Vivir con mayor hondura la oración, el ayuno y la caridad durante Cuaresma

 

Vivir con mayor hondura la oración, el ayuno y la caridad durante Cuaresma

Por Lícia Pereira* 


Muchos cristianos confiesan no vivir muy bien la Cuaresma y las razones pueden ser varias. Algunos no llegan a entender el sentido más profundo de este tiempo, aunque lo deseen; hay quienes consideran las practicas devocionales de la Cuaresma anacrónicas y sin sentido, y no faltan quienes ven en ellas hipocresía, y a veces nos les falta la razón, pues el Señor mismo criticó este tipo de actitud cuando denunciaba el modo en que los «hipócritas» daban limosna, rezaban y ayunaban (cf. Mt 6, 1-18). Es bueno entonces preguntarnos: ¿Por qué la Iglesia recomienda que acentuemos nuestra vida de oración, hagamos ayunos y vivamos más la caridad durante la Cuaresma?

Este tiempo especial en la vida de la Iglesia es «un tiempo que constituye un camino de preparación espiritual más intenso», de este modo, «la Liturgia nos vuelve a proponer tres prácticas penitenciales a las que la tradición bíblica cristiana confiere un gran valor —la oración, el ayuno y la limosna— para disponernos a celebrar mejor la Pascua» (1). Como sabemos, «la Liturgia es la cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza» (2), por lo tanto, lo que ella nos indica merece ser considerado con atención.

Desde los inicios del cristianismo, en los escritos de los Padres, encontramos exhortaciones a realizar estas tres prácticas espirituales como un medio para fortalecer la unión con Dios. La Iglesia, siempre entendió que para mejor vivir la Cuaresma y prepararse para la Pascua, esta tríada es de gran valor. San Agustín, por ejemplo, nos alienta en el tiempo cuaresmal a vivir de modo más intenso la oración, el ayuno y la limosna y nos habla de la relación entre ellas: «Añadamos a nuestras oraciones la limosna y el ayuno. Son como las alas de la piedad con las que pueden llegar más fácilmente a Dios […] En efecto, la oración, ayudada con las alas de tales virtudes, levanta el vuelo y llega con más facilidad al cielo adonde nos precedió Cristo, nuestra paz» (3). El santo dice también que cuando imploramos a Dios sus dones de misericordia, deberíamos también estar dispuestos a ofrecer nuestros dones de misericordia. Así al dar limosna tenemos la posibilidad de hacer dos tipos de donación: la donación de bienes materiales a los que necesitan y la donación de nuestro perdón a quienes nos han ofendido (4); Para Agustín, el ayuno es también una forma de vivir la caridad: «La escasez voluntaria del rico sea abundancia necesaria para el pobre»(5), en otras palabras, si voluntariamente nos privamos de llenar nuestra despensa con algunas cosas, tal privación voluntaria es un medio para ayudar a llenar la despensa de aquellos que poco o nada tienen.

Pero ¿tenemos que vivir estas prácticas intensamente solo en Cuaresma? No, ¡hay que vivirlas siempre! Orar, ayunar y hacer caridad son prácticas que deberíamos estar dispuestos a vivir intensamente todos los días de nuestra vida. Pero la Cuaresma nos ofrece a que sea un incentivo a más.

Por estar íntimamente conectada con el Misterio Pascual, durante este período especial en el que recordamos la obra de nuestra Reconciliación, nuestra oración puede asemejarse más a la de Jesús que camina hacia la Pasión (cf. Mt 26,36-46; Mc 14,32-42; Lc 22,40-46); nuestra renuncia a las cosas buenas de la vida y que nos dan gusto puede asemejarse a la renuncia de Jesús: «El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo tomando condición de siervo haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2, 6-8) y nuestra limosna puede asemejarse a la generosa y sincera donación de Jesús: «Pues conocéis la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por vosotros se hizo pobre a fin de que os enriquecierais con su pobreza» (2Cor 8, 9).

Para concluir, el Papa Francisco este año nos exhorta a no cansarnos de orar, a esforzarnos por extirpar el mal de nuestras vidas y a no cansarnos de hacer el bien en la caridad activa hacia los demás. Intensificando estas tres actitudes espirituales durante la Cuaresma, ayudamos a que este tiempo sea para nosotros «un tiempo favorable para la renovación personal y comunitaria que nos conduce hacia la Pascua de Jesucristo muerto y resucitado»(6).

