 8: “¿Qué es el hombre para que pienses en él,  el ser humano para que lo cuides? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y esplendor; le diste dominio sobre la obra de tus manos, todo lo pusiste bajo sus pies: todos los rebaños y ganados, y hasta los animales salvajes; las aves del cielo, los peces del mar y cuanto surca los senderos de las aguas. ¡Señor, nuestro Dios, qué admirable es tu Nombre en toda la tierra!” 

Y, desde luego, está también el primer capítulo del Génesis: “Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó”. Así que, de hecho, Dios ha dado al hombre y a la mujer la dignidad de Su propia imagen. Un intelecto y una voluntad; un cerebro y poder, no solo para resistirse a sus propios instintos, sino el poder de resistirse incluso al mismo Dios. ¡Se trata de un poder extraordinario!  

Por supuesto, en Génesis 1, 28, Dios da al hombre incluso el dominio sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y todos los seres vivientes. Así que, en el mundo antes del pecado original, el hombre y la mujer son el culmen de la creación y los gobernantes perfectos de la Tierra en el Edén. 

Por tanto, lo que vemos aquí es la respuesta de Dios, o más bien un recordatorio del plan original de Dios, ante la desesperación de Hamlet. Los poderes extraordinarios del hombre no vienen de las teorías neodarwinistas actuales, sino, como sabemos, del hecho de haber sido creados a imagen y semejanza de Dios. Esto significa que cada uno de nosotros vale más que todo el universo material junto. 

El hombre tiene un intelecto, una voluntad para elegir y, desde luego, también tiene un corazón para amar, pero no solo para sentir el afecto que un animal hembra siente por sus cachorros, sino para amar realmente como Dios ama. ¡Qué don tan extraordinario poder amar como Dios ama! Juan Pablo Segundo lo describe muy bien en su primera encíclica Redemptor hominis: 

El hombre no puede vivir sin amor. Él permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido si no se le revela el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y lo hace propio, si no participa en él vivamente. Por esto precisamente, Cristo Redentor, como se ha dicho anteriormente, revela plenamente el hombre al mismo hombre. 

A continuación viene, por supuesto, el pecado original, o sea, la catástrofe original, la rebelión original contra el Dios infinitamente amoroso de la creación. No hay excusa: ¡Adán y Eva sabían exactamente lo que hacían, incluso mejor que nosotros cuando pecamos! Y, sin embargo, a tan solo minutos, por así decirlo, de esta increíble rebelión contra Dios, Dios promete a quien aplastará la cabeza de la serpiente. Nos promete un salvador. En un pasaje, reconocido tanto por judíos como cristianos como una profecía sobre el Mesías venidero, podemos ver que ya en la mente de Dios estaba el hacerse hombre y nacer específicamente para asumir su pasión, crucifixión y muerte. Así que en el jardín del Edén, en aquel momento crítico, Dios ya había ideado un plan para dejarse aplastar por nuestras iniquidades, ¡por el infinito amor que tiene por cada uno de nosotros! 

Esta es la hora de la misericordia original, por así decirlo. Este es el primer momento en la historia del universo en que Dios revela las profundidades de su amor. Había advertido a Adán y Eva que morirían si se atrevían siquiera a tocar el fruto prohibido. Y, desde luego, básicamente la tentación fue: “pueden ser más felices sin Dios, decidir lo que es bueno y malo”. Y, con todo eso, después de que Adán y Eva ignoraran arrogantemente su advertencia, Dios ya había planeado su propia crucifixión, muerte y resurrección. Ese fue el momento en que el mundo experimentó la misericordia por primera vez. Esto nos revela que en nuestro momento más temprano y oscuro, ¡Dios ya estaba listo para derramar su misericordia sobre nosotros! 

¿Qué es la misericordia? En La ciudad de Dios, san Agustín dice que la misericordia es la combinación de la palabra “cor”, que significa “corazón”, y “misera”, que significa “miseria o sufrimiento”. Por tanto, es la compasión de nuestro corazón por la miseria ajena. Experimentamos la misericordia cuando nuestro corazón se sacude por la desgracia o el sufrimiento de alguien más y nos sentimos movidos a ayudar. Santo Tomás de Aquino describe la misericordia como la mayor de las virtudes sociales después de la caridad. Citando las Escrituras, santo Tomás dice que la misericordia está sobre todas las obras de Dios. El amor de Dios impulsa la misericordia; la infinita misericordia de Dios es la que prácticamente empuja a la Segunda Persona de la Trinidad a ver el sufrimiento de la raza humana y a entrar en la historia, haciéndose hombre, para solucionar este sufrimiento. 

Escuchemos lo que dijo el Cardenal Ratzinger justo antes del cónclave del 2005, cuando fue elegido papa: La misericordia de Cristo no es una gracia barata; no implica trivializar el mal. Cristo lleva en su cuerpo y en su alma todo el peso del mal, toda su fuerza destructora. Quema y transforma el mal en el sufrimiento, en el fuego de su amor doliente. 

Lo que nos recuerda el Cardenal Ratzinger, es que la misericordia de Dios tiene un precio extraordinario. Dios permite que el demonio ponga todo el peso que puede sobre Cristo durante su Pasión, como vimos en la película “La pasión de Cristo”. Pero todo lo hace por su infinito amor hacia nosotros; lloró por Jerusalén como llora por nosotros con intenso y ferviente amor. 

Todo esto demuestra cuánto valor da Dios al alma humana: tu alma no tiene precio. Sin importar cuán rebelde haya sido contra Dios, tu alma sigue siendo una joya, en cierto sentido, una perla preciosa, que Dios busca apasionadamente. Él quiere derramar su misericordia sobre nosotros. Lo hermoso de las curaciones físicas que Cristo realiza en las Sagradas Escrituras es que, en vez de volverse él impuro, toda herida o deterioro que toca se sana. Cristo limpia físicamente a los leprosos, como nos limpia a nosotros en el confesionario. La amorosa gracia sanadora de Dios transforma todo lo que toca. El bautismo representa el regalo monumental de amor de Dios, por el cual no solo nos lava del pecado original, sino por el cual también habita en nuestro interior. Como dice san Pablo en la Primera Carta a los Corintios, “Son templo del espíritu Santo, que habita en ustedes y que han recibido de Dios. Por lo tanto, ustedes no se pertenecen, sino que han sido comprados, ¡y a qué precio!” ¡Créanlo! Dejen que esta verdad toque su mente cada vez que contemplen un crucifijo. 

El Cardenal Ratzinger diría también con cierta ironía que “Esta es la venganza de Dios: él mismo, en la persona de su Hijo, sufre por nosotros”. Por lo tanto, la venganza de Dios no es contra nosotros, sino contra el pecado y la muerte. Esto me recuerda una historia de hace algunos años en la que un padre de familia de Virginia, Estados Unidos, vio que su hijo discapacitado cayó en una fosa séptica y, sin dudarlo, se lanzó y salvó a su hijo, muriendo en el proceso. Así es el amor de Dios. No hay espacio para la duda, sino solo un deseo radical de salvarnos, porque no hay momento en que no nos ame y nos busque con todo su corazón en medio de la tormenta. 

Irónicamente, como dijo el entonces Cardenal Ratzinger, “Cuanto más nos toca la misericordia del Señor, tanto más somos solidarios con su sufrimiento, tanto más estamos dispuestos a completar en nuestra carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo”. 

Es un recordatorio para nosotros de que, cuando meditamos sobre el sufrimiento de Cristo, nos puede conmover su misericordia; asimismo, en sentido inverso, cuanto más lloramos por su misericordia, mayor es la unión que sentimos con su sufrimiento. ¡Su sufrimiento en la cruz le da poder y significado a nuestro sufrimiento, nos brinda misericordia y, además, nos da gran esperanza! 

En su hermosa encíclica: Dives in misericordia, Juan Pablo II habla sobre la larga y rica historia de la misericordia en el Antiguo Testamento, y nos ayuda a comprender mejor la misericordia de Cristo. Juan Pablo Segundo habla sobre cómo el pecado es la fuente de la miseria del hombre. El incidente del becerro de oro en el monte Sinaí, es un buen ejemplo: La respuesta de Dios a Moisés fue que «El Señor es un Dios compasivo y bondadoso, lento para enojarse, y pródigo en amor y fidelidad».  

Dios muestra ira y paciencia con los israelitas a lo largo de su travesía por desierto, así como nos muestra una increíble paciencia y acompañamiento en nuestro peregrinar errático por esta vida. 

Podemos ver otro ángulo interesante de la misericordia de Dios cuando Abraham intercede pidiendo misericordia por Sodoma y Gomorra. En su oración ante Dios Todopoderoso, recordamos cómo Abraham le dice a Dios: “¿Y si hay cincuenta justos? ¿Qué tal si hay cuarenta y cinco? ¿Y si hay cuarenta? Y sigue así hasta llegar a diez. Quizás tenía una razón muy personal para llegar hasta el número diez, porque sabía que Lot y su familia estaban en Sodoma. Pero en general, este pasaje no nos presenta solo el poder y la necesidad de la oración de intercesión, sino que nos muestra que Dios escucha y que nunca tiene el impulso de destruir, sino de mostrar siempre misericordia. Otro aspecto bastante serio de esta cuestión es que, al final, el tiempo se agota ¡y queremos arrepentirnos antes de que sea demasiado tarde! Por eso debemos reflexionar sobre la muerte. 

Podemos ver otro ángulo interesante sobre la misericordia en el Evangelio de Mateo. En uno de los pasajes, los fariseos preguntan a los apóstoles, “¿Por qué su maestro come con publicanos y pecadores?” y Jesús les responde, “No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios. Porque yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores”. 

Aquí, un par de cosas: primero, Jesús no está oponiendo la misericordia y el sacrificio; no está diciendo que simplemente seamos amables y nos olvidemos de todo ese culto formal en la iglesia. ¡La Iglesia de los amables y simpáticos...! De hecho, el texto original en griego dice “Deseo más misericordia que sacrificio”, lo que realmente significa que la misericordia es intrínseca a cualquier sacrificio auténtico. Como dice en otro pasaje de la Escritura, “Si al presentar tu ofrenda en el altar, te acuerdas de que tu hermano tiene alguna queja contra ti, deja tu ofrenda ante el altar, ve a reconciliarte con tu hermano, y sólo entonces vuelve a presentar tu ofrenda a Dios”. Cuanto más reconozcamos nuestro pecado y busquemos la misericordia de Dios, mayor será el valor de los sacrificios que le ofrezcamos al Señor. Recordemos que Caín ofreció un sacrificio al Señor, pero su ofrenda no fue aceptada porque la ofreció con un corazón lleno de egoísmo. 