Referencias:

1. BENEDICTO XVI, Mensaje para la Cuaresma de 2009 en Mensaje para la Cuaresma 2009 | Benedicto XVI (vatican.va).
2. CONCILIO VATICANO II, Constitución Sacrosanctum Concilium sobre la sagrada liturgia, 10
3. SAN AGUSTIN, Sermón sobre la Cuaresma: oración, ayuno y limosna, 206, 2-3.
4. Ibid., 2.
5. SAN AGUSTIN, Sermón sobre el ayuno cuaresmal, 210, 10.12.
6. FRANCISCO, Mensaje para la Cuaresma del 2022, Intro., en Cuaresma 2022: «No nos cansemos de hacer el bien, porque, si no desfallecemos, cosecharemos los frutos a su debido tiempo. Por tanto, mientras tenemos la oportunidad, hagamos el bien a todos» (Ga 6,9-10a) | Francisco (vatican.va).

* Lícia Pereira es laica consagrada de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación y en este momento reside con su comunidad en Brasil.

Reconciliación con Dios y con la Iglesia: las dos gracias del sacramento de la Penitencia

Reconciliación con Dios y con la Iglesia:
las dos gracias del sacramento de la Penitencia

Por Lícia Pereira de Oliveira, f.m.r.*

No son pocos los católicos que confiesan tener dificultades para acercarse al sacramento de la Reconciliación. Algunos sienten mucha vergüenza de sus pecados y les es difícil abrir el corazón; otros se sienten cansados de repetir las mismas cosas en el confesionario; otros desconfían de modo generalizado de los sacerdotes y se «confiesan» directamente con Dios y no faltan quienes tuvieron malas experiencias con uno o más ministros y terminaron abandonando esta práctica sacramental tan importante en la vida de fe.

Existen también algunas concepciones limitadas sobre el sacramento. La confesión no es una terapia para descargarnos y quedarnos en paz con nuestra conciencia, aunque una buena confesión también tiene efectos positivos en nuestra psicología; tampoco es un tribunal donde me acuso de lo malo que hice, aunque, ciertamente, en ella debo reconocer mis pecados y relatarlos delante del ministro; no es una obligación que cumplir para ser un buen católico, aunque tengamos que acatar la prescripción de la Iglesia que dice que debemos confesar los pecados graves al menos una vez al año (1).

Así pues, para superar las dificultades y las ideas reduccionistas, hay que ir a lo esencial del sacramento. El Catecismo de la Iglesia Católica, citando el antiguo Catecismo Romano, nos recuerda su sentido: «Toda la fuerza de la Penitencia consiste en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une con Él con profunda amistad (Catecismo Romano, 2, 5, 18)»(2). Confesarse es antes que nada un hermoso encuentro con el Dios que nos ama y perdona. Es un momento donde experimentamos de modo palpable que Dios es «rico en misericordia» (Ef 2,4) y que su misericordia se derrama abundantemente en nuestros corazones transformándolos (cf. Rom 5,5).

Cuando los cristianos acuden al Sacramento de la Reconciliación reciben «la misericordia de Dios, el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la Iglesia, a la que ofendieron con sus pecados»(3). Reconciliación con Dios y con la Iglesia, son las dos gracias sacramentales que recibimos al confesarnos. Confiados, entonces, en que recibimos la Gracia que sana las heridas interiores causadas por el pecado y que restablecemos nuestra unión con Dios, recurramos cuantas veces sea necesario al sacramento, pues nuestro Dios es «Padre de las misericordias y Dios de toda consolación» (2Cor 1,3) y está siempre invitándonos a volver a Él, como nos dice el profeta Oseas: «Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer» (Os 11, 8).

De la reconciliación con Dios brota la reconciliación personal y con los hermanos. La gracia sacramental nos infunde fuerza para vivir el amor de Caridad, que consiste en amar a los demás con el amor que viene de Dios:

En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos amó de esta manera, también nosotros debemos amarnos unos a otros. A Dios nadie le ha visto nunca. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros y su amor ha llegado en nosotros a su plenitud (1 Jn 4,10-12).

No permitamos que malas experiencias del pasado o ciertas ideas obstaculicen la experiencia de gracia que este sacramento nos proporciona. Recordemos que el «confesor no es dueño, sino el servidor del perdón de Dios»(4), por lo que San Pablo, consciente de ser siervo de Cristo (cf. Rom 1,1) exhortó a los Corintios y nos exhorta hoy: «En nombre de Cristo les rogamos: ¡déjense reconciliar con Dios!» (2Cor 5,20).

  1.  CIC, can. 989
  2. Catecismo de la Iglesia Católica1468
  3.  Lumen Gentium, 11
  4. Catecismo de la Iglesia Católica, 1466

* Licia Pereira es laica consagrada de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación y en estos momentos reside en Brasil con su comunidad.


«San José, modelo de fidelidad y obediencia» - XV Encuentro Courage Latino 2021


San José, modelo de fidelidad y obediencia

P. Philip Bochanski


Quisiera comenzar con la lectura del Santo Evangelio según San Juan:

Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor. como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto. Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre. No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá. Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros.