Por supuesto, en el pasaje de la mujer sorprendida en adulterio, Jesús no trivializa su pecado, ni le dice, “No te preocupes, está bien”. No, le dice, “Vete y no peques más”. Y el motivo, por supuesto, no es dureza, sino que el corazón humano esté verdaderamente abierto al extraordinario poder de Dios. El orgullo cierra el corazón, y Jesús quiere abrirlo. Como dijo una vez el gran arzobispo Fulton Sheen, a veces para que Dios pueda entrar en un corazón, primero tiene que romperlo. Desde luego, esto significa que nos permite caer, para que desde la humildad nos demos cuenta de lo mucho que lo necesitamos, pero también de lo mucho que nos ama. 

Esto se aplica también al sacerdote que celebra la misa: entre más consciente sea el sacerdote de que no solo es persona Christi, sino que también es un pecador, ofrecerá la misa con mayor reverencia. 

Como escribió un teólogo, “¡No puedo adorar a un Dios que es misericordia si esa adoración de Dios no me hace misericordioso!” En otras palabras, si la adoración a Dios no me transforma y me mueve a un amor mayor, a una mayor caridad y a una mayor misericordia, entonces mi adoración no es auténtica, sino un simple acto mecánico. 

El hecho de que Cristo coma con pecadores significa, por supuesto, que come también con todos nosotros. Y el banquete supremo en este mundo es el santo sacrificio de la misa.  Y la impresionante belleza de la misericordia que se derrama por nuestra participación en el santo sacrificio de la misa es que Cristo no es solamente el anfitrión del banquete eucarístico, sino también la hostia que consumimos. Así es, Cristo es ambas cosas: el anfitrión y el alimento, el sacerdote y la víctima. 

Para reiterar esto, en el libro del profeta Oseas, vemos cómo Dios pone un alto a su venganza: “¿Cómo voy a abandonarte, Efraím? ¿Cómo voy a entregarte, Israel?... Mi corazón se subleva contra mí y se enciende toda mi ternura: no daré libre curso al ardor de mi ira, no destruiré otra vez a Efraím. Porque yo soy Dios, no un hombre: soy el Santo en medio de ti, y no vendré con furor”

En la bella encíclica Deus caritas est, el Papa Benedicto XVI, escribe sobre una gran ironía, una aparente paradoja: “El amor apasionado de Dios por su pueblo, por el hombre, es a la vez un amor que perdona. Un amor tan grande que pone a Dios contra sí mismo, su amor contra su justicia”

Aquí, Benedicto no está hablando en sentido literal de que Dios se rebela contra sí mismo, lo que está diciendo es que, si vemos la justicia fríamente desde nuestra perspectiva humana, pensando que si le debemos algo a Dios podemos pagárselo, salimos perdiendo porque el precio de nuestro pecado es mayor de lo que jamás podríamos pagar. Pero, desde luego, Dios paga el rescate, de tal manera que lo único que podemos ofrecerle es nuestro corazón. Dios crea un sistema de justicia que no es ciego, al contrario, tiene mejor visión que Superman, ya que ve hasta lo más profundo de nuestro corazón; ve en nosotros su imagen y semejanza. Ve el alma herida de quien quiere seguirlo y quiere rescatarnos de la prisión del pecado y del mal. ¡Dios nos rescatará si confiamos en Él y abrazamos las exigencias de su amor! 

Esto nos lleva al siguiente punto importante: ¿La misericordia contradice la Ley? En el capítulo 10 de Lucas, un maestro de la Ley le pregunta a Jesús, “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la Vida eterna?”. La respuesta de Jesús es fascinante: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?” En otras palabras, el maestro de la Ley le pregunta a Jesús “¿cómo puedo llegar al cielo?” Y Jesús le responde, “¿Qué dice la Ley sobre llegar al cielo?” ¡Es hermoso! ¡Jesús le hace una concesión al maestro de la Ley! 

El maestro de la Ley, desde luego, responde “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con todo tu espíritu, y a tu prójimo como a ti mismo”. Y Cristo le dice, “Obra así y alcanzarás la vida”. Entonces el maestro de la Ley le pregunta, “¿Y quién es mi prójimo?”, ¡esperando, quizás una respuesta mínima absoluta! 

Entonces, escuchamos, desde luego, la parábola del Buen samaritano, que no leeré ahora. Pero el punto culminante llega cuando Cristo le pregunta al maestro de la Ley “¿Cuál de los tres te parece que se portó como prójimo del hombre asaltado por los ladrones?” Y el maestro de la Ley responde, “El que tuvo misericordia con él”. Entonces Jesús le dice, “Ve y haz tú lo mismo”. 

La clave aquí es, primero: Que todo esto está en la ley de Dios en el Antiguo Testamento, demostrando, una vez más, que el Dios del Antiguo Testamento es, en realidad, muy misericordioso, ¡y que la misericordia es central en su relación con Israel y con nosotros! 

El Nuevo Testamento no es el único Testamento que habla de la misericordia, simplemente manifiesta la misericordia de Dios de manera más culminante: en la crucifixión y muerte de Nuestro Señor. Por tanto, Nuestro Señor también nos está diciendo aquí que la misericordia opera dentro de la Ley, dentro del amor ordenado de Dios. La misericordia no desestima la Ley. De hecho, la Ley protege a la misericordia cuando se trata de la Ley de Dios. Protege nuestra esperanza y nuestra capacidad de crecer en santidad. Protege la búsqueda de la felicidad suprema, es decir, la unión con Dios. 

Pero esto también significa que debemos abrazar las exigencias del amor. Hay acciones que deberían ser el instinto automático de todo ser humano, pero a causa de la naturaleza humana caída, incluso después del bautismo, debemos luchar contra nuestro egoísmo y fragilidad para satisfacer las verdaderas exigencias del amor. 

Por consiguiente, la obediencia a Dios a través de la Santa Madre Iglesia es clave. Pero debemos recordar siempre que la obediencia a Dios genera un mayor amor, una mayor libertad y, sobre todo protege nuestra esperanza de la vida eterna. Por tanto, así como la humildad es la fuente de la virtud, necesitamos abandonarnos en las manos de Dios de la misma manera que el aprendiz se somete a la instrucción de un mentor experto. Cuanto más confiamos en la sabiduría del experto, en este caso, Dios, más se abre la puerta a la misericordia de Dios para nosotros, porque al confiar en Él, nuestro corazón se abre realmente al océano de misericordia de Dios. 

Entre mayor sea la humildad, entre más grande sea el abandono en Dios, más llenará nuestros corazones el océano de su misericordia, tal como ocurrió con los santos. Es entonces que alcanzamos la mayor felicidad, porque hemos confiado en la misericordia de Dios y, en consecuencia, hemos recibido una esperanza maravillosa. Así que la misericordia y la esperanza nos dan una mayor pasión, propósito, y un enfoque más claro: “Felices los puros de corazón, porque verán a Dios”. Y cuanto más busquemos la misericordia de Dios, cuanto más confesemos nuestros pecados y busquemos las virtudes opuestas a las tentaciones que se nos presentan, más brillará el poder de la esperanza en nuestros corazones, hasta convertirse en una antorcha resplandeciente de gloria, como lo son los santos. 

Muchas gracias por su atención. 


*Charla ofrecida originalmente en la Conferencia Anual Courage y EnCourage 2025, en Aston, Pensilvania, EE.UU., así como en el Encuentro Courage y EnCourage 2025, en la Ciudad de México.


«¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?» - Testimonio de un miembro de Courage

«¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?»

Testimonio de un miembro de Courage

 

Nací en un hogar católico practicante, pero no muy devoto. Desde pequeño crecí con la etiqueta y expectativas de ser un niño bien portado, obediente y de buenas calificaciones. A la par, fui un niño obeso y esto me marcó por el bullying. Sentía curiosidad y atracción hacia las niñas; sin embargo, al ser el «gordito de la clase» siempre tenía el rol del amigo fiel de aquellas que me gustaban. Esto sembró en mí inseguridades que, con el tiempo comprendí, entorpecieron mi manera de relacionarme con el sexo opuesto.

Mis padres tuvieron siete años de noviazgo y se casaron, hasta que mi padre terminó la carrera y pudo darle un hogar a mi madre. Según sé, respetaron la castidad hasta el lecho conyugal: eran todo un ejemplo de la buena moral y de «cómo ser un buen adulto». Sin embargo, con los años mi padre comenzó una relación con su secretaria. Él siempre viajaba por trabajo y algunas veces yo lo acompañaba. En uno de esos viajes descubrí una carta de «amor» a su secretaria. No la supe entender a mi corta edad, pero la comprendí cuando la casa se convirtió en una guerra violenta de reproches y reclamos crueles, que no deberían ser escuchados por niños como mi hermanito y yo.

A pesar de todo, seguía cumpliendo las expectativas y las reglas. Mi excelencia académica era lo habitual, por lo que no había felicitaciones: mis padres estaban demasiado ocupados en su crisis marital. Me sentía invisible, cuando los pleitos comenzaban, yo me volvía una pared más de la casa: no lloraba, no hablaba, pero veía todo.

Recuerdo dos pensamientos nítidos que tuve en aquella época: «Si mi familia no me hace feliz, debo buscar la felicidad en otro lado» y «mi padre siempre ha sido ejemplo de cumplir las reglas, pero eso no lo hizo feliz; yo no quiero que eso me pase». Creo que fue en ese momento cuando mi relación con Dios se volvió difusa y esporádica.

Cuando no puedes cambiar tu realidad, te queda tu cuerpo. Yo, sujeto a la potestad de un matrimonio roto, tuve episodios de bulimia. En paralelo me refugié en las artes y, durante toda la adolescencia, pasaba las mañanas en la escuela y las tardes en cursos de pintura, con tal de no estar en casa.

Al tener bulimia, desarrollé una fijación por el físico masculino de los «niños guapos» —según las niñas—. Pronto estuve en mi peso ideal y, junto con el «estirón» de la adolescencia y el despertar sexual, descubrí que ahora sí las niñas se fijaban en mí… pero también algunos niños. Eso comenzó a producir confusión sobre lo que me gustaba. Para no lidiar con el dilema moral de elegir, me asumí como bisexual algunos años: «A las niñas las amaba, pero los niños me gustaban», pensaba.

Durante la prepa, al parecer mis padres habían superado su crisis matrimonial y nos mudamos a una región violenta del país, especialmente peligrosa para los jóvenes. Mi padre me propuso regresar a nuestra ciudad natal para vivir solo y estudiar la prepa. Fue música para mis oídos: por fin podría buscar la felicidad que no había en el hogar.

Comencé a vivir solo a los 15 años e inicié una vida promiscua. La validación que no tuve en la infancia por la obesidad, ni en la casa por los problemas de mis papás, la encontraba —según yo— en extraños y en el placer carnal que podía obtener de ellos. Me volví una persona superficial, aspirando a formar parte de «los chicos cool». Eventualmente tuve mi primera pareja sentimental, en toda mi vida tuve 3 parejas formales, pero innumerables parejas de una sola noche.

Aunque nunca desarrollé un odio hacia la Iglesia, la descarté como manual de vida ya que «no les había funcionado a mis papás». La consideraba una opción más entre tantas para llegar a un dios —con minúscula—, el dios del mundo que cada quien crea según su criterio personal.

Por gracia de las oraciones de mi madre conservé una enseñanza infantil durante todos esos años y hasta la fecha: rezar el Padrenuestro, el Ave María y el Ángel de la Guarda. Todas mis parejas me vieron rezar antes de dormir juntos; para mí era como cepillarme los dientes antes de acostarme.

Después me gané una beca en una universidad de prestigio, ubicada en la ciudad donde residía mi familia. Aunque no quería dejar mi independencia, el formar parte de ese mundo elitista me hizo volver al hogar como un extraño más. Claro que los quería, pero después de tantos años me sentía ajeno de la dinámica familiar.

Pronto destaqué en la universidad, ganando premios y conservando el estatus de buen muchacho. Comencé a trabajar y a ganar bastante bien a pesar de ser estudiante. Pero también la vida promiscua seguía sin control. Fue aquí cuando Dios —ahora sí con mayúscula— dijo: ¡Basta! En pocas semanas perdí reputación, salud y dinero al comenzar a mostrar síntomas de una enfermedad que mi doctor decía, solo podía ser algo muy grave, ya que no respondía a las medicinas. Tenía síntomas dolorosos, sentía que la vida se me iba. Fue ahí cuando me acordé de Él: de Dios.

Compré una Biblia y, en una ocasión de la nada, sentí muchas ganas de ir a una parroquia. Era una iglesia que conocía, con intensa vida parroquial. Entré al sagrario sin saber aun lo que era Cristo Eucaristía; simplemente fui, porque veía que la gente acude ahí a rezar en silencio. Entonces sentí una soledad absoluta, como si no hubiera nadie a kilómetros, un silencio abismal sin vida. De pronto tuve la certeza de que siluetas malignas estaban fuera de las ventanas de aquella capilla: decenas de cosas que no podía ver, pero sí sentir, espiritualmente, que se reían de mí. Claramente las escuchaba decir: «¿Qué haces aquí? Él no está aquí». Yo sentía que eso era verdad, yo no sentía nada más que una desgarradora desolación. No sentía a Dios. Pero yo llorando y gritando dentro del sagrario, les contestaba: «Él está aquí. No lo siento, pero yo sé que está aquí».

—Abre tu Biblia —me dijo una voz. Y aun con aquellas burlas invisibles alrededor, lo hice. Mis ojos cayeron precisamente en Juan 20,15: «… ¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?».

Al leer el encuentro de María Magdalena con Jesús resucitado, el ambiente cambió por completo. Aquellas sombras se fueron. La luz del sol nuevamente entraba por la ventana, escuchaba las voces de la vida parroquial que antes parecían no existir. Y de mis labios brotó: «A tu misericordia me apiado, pero a tu voluntad me someto». Mientras pensaba: Señor, no sé lo que pasará conmigo, pero te prometo hablar de ti a quienquiera que conozca.

—¿Qué hiciste? —me dijo mi doctor en la siguiente consulta. No había rastro de nada: todo síntoma había desaparecido. Dios fue bueno.

Me gradué y me esforcé mucho por dejar la vida promiscua. Ya tenía una pequeña semilla de fe, pero mi interior era un pantano de malas hierbas bien abonado por años de pecado. Vino la primera recaída desde la conversión: en un motel, ya alistándonos para devolver el cuarto, vi a mi cita vestirse; pero con los ojos del espíritu observé que un ángel negro lo abrazaba. Sin dudarlo le pregunté: —Oye, ¿has querido suicidarte, verdad? El chico abrió los ojos y me dijo: —¿Cómo lo sabes? Supe ahí que Dios me estaba probando en mi promesa, y me pasé toda la tarde escuchando a este joven y hablándole de Dios.

Recaídas hubo muchas, porque yo quería obedecer por mis medios, sin la gracia santificante de los sacramentos. Leía la Biblia, y cada vez que veía a una pareja en la calle dándose cariño pensaba en Génesis 2,18: «No es bueno que el hombre esté solo». Lloraba muchas noches pensando en aquel versículo y en la soledad le dije a Dios: «Déjame intentarlo una vez más, y si no funciona, te prometo que ya no buscaré a otro».

Me mudé a la Ciudad de México por trabajo, pero pretendía servir a dos amos: una relación con Dios que coexistiera con el mundo. La capital es abrumadora; entre tanto estrés descubrí que los sagrarios de las iglesias eran un buen lugar para escapar del bullicio. Sin saberlo, ya hacía adoración eucarística. Todo el catecismo me parecía fábulas de niños, así que era ignorante de la doctrina católica, pero decidí volver al primer amor, al que me enseñaron mis padres. Retomé la misa dominical: de lunes a sábado entre la oficina y la fiesta, y los domingos a la santa misa.

Apareció un chico de buen trabajo, amable, con quien disfrutaba pasar tiempo. Iniciamos una relación y empezamos a vivir juntos. Desde la primera cita le dije: «Yo ya conocí al amor de mi vida, y es Dios. Pero quiero a un compañero de vida». Él aceptó esa parte de mí; yo le hablaba mucho de Dios y algunos domingos incluso aceptaba acompañarme a misa.

Con el tiempo la relación se volvió tóxica. Mi promesa —«es la última vez que lo intento»— me llevó a hacer todo lo incorrecto para conservar la relación. En lo exterior teníamos una relación «bonita», tipo Netflix: buen departamento, buen trabajo; con viajes de pareja e incluso pasamos unas navidades con mis padres. En la rutina diaria yo siempre llegaba primero al departamento, y en el silencio regresó la voz de Cristo: «¿Eres feliz?» Yo miraba a mi alrededor con todo lo que había pedido para no sentirme solo y, con lágrimas en los ojos, respondí: —No.

Comenzó la pandemia, y justo en la primera semana de cuarentena mi ex me corrió del departamento. Me fui a rentar solo y, en la quietud de un mundo paralizado por el COVID, la humanidad por primera vez vivió una Semana Santa virtual; yo, libre del trabajo, pude vivirla con profundidad. Fue en este tiempo que supe del apostolado Courage, mediante un sacerdote que busqué e inicié un acompañamiento espiritual que duró un año. Me confesé después de no hacerlo quince años; retomé los sacramentos y estudié dos años teología. Me tomó un año decidir buscar un capítulo para unirme. Primero ingresé como miembro y ahora, colaboro ayudando al capellán de nuestro capítulo, he encontrado un espacio dentro de la Iglesia donde tengo a cirineos que me ayudan a cargar la cruz, me reconfortan y me toca reconfortar durante las caídas. Ahora ya no me siento solo: estamos hechos para la comunión. Con mis hermanos de Courage he aprendido, quizá por ahora, no a amar mi cruz, pero digamos que ya le tengo cariño. He aprendido a vivir la virtud de la castidad como el estado en que me siento más yo mismo, libre de etiquetas y expectativas del mundo, siendo increíblemente libre cuando me someto al amor de Dios. Señor, muchos años viví a mi manera; ahora, lo que me quede de vida quiero que sea a tu manera.

Dios les bendiga.

Charly


Con los ojos fijos en Jesús, la meta de nuestra esperanza

Con los ojos fijos en Jesús, la meta de nuestra esperanza

Por Yara Fonseca*

Estamos en un tiempo en que los maratones y medio maratones atraen a miles de personas cada fin de semana, que se preparan, se esfuerzan y avanzan paso a paso hacia la meta. Este deporte, que fortalece el cuerpo y entrena la mente, también puede hablarnos profundamente de nuestra vida cristiana. En este Año Jubilar de la Esperanza, queremos abrir nuestro corazón para reflexionar, junto con San Pablo, sobre algunas enseñanzas que este deporte nos deja.

El corredor sabe que cada paso cuenta y que todos tienen una dirección, una meta concreta. Así también nosotros, no caminamos sin rumbo, no vivimos al azar. Nuestra vida tiene una meta segura, el encuentro con Cristo resucitado, la plenitud del amor de Dios. «¿No saben que en el estadio todos corren, pero uno solo obtiene el premio? Corran, pues, de manera que lo consigan» (1 Co 9,24). La esperanza nos impulsa a seguir adelante, porque sabemos que el Señor nos espera al final de nuestro camino.

En el recorrido, claro, no todo es sencillo. Los corredores hablan del «muro», ese momento en que el cuerpo y la mente parecen rendirse, y todo parece indicar que no se puede continuar. En nuestra vida de fe también atravesamos cansancios, pruebas, sequedad y oscuridades. Es entonces cuando necesitamos recordar que no estamos solos, pues «corramos con perseverancia en la carrera que nos toca, fijos los ojos en Jesús, que inicia y consuma nuestra fe» (Hb 12,1-2). Él es quien nos anima, quien corre a nuestro lado y nos da la fuerza para continuar cuando sentimos que no tenemos más energías. La esperanza es esa certeza interior de que, aun cuando sentimos todo el peso de nuestros límites, el Señor nos sostiene y nos conduce. 

Nadie llega a la meta sin preparación. Todo corredor sabe que necesita entrenar, disciplinar su cuerpo, cuidar lo que come y descansar bien. La vida espiritual también requiere entrenamiento. Nuestro corazón se fortalece con la oración, nuestra mente se ilumina con la Palabra, nuestra alma se alimenta con la Eucaristía y nuestra vida se renueva con la confesión. Son los ejercicios cotidianos que nos ayudan a perseverar y a mantenernos firmes en el camino de la fe.