En el Antiguo Testamento solo hay una persona a la que Dios le dice, «Eres mi amigo, te conozco por tu nombre», se trata del profeta Moisés, ¡qué privilegio para él! El libro de Éxodo nos cuenta que Moisés habló con Dios cara a cara en el Tabernáculo, que habló con Dios como un hombre habla con otro. Podemos admirarnos de este hecho y meditar en lo que significaría ser amigo de Dios, pero, desde luego, para nosotros ya no se trata de una cuestión meramente teórica. Seguro reconocieron que el pasaje que les leí es de la Última Cena, y en esa Última Cena el Señor les ofrece su amistad a todos sus apóstoles y, a través de sus apóstoles, a todos nosotros. Ya no nos llama esclavos, ni siervos, ni creaturas, sino amigos. Si queremos comprender quiénes somos, si queremos comprender nuestra identidad, si queremos comprender nuestra dignidad, tenemos que comprender lo que significa ser amigos de Cristo. En este pasaje de San Juan que acabamos de escuchar hay dos parámetros que el Señor propone para definir nuestra amistad con Él y su amistad con nosotros. «Yo los llamo amigos» dice, «porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre» (Jn 15,15). Somos sus amigos porque nos dice la verdad, porque comparte con nosotros la sabiduría y el conocimiento, porque nos dice quién es Dios Padre y quién es Él como Hijo de Dios. Nos dice quién es el Espíritu Santo; nos dice quiénes somos y el tipo de relación que desea tener con nosotros. Para Cristo, la señal de su entrega a nosotros es este conocimiento profundo, el conocimiento que nos ayuda a comprender quiénes somos y porqué estamos aquí.

El otro parámetro que propone es: «Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando» (Jn 15,14). Aquí parece dar un giro un poco desagradable. Podemos imaginar a algunos de los apóstoles diciendo, «Un segundo, Jesús, pensé que estábamos hablando de amor, de alegría, de amistad, ¿por qué tenemos que hablar de mandamientos? Además, los mandamientos parecen ser una imposición, opuestos a la alegría y el amor que el Señor nos estaba ofreciendo». Pero, por supuesto, toda relación tiene sus reglas, si no me creen, vean lo que sucede si olvidan el cumpleaños de su mamá.

Sin embargo, lo más importante es que los mandamientos que forman parte de nuestra relación con Dios son un don para nosotros, pues nos ayudan a amarlo. Moisés lo sabía. Poco antes de morir, Moisés dijo a los israelitas, «¿Qué nación tiene dioses tan cercanos, como el Señor, nuestro Dios, está cerca de nosotros, y nos da la ley y nos ayuda a comprender sus mandamientos?» Ahora bien, el desafío del discipulado es ver los mandamientos, no como una imposición, sino como una invitación. Seguir los mandamientos es una respuesta a lo que Jesús hace por nosotros. «Les diré la verdad», dice, «Les diré todo lo que oí de mi Padre». Esa es la marca de su amistad. Y solo para que tengamos toda la verdad, les dice a los apóstoles en la Última Cena, «Les enviaré al Espíritu Santo y Él estará con ustedes y les recordará lo que he dicho y todas las cosas que les dije que oí de mi Padre. El Espíritu Santo se asegurará de que no lo olviden». Y luego dice, «El Espíritu Santo les enseñará todo y los guiará en la verdad». Y en otra parte del Evangelio dice, «Conocerán la Verdad y la Verdad los hará libres». Dios nos da la libertad para que seamos libres de amar. Nos da la libertad para que podamos elegir libremente recibir el amor que derrama abundantemente sobre nosotros, pero sin violar nuestro libre albedrío. Nos dice la verdad para liberarnos. Nos hace libres para que podamos recibir su amor y, habiéndolo recibido, nos invita a amarlo tomando la sabiduría, la guía y la verdad que nos ha dado para que hagamos algo, respondiendo y conformando nuestras vidas con ello. Por eso, conocer el plan de Dios, que es el don que Cristo, nuestro amigo, nos da, nos permite, nos exige y debe impulsarnos a responder. La fe, que es nuestra aceptación de la verdad que Cristo nos da, y la obediencia, que es nuestra disposición de responder a esa verdad llevando a cabo su voluntad. La fe y la obediencia son las claves de nuestra amistad con Cristo. Así como las mentiras del demonio generaron desconfianza en el corazón de nuestra primera madre, —desconfianza que condujo al pecado y a la separación de Dios— la verdad que Cristo nos trae nos da la libertad que conduce a la fe, la obediencia, la amistad y la reconciliación con Dios.