Al mismo tiempo, correr acompañado siempre es más fácil. En los grupos de runners se comparte la fatiga, se celebra cada logro y se sostiene al que queda atrás. La vida cristiana también es así, tenemos una comunidad que anima, que acompaña, que no deja que nadie se pierda en el camino. San Pablo lo decía con sencillez: “Anímense mutuamente y edifíquense los unos a los otros” (1 Ts 5,11). Ser peregrinos de esperanza significa caminar juntos, sostenernos unos a otros y experimentar que la fe compartida se vuelve más fuerte.

En toda carrera hay señales que guían y puntos de agua que renuevan las fuerzas. Así también Dios nos regala señales de esperanza por medio de la luz de su Palabra, la gracia de los sacramentos, la compañía de la Virgen María, el testimonio de los santos y el consuelo de los hermanos. 

Y al final, lo que espera es la alegría. El corredor, aunque cansado, sonríe al cruzar la meta, porque todo esfuerzo valió la pena. Así será también para nosotros, pues “en esperanza fuimos salvados” (Rm 8, 24). La meta es la vida eterna, la victoria del amor, el descanso en el corazón de Dios. Allí nos aguarda Cristo, con los brazos abiertos, y todo sufrimiento se transformará en alegría.

Por eso hoy, al ver a tantos hombres y mujeres que corren con entusiasmo por las calles, podemos escuchar una invitación de Dios. Él nos llama a correr también nosotros, a no dejar que el cansancio nos venza, a mantenernos firmes en la esperanza. Y lo hermoso es que en esta carrera nadie queda fuera, porque no se trata de llegar primero, sino de llegar juntos. Somos peregrinos de esperanza, llamados a correr la carrera de la fe con los ojos fijos en Jesús, seguros de que Él corre con nosotros y nos espera en la línea de llegada. Corremos hacia Él y con Él, y por eso avanzamos juntos como hermanos.

Señor Jesús, Tú que corres a nuestro lado, danos la perseverancia de los atletas, la disciplina de los entrenamientos y la alegría de la meta alcanzada. Haznos peregrinos de esperanza, que nunca nos cansemos de mirar hacia Ti, hasta que podamos cruzar la línea de llegada y abrazarte para siempre. Amén.


*Yara Fonseca es asistente de coordinación, en la oficina de Courage Internacional, para los capítulos de Courage en español y portugués.


«Frente al Santísimo le expresé mis miedos, temores, vergüenza, y Jesús me dijo: ¡Aquí estoy! »

«Frente al Santísimo le expresé mis miedos,
temores, vergüenza, y Jesús me dijo: ¡Aquí estoy! »

Testimonio de un miembro de Courage


Hola, me llamo José, tengo 32 años y soy el mayor de 3 hermanos varones. Nací en el campo en Venezuela y desde hace 7 años vivo en Santiago de chile.

Mi madre tenía 15 años cuando quedó embarazada por primera vez, fue una situación compleja, mi abuela materna había fallecido unos meses antes, dejando 8 niños huérfanos; mi madre era la mayor de todos, mi padre tomaba mucho alcohol, era violento y agresivo en ocasiones.

El dinero escaseaba, mi hermano y yo tuvimos que trabajar desde muy pequeños. Recuerdo que desde los 6 años me encomendaban hacer cosas que demandaban gran responsabilidad. Por ejemplo, salir solo a buscar el mercado o ir solo a llevarle la comida a mi papá que estaba a algunos kilómetros de distancia.

Mi infancia estuvo fuertemente marcada por múltiples abusos sexuales de adolescentes y adultos.  Quien cuidaba de mí aprovechaba cualquier ocasión donde mis padres estuvieran ocupados para abusar sexualmente de mí. 

Mi padre fue un hombre muy tranquilo en su entorno, pero con su familia era muy violento física y verbalmente, acostumbrado a los malos tratos; su forma de corregir era con golpes, ofensas o malas palabras.

Recuerdo comenzar a sobresalir sobre mi hermano por mi manera de ser bastante sensible y dócil; no me gustaban los trabajos que implicaban el uso de la fuerza o lo que mi padre hacía; no tenía motivación alguna, en la escuela no era buen estudiante, en casa no colaboraba ni me interesaba por ninguna actividad, no tenía amigos, ni me gustaba compartir o jugar.

Recuerdo tener muchos juegos sexuales con primos cercanos a mi edad, hubo uno en particular en el que un primo, terminó golpeándome el trasero y diciéndome “eres una marica”, eso me marcó.

Esto sucedió camino a su casa a preparar una presentación para la escuela, pero por el incidente, terminé por hacerla solo, pues sentía mucha vergüenza; nunca le volví hablar. Recuerdo que la maestra me felicitó por el trabajo que había hecho, y me gustó y alegró tanto cómo me hizo sentir y su trato hacia mí que me enfoqué en ser un excelente estudiante. El desinterés por parte de mis padres era muy notable, yo veía cómo otros padres platicaban o incluso se involucraban en las actividades de sus hijos y mi padre, en especial, nunca decía nada ni mostraba interés alguno.

Durante la adolescencia, comencé a tener relaciones frecuentes con otros adolescentes y con adultos; descubrí la masturbación y comencé a hacerlo diariamente. El bullying estuvo presente casi siempre, para mis compañeros yo era muy afeminado, era muy delgado, todos eran más fuertes que yo.

Hice mi primera comunión a los 11 años junto con mi hermano.  Nos preparamos durante 2 años y fui el primero del grupo en aprenderme de memoria todas las oraciones, los ritos, las preguntas, era muy aplicado cuando algo me gustaba.  Un año después recibí la confirmación; tenía 12 años. Después de eso, nunca volví a pisar una iglesia por voluntad propia, pero en el fondo deseaba volver y seguir aprendiendo de la fe.

Terminé el bachillerato con muy buenas calificaciones y con todas las intenciones de seguir estudiando, aunque no tenía el apoyo económico, pero era algo que estaba seguro de que quería hacer. No quería seguir al lado de mi padre, ni quería ser como él.  Me sumergí en el estudio, en el cálculo, la lógica y los números, lo que de alguna forma hizo que mi deseo sexual hacia los hombres desapareciera casi por completo durante 5 años.  Fui el mejor promedio de mi clase, cuando terminaron mis obligaciones como estudiante y mis amigos dejaron de visitarme, comencé a sentir un vacío enorme, pues ya había comenzado a buscar trabajo y me encontré con una realidad opuesta a la que estaba viviendo dentro de la universidad, debido a los problemas económicos que desde 2013 afectaban a mi país.  El sueldo no alcanzaba para vivir tranquilamente, por lo que tuve que tomar la decisión de comenzar a trabajar en los negocios familiares de mis tíos, que era donde mejor podía estar; menos gastos más ingresos.

En ese momento mi atracción al mismo sexo emerge con mucha fuerza, descubrí los chats y tuve mis primeras citas con desconocidos, y comencé a experimentar libremente mi homosexualidad, hasta que encontré a una persona con la que mantuve una relación por algunos meses. 

En el 2015 me cambio a una ciudad más grande, y, bajo la influencia de familiares, tengo relaciones sexuales con prostitutas, buscando confirmar que esto de la homosexualidad era algo que se podía eliminar teniendo relaciones con mujeres, pero pasado el tiempo encuentro un hombre con quien empecé a tener relaciones sexuales con frecuencia. 

Durante ese año trabajaba entre 12 a 14 horas al día, 6 o 7 días a la semana. Tenía muy poco descanso y cuando tenía un pequeño espacio libre buscaba “relajarme” teniendo relaciones sexuales. La relación con mis padres mejoró después de cumplir 17 años.  El haberme ido de casa primero a estudiar y luego a trabajar, ayudó e influyó mucho en mis reacciones hacia ellos y en la de ellos hacia mí. 

En mayo del 2016 encuentro mi primer trabajo formal como ingeniero en una municipalidad, allí se forma un círculo social y laboral bueno, en todos los ámbitos.  Comienzo a preocuparme de mi salud física, mental y establezco un noviazgo con una mujer y conozco una compañera de trabajo, dulce, amable, cariñosa y servicial, una persona que parecía tener a Dios en su corazón, por la alegría, la bondad que transmitía su rostro y su mirada. Era increíble cómo afrontaba el sufrimiento y las ocasiones de dolor, con fuerza y fortaleza. Eso y otras cosas en conjunto no me llevaron a buscar a Dios directamente, pero sí a sentir vacío y desolación en mi corazón y en mi alma.  Poco tiempo después tuve un episodio de parálisis del sueño que me hizo pensar, “tengo que buscar un sacerdote, me tengo que confesar porque no estoy bien”.

Me acerco al sacerdote de mi parroquia, me confieso, comienzo a ir a misa y del terror que tenía comencé a rezar todas las noches, pensando que la parálisis del sueño que había tenido era un acto de manifestación maligna (en realidad no tengo certeza). Pasaba el tiempo y seguía experimentando con más fuerza aquel sinsentido de la vida; sentía mucha tristeza y no sabía por qué, no tenía motivos para sentirme triste en ese momento.

Fue tal aquella confusión que sentí, que el sacerdote, me invitó a seguir en acompañamiento espiritual, aunque yo no sabía lo que eso significaba.  El miedo se apoderó de mí, porque comencé a sentir cierta atracción física y sexual hacia el acompañante.

Un día, llegué a la iglesia y frente a Jesús Sacramentado comenzó aquella liberación de mi alma. Sentí tanta confianza y sinceridad, que le conté todo lo que había vivido, la atracción que experimentaba desde pequeño.  Me hizo entrar en los momentos más duros y expresar todo el dolor, la frustración, la rabia, el rencor, la vergüenza, el miedo, el temor, la angustia que sentía y que había reprimido por mucho tiempo dentro de mí; sentí que Jesús me escuchó y me dijo: “¡Aquí estoy!” Desde aquel momento yo no volví a ser la persona que era. Hubo una enorme transformación en mi interior, experimenté ser perdonado de verdad, decidí perdonar y soltar la carga que desde niño llevaba en el corazón.  Desde aquel momento comenzó un proceso de perdón hacia las personas que abusaron de mí.

Mejoró la relación con mi familia, en especial con mis hermanos; comencé a buscar la voluntad de Dios en todo lo que hacía y vivía.  Fueron meses de apreciar y experimentar mucho amor y misericordia. Jesús me recibió con los brazos abiertos, abrí mi corazón. Mi forma de ver la vida había cambiado, todo a mi alrededor había cambiado. 

Al poco tiempo, tomé la decisión de emigrar, de buscar mejores oportunidades para mí y mi familia. 