Sabemos que José es amigo de Dios. La Escritura nos dice que José es un hombre justo, que es una manera abreviada de decir que conocía y guardaba la Ley. José acogió la voluntad del Señor y respondió a ella, como lo reflejan los títulos de la letanía de San José. De hecho, los títulos, «José, modelo de obediencia» y «José modelo de fidelidad» aparecen uno después de otro en la letanía. Esos son los títulos en los que quiero centrarme hoy que nos esforzamos por imitar a San José, nuestro patrono universal, nuestro modelo de amor valiente, nuestro guía para vivir y amar castamente, nuestro modelo de paternidad espiritual y donación. Él es José, modelo de fidelidad y de obediencia. Desde luego, los títulos de la letanía siempre están subordinados al título que recibe en la Escritura, el «hombre justo». Es un hombre de justicia no solo porque conoce y guarda la Ley, sino porque su motivo para guardarla va más allá de eso; José es un «hombre justo» porque es un hombre de virtud. De hecho, es hombre de todas las virtudes. Y precisamente, porque es un «hombre justo», también es un hombre en constante relación con Dios. San José no apareció en escena, así nomás, de la nada. Su entrada en el Evangelio puede parecer abrupta, pero Dios no despertó un día pensando, «¿A quién le puedo encomendar esta misión?» Desde el momento de su concepción y su nacimiento, a lo largo de su niñez y adolescencia, en el momento que comprendió lo que significaba ser un hombre y el momento en que comprendió sus sentimientos por Nuestra Señora; durante su crecimiento como hijo de la Ley, en cada Sabbath que escuchó la Escritura y cada Pascua que su padre y él fueron al Templo. En todo momento, José estuvo en relación con Dios. Relación que, en cierta forma, culminó en su anunciación que, como sabemos, es tan solo el comienzo del resto de su seguimiento del Señor y su servicio al Señor Encarnado.

Por lo tanto, José, como «hombre justo», en relación con Dios, es modelo de todas las virtudes, pero, especialmente, de esas tres virtudes que hacen posible que incluso nosotros podamos tener una relación con Dios: las virtudes teológicas de fe, esperanza y caridad. Nosotros creemos que estas virtudes nos han sido infundidas porque, sin ellas, ni siquiera podríamos acerarnos al Señor. Él nos da su gracia antecedente, la gracia que viene incluso antes de la gracia bautismal y que nos permite comenzar a entender y creer. Para cuando los adultos conversos vienen a ser bautizados, ya han estado creciendo en estas virtudes: la fe, que nos ayuda a saber quién es Dios y creer lo que nos dice; la esperanza, que nos permite seguir su plan y estar cerca de Él, y el amor, que es su principal don, el que nos permite recibir su amor, amarle y amar también a los demás.

Por eso, si vamos a entender a José como modelo de fidelidad y modelo de obediencia, y si la fidelidad y la obediencia juntas resultan en la amistad, que forma parte de lo que el Señor nos dice en la Última Cena, entonces, debemos entender a San José como modelo de fe, esperanza y caridad. Vemos la fe de José en el pasaje al que recién me referí: la anunciación a José. ¿Recuerdan lo más importante de ese pasaje? La pregunta que surge en José, «¿Voy a formar parte de esto?» Comenzar a entender lo que pasaba en el vientre de su amada, a comprender este plan maestro que se revelaba al mundo, y preguntarse, «¿Tengo un papel en todo esto? ¿Sería, acaso, mejor hacerme a un lado?» Y la Escritura nos dice, honestamente, que José ya lo había decidido, que estaba determinado a divorciarse de María en secreto. Pero vemos su fe en acción cuando, al igual que su predecesor en Egipto, muchos años antes, el Señor le habló en sueños y él confió en ese sueño. Actuó con fe y creyó que el mensajero que había venido en su sueño no era un fantasma de su imaginación, sino una voz real enviada por Dios que le decía la verdad. Que todo estaría bien, que no debía tener miedo, que María era y siempre sería su esposa, y que sería responsable del Salvador del mundo, del Hijo de Dios hecho carne. Por eso, creo que la fe de José se fundamentaba en que creía en la omnipotencia de Dios. De otra manera, ¿cómo podría haber pasado algo así? Solo era posible creyendo que Dios es Todo Poderoso, que Dios siempre tiene el poder para hacer lo que dice que hará. Y creo que la fe de José se fundamentaba no solo en la comprensión teórica de que Dios lo puede todo, sino también en el conocimiento de que Dios ya había prometido que haría exactamente esto. Mil años antes del nacimiento de Cristo, Dios le prometió a David «Edificaré una casa para ti; tu dinastía nunca caerá y enviaré a uno que será de tu casa y de tu linaje, y gobernará a mi pueblo». José sabía quién era. Quizás su parentesco con la familia real de Israel era muy lejano y la familia real de Israel había sido exiliada y casi había desaparecido en los siglos pasados, pero él sabía quién era y sabía lo que Dios había prometido, así que, ¿cómo podría no ser cierto? ¿Por qué no habría de ser cierto? Si Dios es Todo Poderoso, José podía confiar en Él.

Hay ecos de lo que pudo haber en el corazón de José, en la emotiva Carta de Pablo a los romanos. «Si Dios con nosotros, ¿quién contra nosotros?» Si Dios no se reserva nada, ¿por qué no habría de ayudarnos en nuestras necesidades? Y San Pablo sabía lo importante que era confiar en la omnipotencia de Dios, porque Dios, en su misericordia, y creo que, con sentido del humor, se lo recordaba todo el tiempo. «El Señor me ha dado una espina clavada en mi carne, para que no me envanezca. Tres veces pedí al Señor que me librara», escribe a los corintios, «Pero respondió “No, te basta mi gracia”». ¿Acaso no hemos pasado por alto? «Te basta mi gracia» Sí, tu poder es infinito, Señor, creo que eso basta.

Creo que el 98% (porciento) de nuestros problemas surgen del hecho de que olvidamos quién es Dios, que Dios es quien dice que es. Solo hay dos opciones, o Dios es omnipotente o no lo es. Y, si tienes un amigo que es omnipotente y te ofrece su ayuda, debes dejar que te ayude. Será más fácil así. Por eso, José, modelo de fidelidad, sabía que el Dios que creó el cielo y la tierra y todo lo que contienen, que el Dios que rescató a su pueblo de la esclavitud en Egipto, que el Dios que los trajo de regreso tras el exilio y les permitió reconstruir el Templo, que el Dios que nunca abandonó a su pueblo e hizo alianza con ellos, tenía el poder de hacer lo que dijo que haría por David, aun cuando José no se sintiera digno de semejante misión. Y, porque era fiel, podía ser obediente. Porque creía en la omnipotencia de Dios, José podía responder a las órdenes de Dios. Porque, después de todo, si Dios es omnipotente, entonces la parte difícil es responsabilidad suya. Si Dios, que es Todo Poderoso, nos da una misión que va mucho más allá de nuestras limitaciones, entonces, a menos que sea tonto o malvado, está en sus manos darnos el poder de hacer lo que nos manda. Y es precisamente la omnipotencia de Dios y la fe de José en el poder de Dios lo que hace la diferencia en la historia de la Encarnación. Si José hubiese confiado en su propia fuerza, se hubiera divorciado de María. Pero como confiaba en el poder de Dios, podía llevar a María, su esposa, a su casa, podían tener un matrimonio verdadero y bendecido, en el que él podía donarse totalmente con plena sinceridad. En otras palabras, la fe y la obediencia de José le dieron la libertad de responder con el don de sí mismo y abrazar su vocación.

¿A qué debemos responder? ¿Dónde es que necesitamos tener fe en la omnipotencia de Dios? ¿Acaso cualquiera de nosotros se enfrenta a un desafío mayor en el mundo moderno que vivir en castidad? En un mundo que piensa que no vale la pena y que somos tontos; un mundo que tiene un fuerte interés en vendernos cosas apelando a nuestros deseos sexuales, un mundo que tiene un fuerte interés en destruir a la familia. Pareciera que el mundo entero está contra nosotros si nos esforzamos por vivir la castidad. Pero Dios sigue siendo omnipotente. Y el Dios que te creó de la nada, que te creó en el seno de tu madre, que insufló tu alma para que tuvieras vida, el Dios que formó tu cuerpo y tu alma, Él, por su poder, puso tu alma a cargo de tu cuerpo, y tu cuerpo puede rebelarse contra tu alma, tu corazón y tu mente. Tu cuerpo puede exigir cosas que tu alma sabe que no debería tener. Pero el cuerpo no solo se rebela contra ti, también se rebela contra Dios. Y si eres un soldado raso y el enemigo comienza a atacar, no solo te agachas tratando de dispararles a todos tú solo. Llamas a los refuerzos del cuartel. Y Él envía tanques, aviones y tropas para ayudarnos. ¿Cómo no habría de hacerlo con Su poder? Entonces, si somos fieles como José y creemos en el poder de Dios, podremos, también, ser obedientes como él. Si Dios nos ordena hacer algo que va más allá de nuestras capacidades, entonces Dios nos dará la gracia y la fortaleza que necesitamos para hacer su voluntad. Si solo confiamos en nuestra fuerza, esto nos llevará al deseo, a la autocomplacencia, a las malas relaciones y todo tipo de cosas. Sin embargo, si confiamos en su fuerza, esta nos conducirá a la paz, a la pureza de corazón y del cuerpo, a la autenticidad y la alegría en nuestras relaciones. No porque trabajemos duro, ni porque confiemos en nuestra propia fuerza, sino porque confiamos completamente en Dios. Por eso, cada uno de nosotros, como individuos, debe ser fiel y obediente a la Iglesia. Quienes sirven en la Iglesia y quienes enseñan en nombre de la Iglesia, también deben ser fieles y obedientes, especialmente en lo que se refiere a la castidad y a las enseñanzas de la Iglesia sobre la atracción al mismo sexo y las relaciones y los actos homosexuales.