Llegué a Ecuador, e inmediatamente busqué una parroquia donde congregarme. Hice muy buenos amigos, conseguí un buen trabajo y comencé a ayudar a mi familia. 

Pero, poco a poco, comenzaron a aparecer reacciones y emociones que comenzaron a sabotear mis relaciones y mis acciones. Corté un proceso de acompañamiento y no pude afrontar todas las cosas nuevas que estaba viviendo.  Volvió a aparecer la atracción al mismo sexo y a ser más fuerte.

Yo no podía permanecer más de 6 meses o un 1 año en un solo lugar, tenía que estar constantemente cambiándome de trabajo, de casa, de ciudad. Fue así como el 8 de diciembre, Día de la Inmaculada Concepción, comencé un viaje por tierra hasta Santiago de Chile, una experiencia bastante fuerte para cualquier persona. Llegué a Santiago de Chile el 12 de diciembre del año 2018, providencialmente ambos días dedicados a la Virgen.  Pero no es hasta marzo del 2019 cuando vuelvo acercarme a Dios, desde la tragedia de dejar mi hogar, mi patria mis costumbres y del miedo a lo desconocido y sabiendo que había dejado atrás un proceso de sanación. 

Chile me abrió las puertas en muchos ámbitos de mi vida y me ha dado muchos aprendizajes y experiencias, pero también sacó de mí lo peor de la atracción al mismo sexo. Descubrí las aplicaciones de citas en un país donde estoy solo, donde puedo hacer miles de cosas sin que mi familia o conocidos se enteren; era el espacio ideal para poder dejar que estas atracciones gobernarán plenamente mi vida, y sí que pasó. Durante casi 5 años estuve en una relación amorosa tóxica e intermitente con un señor 15 años mayor, de la que siempre intenté salir de múltiples formas: cambié de trabajo, intenté volver a mi país, buscaba acercarme a la iglesia, pero no perseveraba. 

Comencé a buscar autoconocimiento con mucha mayor intensidad, conscientemente quería tener una vida casta, pero mi cuerpo y mi mente desean totalmente lo contrario, o me hacían olvidarme rápidamente de todo lo deseado; estar en la gracia de Dios, en el 2020 conozco el apostolado Courage y me uno a un grupo en línea con personas de diferentes países, y desde diciembre del 2023, participo en reuniones presencialmente. Este proceso de acompañamiento pastoral y espiritual ha sido de gran ayuda para permanecer unido a Cristo, buscar siempre levantarme rápidamente después de mis caídas, buscar apoyo y tener amistades que me ayudan a perseverar en la vida cristiana.

También conocí un lugar llamado Casa de la misericordia que pertenece a la Fundación Basílica del Salvador, un edificio en ruinas construido hace más de 100 años, abandonado y deteriorado por el paso del tiempo, que en el transcurso de estos años se ha ido restaurando desde su interior y atendiendo cada día a más personas que llegan con el único deseo de acoger y manifestar la misericordia infinita de Dios. Para mí, más que sanador ha sido claro cómo es el mismo Dios quien va actuando desde el silencio, cómo nos va transformando, nos va llenando de su luz y nos va mostrando la belleza que hay en nuestro corazón: nos va sacando de la ruina.

Actualmente mi atracción al mismo sexo no preside mi vida, la preside Jesús y mi amor y atracción por Él.  Jesús en ti confío.


El don de Dios en el camino de Courage y EnCourage

El don de Dios en el camino de Courage y EnCourage

Por Yara Fonseca*

En estos días en que celebramos los 45 años de Courage International, los 30 años de Courage en las Filipinas y los 20 años de Courage Latino, nuestros corazones se llenan de gratitud por esta obra de Dios en la Iglesia y nos conmovemos al hacer memoria de cómo, a través de este apostolado, tantos hombres y mujeres han encontrado caminos de acompañamiento pastoral y esperanza, aprendiendo a vivir con fidelidad a Jesucristo en medio de circunstancias difíciles y desafiantes. Cada historia de conversión, cada paso hacia la santidad, cada amistad construida en castidad es un testimonio vivo de un don que nos precede y nos sostiene.

También es un don que en este peregrinar de fe contamos con el ejemplo de santos patronos de Courage y EnCourage, San Agustín y Santa Mónica a quienes celebramos en este mes de agosto.

Ellos son luces que nos guían y fortalecen en el caminar. Santa Mónica es ejemplo de paciencia y perseverancia en la oración por los demás, pero especialmente por su hijo, mostrando que la gratitud al don de Dios se expresa en la entrega diaria, incluso cuando los frutos tardan en aparecer. Su vida nos enseña que amar y confiar es un acto de fidelidad constante, que transforma la espera en oración y la preocupación en intercesión. San Agustín, por su parte, revela la profundidad de la conversión y la alegría de una vida transformada por la gracia, recordándonos que acoger el don implica permitir que cada dificultad, cada lucha y cada elección cotidiana se convierta en camino hacia Él, y que la cruz, vivida con amor, se transforma en fuente de unión con Cristo.

Al igual que ellos, en Courage y EnCourage encontramos ese camino de fe que nos ayuda a poder vivir la santidad a la que nos invita Jesús y que con su amor y gracia es posible. Courage y EnCourage son un don para nuestras vidas y, como todo regalo divino, nos llaman a responder con amor y libertad. La Sagrada Escritura nos recuerda: «Toda dádiva buena y todo don perfecto desciende de lo alto, del Padre de las luces» (St 1,17). Acoger este don implica más que admirarlo: nos invita a hacerlo realidad en la vida cotidiana, tomando decisiones personales que reflejen gratitud y entrega. Las metas de Courage y EnCourage son caminos vivos que guían esta respuesta; vivirlas puede ser exigente, pues requieren sacrificio, disciplina, constancia y cargar con la propia cruz. Sin embargo, cada esfuerzo y fidelidad nos une más a Jesús y nos hace experimentar su gracia en lo cotidiano.

Los Papas nos recuerdan que la fe es respuesta agradecida al don de Dios. Benedicto XVI afirmaba: «La fe, en cuanto respuesta al don de Dios, es ante todo un acto de agradecimiento y de acogida» (Porta fidei, n. 10). San Juan Pablo II enseñaba que «todo en la vida cristiana es don: la gracia, la fe, la salvación» (Catequesis, 26.05.1999), mientras el Papa Francisco subraya que «el cristiano es aquel que se deja amar por Dios y responde con amor» (Homilía, 07.07.2013). Sus palabras nos invitan a mirar a nuestros patronos y a las metas de Courage y EnCourage no como obligaciones, sino como senderos concretos de gratitud y respuesta, que nos ayudan a vivir la fe con autenticidad y alegría.

Vivir el don de Dios implica transformar cada día en oportunidades de entrega y gratitud: en la oración, buscando la guía del Espíritu Santo y la intercesión de María, Santa Mónica y San Agustín; en la participación sacramental, fortaleciendo nuestra unión con Cristo y la Iglesia; en la amistad auténtica, acompañando a otros y sosteniéndolos en sus luchas; en cada decisión concreta, reflejando fe, esperanza y amor. Cada acto de fidelidad, cada momento de sacrificio aceptado por amor, cada gesto de entrega es expresión de gratitud al Señor que nos ama con amor eterno nos invita a seguirle.

Que este aniversario no sea solo un recuerdo de fechas, sino una oportunidad para reflexionar sobre los dones recibidos, aprender de los ejemplos de San Agustín y Santa Mónica, y renovar nuestro compromiso de vivir la vida cristiana con gratitud, alegría y fidelidad. Acoger el don de Dios, convertirlo en acción concreta y responder con amor transforma nuestra vida y la de quienes nos rodean, ofreciendo al mundo un testimonio alegre de la misericordia, la esperanza y el amor de Cristo. Así, cada día puede convertirse en un eco de gratitud que resuene en nuestra vida y en la de los demás.


 

*Yara Fonseca es asistente para los idiomas español y portugués de Courage Internacional y reside en Brasil.


El Corazón de Jesús y las metas del apostolado Courage a la luz de la encíclica Dilexit nos

El Corazón de Jesús y las metas del apostolado Courage
a la luz de la encíclica Dilexit nos

P. Cristiano José Soares Sanches* 

Haciendo eco de las gracias recibidas en el mes del Sagrado Corazón de Jesús, queremos compartir con la familia de Courage y EnCourage una reflexión espiritual impartida a los hermanos de Courage en Brasilia, capital de Brasil. Esta meditación se dio en el marco del octavo día de la oración comunitaria de la Novena al Corazón de Jesús, dedicado a meditar sobre el Sagrado Corazón de Jesús en el descenso de la Cruz, luego de su muerte por amor a nosotros.

Al contemplar el Corazón de Jesús en este momento somos conducidos a adentrarnos en la profundidad del amor sacrificial, compasivo y misericordioso de Cristo.  Un corazón que late de amor hasta en el momento de la muerte, que acoge con ternura el dolor de la Madre, la contrición de María Magdalena y la fidelidad silenciosa del discípulo Juan. Es un Corazón herido por nosotros, y esta herida abierta en el costado de Cristo es como una ventana hacia el Corazón de Dios, que late misericordia, acogida y redención; y al permanecer abierta se transforma en fuente inagotable de vida y gracia. Inspirados por este amor, somos llamados a configurar nuestro propio corazón al Suyo, como nos invita el Papa Francisco en la Encíclica Dilexit nos.

Del mismo modo, el apostolado Courage propone metas que reflejan esta entrega de Jesús. Contemplando su Corazón podemos cosechar enseñanzas parar vivir estas metas, como expresiones concretas del amor reparador y transformador del Corazón de Cristo.