Cuando el Catecismo presenta esa enseñanza, en el párrafo 2357, dice que la enseñanza sobre los actos homosexuales se fundamenta en la Sagrada Escritura y ha sido enseñada consistentemente por la Tradición de la Iglesia. Es un lenguaje bastante inusual en el Catecismo, pero también es un lenguaje bastante específico que aparece en otros lugares cuando la Iglesia habla sobre la infalibilidad. Y la Iglesia dice que cuando se trata de una enseñanza sobre fe y moral, que claramente vemos que ha sido revelada por la Palabra de Dios y que la Iglesia ha enseñado consistentemente, generación tras generación, entonces no estamos tratando con un juicio prudencial o una enseñanza limitada por la cultura o el tiempo, sino con una verdad revelada que el Magisterio ordinario universal enseña de manera infalible. Y por eso, si alguien insinúa que esa enseñanza debe cambiar, o que podría cambiar, no estamos siendo fieles a lo que la Iglesia dice sobre su autoridad magisterial. Y es peor, mucho peor, cuando quien lo hace es un clérigo.

Cuando se ordena un diácono, un sacerdote o un obispo, o cuando se le asigna a una nueva misión, siempre hacemos un juramento de fidelidad con el que juramos a Dios que nos apegaremos firmemente a esas enseñanzas infalibles, que le enseñaremos a las personas a guardar estas enseñanzas, que rechazaremos otras doctrinas, que transmitiremos la esencia de la fe católica. Por eso, que un clérigo, ya sea diácono o sacerdote, obispo, arzobispo o cardenal, diga que esta enseñanza de la Iglesia puede cambiar y debería cambiar, es perjurio. Es una ofensa contra el octavo mandamiento; es romper el juramento de fidelidad que hicimos en nuestra ordenación y que hemos renovado. Tenemos que orar por todos los clérigos en la Iglesia para que sean como San José, fieles y obedientes en su apego y predicación de esta verdad que significa tanto para nosotros y para Dios.

José, como hombre justo y modelo de virtud, era ciertamente también un hombre de esperanza. La necesitaba bastante, porque pareciera que, cuando decidió formar parte de esta asombrosa misión, cada vez que pensaba que tenía todo resuelto, los planes cambiaban. José pensó, «Bueno, el ángel dijo que todo va a estar bien... María, formalicemos esto, ven a vivir conmigo a Nazaret» Luego, se puso a trabajar en el taller de carpintería haciendo, quizás, la cuna más bella que jamás hayan visto, el cambiador más perfecto de toda Galilea, y una cómoda para los pañales y la ropa de bebé que Nuestra Señora pacientemente hiló durante esos nueve meses. Todo era perfecto y estaba listo. José pensaba, «Será difícil, pero al menos estamos preparados; al menos, pude hacer algo concreto». Y, de repente, aparece alguien en la plaza con un mensaje de César Augusto: «Todos deben montarse en sus burros para ir a anotarse en el censo». Así que partieron a Belén. Y justo cuando se habían medio instalado en Belén, José tiene otro sueño: ¡Hora de ir a Egipto! Pero, antes de ir a Egipto, paran en Jerusalén, donde piensa que tiene todo bajo control y, de repente, de la nada aparece un anciano que toma al bebé de los brazos de su esposa, María, hace una oración al Señor, que es difícil de comprender, y le dice a su esposa que una espada le atravesará el corazón. Y, desde luego, también se trata del corazón de José, pues estaban casados, se entregaron todo el uno al otro. El corazón de María era también el corazón de José, el corazón de José era también el corazón de María. Sus almas estaban entrelazadas, esa espada atravesaría a ambos. No obstante, José se levantó e hizo lo que el Señor le ordenó: fue a Belén, al Templo, a Egipto, a Nazaret, porque era José, modelo de fidelidad, y sabía lo que Dios había prometido.

San Mateo es maravilloso, nos recuerda constantemente en su Evangelio que todo esto ocurrió porque Dios lo había dicho en el pasado y era para que se cumpliera la Escritura. ¿Por qué tenían que ir a Belén? Porque el niño tenía que nacer de la casa y el linaje de David, en el pueblo de David. ¿Por qué tenían que ir a Egipto? Porque Dios quería que el pueblo recordara que Él había estado con ellos todo el tiempo. Y por eso dijo, muchos años antes, «De Egipto llamé a mi Hijo». ¿Por qué no podían solo volver a Belén y preparar a Jesús para su papel como heredero de David? Porque Dios había prometido que sería llamado Nazareno, un hombre de sacrificio y de compromiso, un hombre de fiel devoción. Y José conocía esas promesas, era un «hombre justo», iba a la sinagoga, escuchaba la Escritura que se leía cada Sabbat. Con el tiempo, llevaría a su hijo con él e imaginaba el privilegio que sería sentarse junto a Jesús adolescente y escuchar con él las profecías que hablaban sobre su vida, su misión y su muerte. Pero José conocía las promesas del Señor. Sabía que Dios tenía un plan y que el plan de Dios siempre va más allá de nuestro entendimiento; sabía que la perspectiva de Dios es mucho más amplia que la nuestra. José sabía lo que Isaías había dicho en nombre del Señor, «Mis caminos no son sus caminos, como el cielo se alza por encima de la tierra, así sobrepasan mis caminos y mis pensamientos a los caminos y a los pensamientos de ustedes». Y cuando nos fijamos en eso, desde la perspectiva del pecado y la soberbia, pensamos, «Bueno, si no me vas a decir tu plan entonces haré mi propio plan». Pero para José, esas promesas eran un consuelo: «Gracias Señor, me alegro de que tú sepas lo que está pasando».

El otro día vi un tweet, creo que es de lo mejor que he visto en el internet. Esta joven escribió, «Jesús tiene un plan, no tengo ni la más mínima idea de lo que es, pero Jesús tiene un plan». José, que era modelo de fidelidad, siendo un hombre de esperanza, también podía ser modelo de obediencia a través de todas estas idas y venidas, de todas esas travesías y en todo lo que el Señor había dispuesto. De Nazaret a Belén, de Belén a Egipto, a través del desierto en la oscuridad, sin planes ni familiares ahí. No hablaba el idioma del lugar, no le esperaba ningún trabajo, no tenía dinero, excepto el oro que pudo obtener con la venta del incienso y la mirra. A través del desierto, en la oscuridad, siguiendo la orden del Señor, volviendo a Nazaret para llevar una vida oculta, confiando en cada momento que el plan de Dios se revelaría y que él no tenía que saberlo todo, sino que a medida que Dios se lo fuera revelando, paso a paso, estaría bien.

Una vez que hemos abrazado nuestra vocación a la castidad, la pregunta que queda es, ¿cómo se supone que será el resto de nuestra vocación? ¿Tendremos una vida normal? ¿Encontraremos una manera de satisfacer nuestros deseos de amar y ser amados, de ver y ser vistos, de entregarnos con seguridad a alguien más, de depender de los demás? A menudo es difícil ver cómo Dios será capaz de guardar esas promesas para con nosotros, pero Él sabe lo que hay en nuestros corazones y lo que nos va a satisfacer. Por eso José es también un modelo para nosotros de lo que significa vivir la virtud de la esperanza, ser fiel y creer en las promesas de Dios, confiando en que Él cumplirá sus promesas para con nosotros. Es difícil no poder ver el plan de Dios. No sé ustedes, pero si voy manejando en un barrio que conozco bien y mi GPS pierde la señal por un minuto, me pongo nervioso, me empieza a dar ansiedad y comienzo a gritarle cosas al teléfono, nada bien. Pero Dios no nos da un GPS para el camino de nuestra vida. Él nos muestra un paso a la vez, si tenemos suerte. No suerte, sino si estamos preparados, si no estamos tan centrados en nuestros propios pensamientos y planes al punto de no poder escucharlo. Él nos muestra su plan un paso a la vez, porque, desde luego, es malo quedarse atrás del Señor, pero es aún mucho peor adelantársele demasiado, entrar a territorio desconocido como si lo supiéramos todo, tratando de hacer todo por nuestra cuenta. Al menos, si nos quedamos atrás, podemos seguir las huellas que nos ha dejado, pero si nos adelantamos al Señor, estamos completamente por nuestra cuenta. Por eso nos pide que estemos cerca de Él y que lo sigamos paso a paso.