  1. Castidad como identidad e integración del corazón: La castidad, como se propone en las metas de Courage, no es solamente una renuncia, es primeramente un Sí al amor auténtico. La Encíclica Dilexit Nos nos recuerda que el corazón humano es lugar de unidad en el cual se decide los deseos y los caminos de la vida. Vivir la castidad es permitir que el amor de Cristo ordene el corazón, para que este se transforme en casa de libertad, verdad y dignidad. En este sentido, la castidad es camino de plena humanización.
  2. Oración y devoción como convite (banquete) para beber de la fuente del amor: La Encíclica del Papa Francisco subraya que solo el amor de Dios puede sostener la dignidad humana.  La oración, la lectura espiritual, los sacramentos y el recurso a la dirección espiritual son medios que nos permiten beber de la fuente del Corazón de Jesús, pues la dedicación cotidiana a la vida interior permite que el amor divino vaya regenerando el corazón herido y poco a poco va permitiendo que éste sea reflejo del amor de Cristo.
  3. Fraternidad como invitación a vivir con y para los demás: En el Corazón de Jesús, María, Juan y María Magdalena encuentran consuelo y fortaleza. La fraternidad propuesta en el apostolado Courage refleja esta realidad, pues queremos construir un espacio donde cada uno es acogido con ternura y en el cual nadie sienta que camina solo. La Encíclica Dilexit Nos llama a la construcción de una Iglesia que vive la misión como expresión del amor y este pasa por el cuidado concreto y por la escucha del otro, como hermanos que formamos un mismo Cuerpo.
  4. Amistades castas que reflejen el Corazón de Cristo: Las amistades puras, dice la Encíclica, son espacios donde el amor puede crecer libre y fecundamente. El Corazón de Cristo acoge a todos con un amor personal y fiel. Vivir amistades castas es construir relaciones donde el respeto y la donación reciproca son reflejo de este mismo amor. Estas amistades son escuela de aprendizaje/discipulado y de aliento en el caminar hacia la santidad.
  5. Vida ejemplar en el amor que transforma: La Encíclica del Papa Francisco insiste que la transformación del mundo empieza por el corazón. Una vida ejemplar es aquella que, tocada por el amor de Cristo, se convierte en testimonio visible de que es posible vivir la existencia con sentido, libertad y alegría.  La coherencia de vida, aunque sujeta a luchas, es el mayor don que un corazón convertido puede ofrecer al mundo.

Dejémonos tocar por el dolor y por el amor del Corazón de Jesús que es bajado de la Cruz. Pidamos la gracia de que se forme en nosotros un corazón semejante al Suyo: casto, dedicado, fraterno, firme en las amistades santas y luminoso por el ejemplo.  Que con María, Juan y María Magdalena podamos decir “Vosotros estaréis en mí y yo en vosotros”.

La herida del Corazón de Jesús no es señal de derrota, sino de victoria del amor. Asimismo, las metas de Courage, iluminadas por la Encíclica Dilexit Nos, enseñan que es en la acogida del amor de Jesús que se inicia la verdadera conversión interior.

A cada uno de nosotros le tocará responder: ¿Dejaré que el amor de Cristo more en mi corazón? ¿Viviré como reflejo de Él en el mundo?


*El padre Cristiano José Soares Sanches es capellán de Courage en la Arquidiócesis de Brasilia, Brasil. La traducción al español fue realizada por Yara Fonseca, quien es asistente para los idiomas español y portugués de Courage Internacional y reside en Brasil.


"Nos creaste para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti"  - Testimonio de un miembro de Courage

«Nos creaste para Ti y nuestro corazón
está inquieto hasta que descanse en Ti»

Testimonio de un miembro de Courage en Brasil

Soy Aparecido y tengo 52 años. Soy hijo, padre y abuelo. Desde que tengo uso de razón —y lo recuerdo muy bien desde mis 11 años— soy consciente de que siento atracción por personas del mismo sexo, y ya desde esta edad tuve contactos sensuales y sexuales con otros hombres. Estos hechos siguieron ocurriendo durante toda mi adolescencia y juventud.  

Sin embargo, también idealizaba el deseo de casarme, formar una familia y alcanzar estabilidad material. Hice todo lo posible para que esto ocurriera. A pesar de los contactos íntimos con personas del mismo sexo, salí con chicas, me comprometí y me casé a los 20 años. 

Recuerdo que, por motivo de mi matrimonio, le dije a uno de los hombres con los que me relacionaba: "Esto no puede seguir porque ahora estoy asumiendo un compromiso". En esa época estuve incluso con hombres casados, pecado por el cual ya he pedido el perdón de Dios.

Seguí mi vida de casado y, como creo nos sucede a todos, enfrenté algunas dificultades en la relación, principalmente porque éramos muy jóvenes y comenzábamos una vida en común. En este camino de descubrimientos personales, me encontré con aspectos de mí mismo que me asustaron, como, por ejemplo, un cierto nivel de violencia cuando me contrariaban o me ponían nervioso. Estos descubrimientos fueron dolorosos y los reprochaba, pero no los enfrenté debidamente.   

Decidí seguir adelante, y muchas veces usé el mecanismo de anularme, no me posicionaba y no hablaba lo que pensaba, especialmente cuando algo me sacaba de mi eje. Con el tiempo, este acumulamiento de problemas no resueltos hizo que la atracción por el mismo sexo volviera a la escena, convirtiéndose en una válvula de escape. Cada vez que llegaba a un límite emocional, buscaba contactos con otros hombres para "relajarme".

Vengo de una familia católica y participo en la Iglesia desde que soy un bebé. Tenía plena conciencia del pecado, por lo que siempre acudía a la confesión para poder comulgar y "hacerla bien". ¡Jesús mío, misericordia! Creo que muchas de esas confesiones fueron inválidas y las comuniones, sacrílegas, porque el propósito de cambio no era sincero. 

Seguía mi vida matrimonial y con el tiempo, vinieron los hijos — bendiciones en mi vida — y, con ellos, los desafíos de la educación. En este punto también fallé, porque en cuestiones controversiales no me posicioné como debía, acumulando aún más angustias. 

La atracción por el mismo sexo se hizo cada vez más fuerte y comenzó a alimentar mi curiosidad. Empecé a buscar nuevos lugares y formas de pecar, repitiendo el ciclo de culpa y recaída. Durante mucho tiempo oré pidiéndole a Dios que me sanara, que me liberara, que arrancara eso de mí. Dolía mucho y generaba un sentimiento constante de falsedad: falso como esposo, como padre, como hijo, como hermano, incluso frente a mi comunidad parroquial. Hubo momentos en que le pedí a Dios que me quitara la vida. 

Esta experiencia se mantuvo por más de quince años de matrimonio. Cuando cumplimos dieciocho años casados, mi esposa — no sé por qué razón o circunstancia — me preguntó si había tenido relaciones con otros hombres. Traté de esquivar la pregunta porque no me gusta mentir. Pero ella insistió, y entonces le conté parte de lo que ya había sucedido.  

Cuando cometemos errores, sabemos que un día tendremos que rendir cuentas. Le pregunté qué quería hacer: ¿separarse, continuar, buscar ayuda? Sentí que le quité totalmente el piso. Ella se desesperó, incluso fue a algunos lugares que yo frecuentaba. Y en medio de todo esto seguimos con nuestra vida, aunque el brillo de antes ya no estaba presente.  

Por mi parte, me fui adentrando en el mundo de la atracción por el mismo sexo, al mismo tiempo que clamaba a Dios por la sanación y liberación y, a veces, por la muerte. Este conflicto interno duró otros cinco años, hasta que decidí divorciarme. 

Hablé con mi esposa. Tuvimos un divorcio aparentemente tranquilo, aunque pasamos por algunos episodios conflictivos después de la separación. Ella le contó a nuestros hijos, lo que generó una situación muy incómoda con ellos. Recogí mis cosas y me fui de la casa. Estaba decidido a vivir lo que sentía pues pensé: "Ya que no fui sanado, voy a vivir plenamente mis sentimientos".

Me alejé de la familia y de las actividades pastorales. Por un tiempo, me entregué a mis deseos. Hice cosas que hoy considero muy promiscuas. Luego de eso, me dije a mí mismo que todo esto no estaba bien y que era mejor buscar una buena relación. Entonces conocí personas buenas, pero una inquietud constante seguía dentro de mí. A pesar de estar apartado de la vida sacramental, nunca dejé de ir a misa. Creo que ese fue el medio que Dios eligió para alcanzarme.  A pesar de vivir mis deseos, algo seguía sin resolverse. Comenzaba una relación y, de repente, desaparecía.

En ese período, volví la mirada nuevamente hacia Dios y a buscar luz para mi vida. En un determinado momento, frente a una imagen de la Santísima Madre, sentí que Ella me decía que me estaba cuidando y que yo estaba en Su Inmaculado Corazón. Lloré mucho, como aún lo hago, ante el cuidado de Dios por mí. 

Fue entonces, cuando comencé a buscar lo que la Iglesia enseñaba sobre la atracción hacia el mismo sexo y durante un lunes de Semana Santa, mientras rezaba en una iglesia, el sacerdote llegó y dijo: "Quien quiera confesarse, estaré allí". Pensé: "Ya que estoy aquí, me voy a confesar". En esta confesión, y por medio de este sacerdote, fui abrazado por Jesús en el sacramento.

Por gracia divina, recuperé la vida sacramental que había abandonado hacía años. Continué buscando entender lo que la Iglesia enseña, y, a medida que leía y me nutría de formación espiritual, fui construyendo una vida de oración. Aprendí el valor de unir mi dolor al dolor de Nuestro Señor en la Cruz. Así, la atracción hacia el mismo sexo comenzó a tener un sentido de salvación y pude dar el paso fundamental que toda persona necesita en cualquier situación de vida: me acepté.

Tuve la oportunidad de profundizar en el autoconocimiento y tratar temas que durante tanto tiempo estuvieron escondidos en lo más profundo de mi ser. Pude reconocer quién soy, mis sentimientos, mis fragilidades, mi necesidad de la gracia de Dios y, con ello, aceptarme a mí mismo porque Él me acogió, me ama.

Reconozco que mi inquietud encontró descanso en Dios, como dijo San Agustín. Él me creó para Él, para Su alabanza y para Su gloria. Busqué, entonces, forjar lazos profundos con el Señor. Sin embargo, guardar todo esto para mí no era fácil, pues sentía que caminaba solo. 

Fue entonces cuando escuché hablar del apostolado Courage. Recuerdo claramente la frase que me llamó la atención: "Si sientes atracción por el mismo sexo y quieres una respuesta que trate seriamente este tema en la Iglesia, busca el apostolado Courage". Esto llenó mi corazón de alegría al saber que existía algo dentro de la Iglesia dirigido a mí. 

Ya había escuchado hablar de otras iniciativas, pero que, a mi parecer, no seguían con fidelidad las enseñanzas de la Santa Iglesia. Courage era diferente, tenía seriedad. Investigué, vi transmisiones en vivo y comencé a participar en enero de 2023. 

Alabo y bendigo a Dios por la existencia del apostolado, por sus metas y propósitos, pues están alineados con la vida que ya buscaba construir. Courage me regala a diario hermanos con los que puedo convivir, compartir y orar. Aquí soy verdaderamente quien soy. No tengo que esconder nada. Veo que Dios me dio la gracia de apoyar a otras personas con mi vida y testimonio.

Como todo en la vida, estar en el apostolado es una decisión que tomé porque comprendí que esta es la voluntad de Dios para mí. Espero vivir siempre las cinco metas, junto a aquellos que Dios me confíe, para que un día alcance el cielo. Mis desafíos continúan, porque aún hay aspectos de mi estado de vida que necesito discernir mejor. Pero tengo confianza en que, estando con Nuestro Señor Jesucristo, bajo la intercesión de la Santísima Virgen, los santos y ángeles, en la Santa Iglesia y en este apostolado, lograré vencer. 

Aparecido es miembro de Courage en Brasil .


Junio: Mes del Corazón que late por nosotros

Junio: Mes del Corazón que late por nosotros

Por Yara Fonseca*

          En el mes de junio la Iglesia nos regala la bendición de sumergirnos en lo más profundo del Corazón de Jesús para, desde ahí, escuchar sus latidos que resuenan de amor por sus hijos, y nos expresan su inmensa misericordia, consuelo y verdad.

          También es un mes en el que somos desafiados con voces y manifestaciones externas que proponen una antropología alejada de la verdad del Evangelio, intentando convencernos de que la felicidad consiste en elecciones personales sin otro referente que la propia voluntad y deseos. Somos de barro y, muchas veces, esas voces pueden hacer ruido en nuestras almas. Ante esta cultura secularizada, volvamos la mirada a la tradición católica de nuestros pueblos. Al celebrar las bellísimas solemnidades posteriores a Pentecostés (Santísima Trinidad, Corpus Christi y Sagrado Corazón de Jesús), tenemos la oportunidad de reflexionar sobre la Verdad del Evangelio: ¿Dónde se encuentra el verdadero sentido y propósito de nuestra vida? ¿Cómo podemos volver la mirada hacia lo que realmente importa? ¿En quién descansa mi corazón y mi alma?

          Las diversas formas de piedad popular se expresan en este tiempo de manera particular. Caminamos por los espacios públicos de nuestras ciudades proclamando, como Iglesia, que creemos, alabamos y adoramos a Jesús. La llegada de Corpus Christi transforma calles y avenidas en verdaderos lienzos de fe. Y, apenas unos días después, el primer viernes tras Corpus Christi, el calendario litúrgico nos invita a celebrar el Sagrado Corazón de Jesús. En las parroquias de los países con raíces católicas, se escuchan cantos, se rezan novenas y se realizan actos de consagración que reflejan un amor sincero por Cristo.

          ¿Cómo no conmovernos con la fe de tantos hombres y mujeres? ¿Cómo no dejar que estas diversas expresiones de piedad popular renueven nuestro amor y devoción? Toda esta expresión de fe y piedad bien puede ayudarnos a recordar, como lo expresa la primera carta de San Juan: “Nosotros le amamos a Él, porque Él nos amó primero” (1 Jn 4,19). Y si Dios mismo, en Cristo, nos amó primero, ¡no tenemos que temer!

          Por la fe creemos en Dios Uno y Trino, que en lo más íntimo de su ser es plena comunión de personas divinas, unidas por el amor (cf. 1 Jn 4,8), y que en ese mismo amor nos ha creado, redimido y nos santifica constantemente. Este amor trinitario se revela plenamente en Jesucristo, a Quien contemplamos en el centro de las solemnidades de Corpus Christi y del Sagrado Corazón. Dios amó tanto al mundo que envió a su Hijo único para que, salvándonos del pecado y de la muerte, reconstruyera la comunión perdida y nos devolviera la dignidad original, haciéndonos hijos en el Hijo por la acción del Espíritu Santo.

          Desde la intimidad de ese amor trinitario, se nos presenta el Corazón de Jesús como fuente inagotable de misericordia y esperanza. Durante este mes, tenemos la oportunidad de contemplar ese Corazón divino y humano que se nos entrega en la Eucaristía y en la devoción al Sagrado Corazón.

          Jesús, tanto en su real presencia eucarística como en la imagen de su Corazón coronado de espinas, nos invita a mantener los ojos fijos en Él y a elevar nuestra mirada hacia la única verdad que realmente importa: Dios nos ama, y la verdad de quienes somos no está en las ideologías de moda, sino en el Corazón del Padre y del Hijo en el Espíritu Santo.

          Somos suyos; somos la niña de sus ojos. Dios siempre está a nuestro lado, conduciéndonos con su mano fuerte y dulce, para que cada día podamos conocerlo más. A medida que lo conocemos, también se revela la verdad de quienes somos y nuestra dignidad. Nuestros verdaderos deseos más profundos —de felicidad, comunión y amor— se muestran con mayor claridad, y poco a poco desarrollamos una sensibilidad para discernir y reconocer la voluntad de Dios en todo aquello que, como señala San Pablo en la carta a los Romanos, es bueno, agradable y perfecto (Rm 12,1-2). En última instancia, en todo lo que nos regala el tesoro de la felicidad que nos plenifica en esta vida y que contiene sabor de vida eterna.

 


*Yara Fonseca es asistente para los idiomas español y portugués de Courage Internacional y reside en Brasil.


«Somos mucho más que solo sentimientos y emociones … somos hijos de Dios»- Testimonio de un miembro de Courage

«Somos mucho más que solo sentimientos
y emociones… somos hijos de Dios»

Testimonio de un miembro de Courage

 

          Ha pasado algún tiempo desde el primer día que llegué al apostolado Courage. Aún recuerdo aquella primera reunión en la que me cedieron la palabra para compartir, y recuerdo muy bien que no pude hablar. Las palabras se agolparon en mi garganta convirtiéndose en un nudo y un temblor intenso se apoderó de todo mi cuerpo. Estaba ahí, por primera vez, haciendo frente a algo que prácticamente desde muy temprana edad ya había comenzado a notar que sucedía conmigo, sin embargo, nunca me había atrevido a aceptar y mucho menos reconocer ante otras personas.

          Nací y crecí en una familia numerosa que, quizás como muchas otras, enfrentaba grandes retos en diferentes ámbitos. Aún en medio de estas circunstancias se nos transmitió la fe y muchos otros valores que hoy puedo reconocer. Sin embargo, a través del tiempo y las diferentes pruebas que fuimos atravesando como familia y a nivel personal, mi fe y confianza en Dios se fue erosionando.

          En ese punto de mi vida las enseñanzas que había recibido sobre la fe prácticamente habían perdido sentido y mis ideales comenzaron a centrarse más bien en cuestiones prácticas comprobables. Y a medida que pasaba el tiempo más me convencía de que iba por el mejor camino, ya que comencé a creer que muchas de las cosas que había aprendido eran erróneas o anticuadas.

          Continuaba mis estudios, y a pesar de que sentía que crecía mi formación, por otro lado, sentía que mi felicidad y plenitud iban en decremento. Fue en este preciso periodo de mi vida, que siento, me topé con una pared; pues me sucedió algo que no pude ignorar más, era verdad, me atraían las personas de mi mismo sexo. Reconocí esto después de conocer a una persona que, parecía ser exactamente “la respuesta”, “el camino” a eso que justo me hacía falta para alcanzar la plenitud.

          Si reconocer esta situación a nivel personal fue todo un reto, el solo pensar hablarlo o compartirlo con la familia parecía ser algo más que imposible, pues parecía ir totalmente en contra con todo aquello que se me había enseñado. Así que mi primera reacción fue guardar silencio y no hablar de esto con nadie, tal vez, simplemente, continuar con mi vida como si nada hubiera sucedido. 

          Pasó el tiempo, y más personas que “cumplían el perfil” llegaron a confirmar una y otra vez aquellos sentimientos que siempre quise ignorar. Creo, en ese momento, mi vida comenzó a complicarse aún más, pues las cosas en la familia no andaban bien, mi trabajo era muy demandante y mi situación personal parecía cada vez más compleja. Sentía que vivía bajo mucha presión. Necesitaba, de alguna forma, quitarme peso de encima. 

          Para entonces estaba considerando definitivamente hablar con mi familia sobre lo que me pasaba. Pues todo este tiempo, era algo que solo guardaba para mí, más había llegado el punto que no podía seguir guardándolo. Sabía que causaría un “terremoto”, pero estaba dispuesto, quería finalmente “ser feliz”. Pero a pesar de toda esta seguridad y planeación, algo muy profundo en mí me decía que tal vez ese no era el camino. 

          Recuerdo toda esta lucha interna, qué pensar, no saber a quién recurrir: ¿Eran aún los remanentes de mis creencias?, ¿Era “el qué dirán” ?, ¿Era mi verdadera identidad?, ¿Era mi destino?, etc. Por supuesto, ni Dios ni la Iglesia figuraban como opción, así que recurrí a libros y sitios en la red que abordaban este tema. Encontraba diferentes enfoques, diferentes explicaciones, algunos a favor, algunos en contra, algunos que dejaban al lector tomar una decisión o postura personal, etc. 

          En medio de tantas posturas y opiniones, aun así, no lograba encontrar algo que realmente diera una “respuesta” a lo que sucedía en mi vida: ¿quién tenía la razón? Las cosas no parecían mejorar sino complicarse más, pues ya no solo eran sentimientos y emociones, ya llevaba algún tiempo con ciertas conductas y hábitos que más que ayudar complicaban más mi situación. 

          ¿Qué hago?, ¿Qué está pasando?, ¿Estoy loco? Son solo algunas de las preguntas que pasaban por mi cabeza día tras día. Hasta que un día, en medio de esta indecisión, pasando por una Iglesia, me encontré que el Santísimo estaba expuesto y decidí entrar. Contra todos mis ideales, necesitaba respuestas.Claro, aquel primer encuentro no fue nada “romántico”: “Si hay alguien ahí…”, “Si Tú eres el que dicen…”, “Si Tú estás ahí…” y cosas por el estilo, solo reclamaciones y llanto fue lo que llegó a mi cabeza. Este tipo de visitas se repitió por algún tiempo y aparentemente solo obtenía silencio a mis preguntas. Hasta que un día, visitando la Iglesia me topé con un anuncio.

          Aquel anuncio hablaba sobre la enseñanza de la Iglesia sobre precisamente lo que sucedía en mi vida. No lo podía creer, básicamente lo que creía saber sobre la Iglesia y este tema solo era castigo, juicio, destrucción, condenación, etc. Tenía que saber más sobre ello, pero ahora desde este otro ángulo que había ignorado. El anuncio invitaba a una conferencia, a la cual decidí acudir.

          Al dirigirme al lugar, esperaba quizás un sermón un juicio o un ataque, mas no sucedió nada de eso. Escuché una invitación a descubrir a Dios en medio de la situación que vivía, a conocerme a mí mismo, al encuentro y al servicio de otros. Pero lo que más llamó mi atención fue la invitación a vivir la castidad. Sí, la castidad, una palabra quizás hasta entonces desconocida en mi vocabulario. Y si la había escuchado me sonaba más bien como a soledad, tristeza, amargura, represión, antigüedad. 

          Salí de aquel lugar con nueva información mas no parecía ser para mí aquello. “¿Castidad? A quién se le ocurre proponer algo como eso” me dije a mí mismo. Sin embargo, ya había quedado la semilla. Pero el tiempo me hizo comprender, que tal vez, ese era el camino que estaba buscado. Y solo algunos meses después me propuse probar aquel camino, así podría confirmar que no era algo útil.

          Así asistí a aquella primera reunión del apostolado Courage, y de esa siguieron muchas más. Ha pasado el tiempo y han pasado muchas cosas alegres otras no tanto, pero en cada una de ellas he podido notar la gracia y la misericordia de Dios obrando, mostrándome mis luces y sombras, las cosas que me marcaron para bien o que no fueron del todo constructivas. Y que como todos los seres humanos somos mucho más que solo sentimientos y emociones, que somos mucho más que una imagen en un perfil, que no somos obra de la casualidad y que nadie podrá reemplazar nuestro lugar en la historia. Somos hijos de Dios y podemos acudir a Él desde siempre.

          Sigo asistiendo Courage, pues es un lugar donde, de alguna forma, pareciera que ya te conocen de hace mucho tiempo y conoces a quienes apenas se integran por primera vez. Básicamente estás en los zapatos de los demás y los demás están en tus zapatos. Y en la compañía de nuestros capellanes descubrimos el plan de Dios para cada uno de nosotros, plan que suele superar lo que habíamos imaginado para nosotros.

Agradezco enormemente a nuestro capellán, en el capítulo, por su enorme paciencia y esfuerzo al acompañarnos y escucharnos.

Courage Guadalajara, México


«No sabía ni me imaginaba lo que vendría»: Testimonio de un miembro de Courage

«No sabía ni me imaginaba lo que vendría»

Testimonio de un miembro de Courage

Tengo la dicha de presentar este testimonio en el boletín mensual del apostolado Courage. Tengo 18 años participando en el apostolado y quiero presentarme ante ustedes y pedirles, con humildad y sencillez, que me reciban y me conozcan.  Espero poder aportar un granito de arena que sirva para su edificación personal. No soy santo y bueno, Dios es el único santo y bueno. Lo que sí soy es un hijo de Dios por mi bautismo, llamado a vivir, amar y servirlo a Él y a mis hermanos en esta vida, para juntos poder verlo y gozar de su presencia en la vida eterna. 

Nací el 23 de octubre de 1982 en la Ciudad de México, mis padres son Miguel Ángel y Martha Leticia y tengo cuatro hermanos; yo soy el menor. Me bautizaron el 25 de diciembre de 1982. Desde 1989 vivo en la Ciudad de Mexicali, Baja California, al norte de la República Mexicana. Soy profesionista, soltero y trabajo como empleado comercial.  Participo en mi Parroquia de Ntra. Sra. de la Candelaria y sirvo en el apostolado Courage Latino. 

Aunque católica, mi familia no era tan comprometida, sin embargo, desde temprana edad se me inculcó la fe y me agradaba mucho orar. A los 13 años se me invitó a un campamento católico de jóvenes y, aunque me resistía por motivos escolares, al final acepté ir.  No sabía ni me imaginaba lo que vendría.  Ahí, entre deportes, misas, oraciones, fiestas, retiros, formación humana y cristiana, encontré amigos a los que ahora llamo hermanos.  Todo eso fue para mi vida luz y sal que sirvió para confirmar el plan de Dios para la sexualidad humana y su desagrado por actos desordenados como la masturbación, la pornografía y los actos homosexuales.  Fue así que empecé a conocer y consolidar como virtud la castidad y el ideal de la santidad. Este fue mi enamoramiento y encuentro con Cristo y su Iglesia, y lo sigue siendo hasta ahora.  

¿Qué pasa con la atracción al mismo sexo (AMS)?  

Aunque como nos dice el catecismo el origen de la AMS "permanece inexplicado”, por el conocimiento personal que he tenido de mí mismo a lo largo de estos años, podría decir que experimento AMS quizá por la conjunción de cuatro factores:1) Tengo un temperamento melancólico y sentimental;2) Deseo mucho encontrar una amistad entrañable con alguien de mi mismo sexo, pero a menudo, de fondo, busco una amistad desordenada; 3) Recibí seriedad, sequedad y regaños de mi padre y fui muy cercano a mi madre, sin embargo, no los juzgo. Al contrario, agradezco su amor, educación y todo lo que me han dado. No he querido que mis padres sepan que experimento AMS por ahora porque no lo considero necesario.  Solo lo he compartido con uno de mis hermanos. 4) Finalmente, fui abusado sexualmente por un vecino cuando tenía seis años.Todo esto, además de la herida del pecado. 

Desde mi niñez, tuve contacto sexual con otros niños varones, con quienes conviví hasta la adolescencia.  En todo momento supe que lo que hacía no era agradable a Jesús y me decía a mí mismo que “ya me iba a portar bien y no iba a hacerlo más”. Sin embargo, seguía cayendo.  Llegué al punto de cometer actos homosexuales diariamente y experimenté indicios del VIH, fue entonces que tomé la decisión con coraje y valentía de hacer una promesa de abstinencia y lo ofrecí por el alma de mi abuelita ya fallecida.  Me ayudó la gracia de Dios que recibí en ese encuentro que tuve de joven con Él, así como pensar en el ideal de su reinado en la sociedad y en los corazones.  Todo ello me llevaba a fortalecerme en la pureza y la castidad entre otras virtudes y bendiciones. 

Crecía en vida y fe. En todo momento experimentaba AMS, más no le hacía mucho caso. Fue a partir de los 18 años cuando empecé a sentir en mi interior una AMS bastante más fuerte. No consumía pornografía, ni me masturbaba, pero sí experimentaba un ferviente deseo sexual carnal. Compartí esta situación con mis líderes de grupo en la Iglesia. 

Fue cuando cursaba la universidad, a los 20 años de edad, que se me diagnosticó Trastorno Afectivo Bipolar (TAB) y empecé a pedir ayuda de especialistas psicólogos y psiquiatras sobre estos temas. No me fue muy bien, sobre todo por sus creencias con relación a Dios y con el tema de la AMS.  

En el 2004, cuando el acceso a Internet fue más fácil, encontré un grupo de terapeutas llamado ALMAS.  Ellos mencionaban en su información a “Courage Latino apostolado católico para personas con homosexualidad” y ahí le di clic. Les envié un correo electrónico y al poco tiempo me contestó el padre Buenaventura, quien entonces era el encargado de Courage en América Latina.  No sabía ni me imaginaba lo que vendría. 

Una vez más esa experiencia tan bella de contar con amigos, deportes, retiros, encuentros, convivios, formación humana y espiritual.  Es ahí cuando comencé a conocer, compartir, sanar y convivir experimentando AMS, con el acompañamiento espiritual del padre Ricardo Campos, quien es actualmente mi director espiritual.  Además, aquí en mi ciudad cuento con la ayuda de la Casa de Orientación Familiar, así como con la ayuda de otros sacerdotes de mi diócesis y capellanes de Courage en otras diócesis. 

La lucha por una vida espiritual pura y casta no ha sido fácil, especialmente en un mundo bombardeado por las redes sociales, la ideología del género y las tentaciones que no dejan de existir. Sin embargo, paralelamente en Mexicali empezábamos a tener dirección espiritual, sobre todo con el acompañamiento de un sacerdote con el que nos reuníamos para consolidar el apostolado Courage.  Sin embargo, una vez más, la lucha no fue fácil,   muchas veces sufrí hondas caídas, hasta que en el 2024 me fui a hacer el primer examen clínico de VIH.  Y ahí me pregunté: ¿cuántos exámenes más quiero hacer sintiendo la incertidumbre de esperar y ver el resultado?  Una vez escuché la frase “Dios perdona, la naturaleza no”. Dios se me reveló y me dije: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie tiene tanto amor como Yo, Mamá María, tus padres y todos los que te lo demuestran alrededor”.  Fue así que, por gracia de Dios, lo creo, lo entiendo y lo acepto, y en oración me dije: “No soy santo y bueno, Dios es el santo y el bueno... lo que si soy es hijo de Dios recibido por mi bautismo, llamado a vivir, a amarlo y servirlo a Él y a mis hermanos en esta vida para que juntos lo veamos y gocemos en la vida eterna”. 

Hoy sigo en el camino, con caídas y levantadas, pero de la mano de Jesús.  Me congrego vía Internet semanalmente con miembros del apostolado y me esfuerzo por vivir las Cinco metas y, cuando es necesario en mi caso, pongo en práctica los Doce pasos*.

Tengo el propósito de presentar el apostolado a mi nuevo obispo y echar las redes. Llevo dirección espiritual, cuento con el apoyo y la amistad de varios sacerdotes de mi diócesis y de Courage, de mis hermanos de capítulo y de mis amigos de toda la vida que me ayudan a seguir y levantarme siempre cuando caigo.  

Pido a Dios que todos tengamos un corazón semejante al de Cristo y María para ser fieles y enamorados de Dios todos los días.  Ocupémonos, sobre todo, en amar, porque si estamos muy pendientes de nuestros pecados, perdemos fuerzas. Dios nos va a pedir cuentas y no nos va a preguntar cuánto pecaste, sino cuánto amaste.   

Dedico este testimonio a todas aquellas personas que han sido parte de mi vida y que me han ayudado a construirlo.  

¡Gloria a Dios! ¡Felices Pascuas de Resurrección a todos! ¡Viva Cristo Rey y Santa María de Guadalupe! Si Dios quiere, nos vemos en el Encuentro de Courage Latino a fines de agosto. 


1 Para conocer más sobre la visión de Courage respecto a los Doce pasós, véase la página 89 del Manual para capellanes de Courage y EnCourage en su versión digital: https://couragerc.org/wp-content/uploads/2018/01/Manual-final.pdf#page=101