San John Henry Newman escribió un bello poema titulado El pilar de la nube, comúnmente conocido por su primer verso que dice, «Luz apacible, guíame». En él, habla sobre la columna de nube que guiaba a los israelitas durante el Éxodo. Creo que el Éxodo es el mejor modelo de nuestra vida espiritual. Muchos Padres de la Iglesia consideraban al Mar Rojo como nuestro bautismo y el cruce del Río Jordán como nuestra muerte, y todo el tiempo vagando en el desierto es una buena semejanza de lo que es la vida en la tierra. Y paso a paso, la columna de nube guio al pueblo a través del desierto. El libro de los Números habla sobre esta nube. Les voy a leer algunos versículos del final del capítulo nueve.

«El día en que se erigió el Tabernáculo» —el Tabernáculo era la tienda donde Moisés hablaba con el Señor— «La nube cubrió el Tabernáculo por el lado de la tienda del Testimonio, y hubo una apariencia de fuego sobre el Tabernáculo desde el atardecer hasta la mañana. Así sucedía siempre: la nube lo cubría de día, y la apariencia de fuego por la noche. Cuando la nube que estaba encima de la tienda se elevaba, los hijos de Israel se ponían en marcha, y en el lugar en el que la nube se detenía, ahí los hijos de Israel acampaban». ¿Lo ven? El libro de los Número continúa, «Conforme al mando del Señor, los hijos de Israel se ponían en marcha y de acuerdo con el mandato del Señor, acampaban. Todos los días que la nube se detenía sobre el Tabernáculo permanecían acampados. Cuando la nube permanecía sobre el Tabernáculo muchos días, los hijos de Israel respetaban la orden del Señor y no se ponían en marcha». Como vemos, cuando la nube se movía, el pueblo se movía, cuando la nube paraba, el pueblo paraba también. Continúa, «Había veces que la nube estaba unos cuantos días sobre el Tabernáculo; de acuerdo con el mandato del Señor acampaban, y de acuerdo con el mandato del Señor se ponían en marcha. Y había veces en que la nube estaba inmóvil desde la tarde hasta la mañana, y por la mañana la nube se levantaba, y entonces se ponían en marcha; o la nube estaba inmóvil día y noche y luego se levantaba, y entonces se ponían en marcha. Cuando la nube permanecía sobre el Tabernáculo, reposando sobre él dos días, o un mes, o más tiempo, los hijos de Israel acampaban y no se ponían en marcha y cuando ella se elevaba se ponían en marcha. De acuerdo con el mandato del Señor acampaban y de acuerdo con el mandato del Señor se ponían en marcha».

El papiro es caro. Escribir en hebreo sobre papiro es laborioso y toma tiempo. Y el Espíritu Santo tiene mejores cosas que hacer que repetirse a sí mismo una y otra vez. Por eso, lo que este pasaje me dice es, «existen pocas cosas más importantes en el discipulado que saber que «no hay que moverse hasta que la nube se mueva». Ya sea por un día o dos, una semana o dos, un mes o dos, muévete cuando Dios se mueve y detente cuando Dios se detiene. Espera hasta que te muestre el próximo paso. Y es así como somos capaces de sobrevivir, es así como podemos permanecer fieles y ser obedientes día tras día, con las molestias de cada día, con todos sus giros, con todos esos encuentros y responsabilidades que no esperábamos. Si esperamos la orden del Señor, si esperamos en Él, si confiamos en su guía, entonces, como San José, podremos ser fieles y obedientes al Señor. Esta es una responsabilidad de toda la Iglesia, especialmente en lo que se refiere a la castidad. Porque la fe nos dice que Dios nunca ordena algo sin dar también la gracia para llevarlo a cabo. La castidad es posible. No siempre es fácil, se vuelve cada vez más fácil con la práctica, pero a veces sorprende. Fuimos hechos para la castidad. La castidad responde a la manera en que hemos sido creados, a los deseos más profundos de nuestro corazón.

Insinuar que vivir en castidad es imposible, es herejía, como dijo una vez el cardenal Francis George, de Chicago, en una reunión. Lo invitaron porque el evento fue en Chicago. Era una reunión de ministerios LGBT. Creo que los organizadores no pensaron que iría, pero el cardenal sí fue y dijo, «Insinuar que es imposible que las personas con atracción al mismo sexo vivan en castidad es, en efecto, negar que Jesucristo resucitó de entre los muertos». Si Jesús cumplió esa promesa, cumplirá todas sus otras promesas. Si lo dijo y cumplió su palabra, si vive y ha conquistado el pecado y la muerte, ¿cómo podemos decir «esto es demasiado para mí»? Debemos poner nuestra esperanza en el Resucitado, quien nos da la gracia que necesitamos para hacer su voluntad.

Habiendo estado, pues, por todo el mundo antiguo y habiendo luego vuelto finalmente a su hogar en Nazaret cuando Jesús era ya un niño y no necesitaba más la cuna ni la ropa de bebé, José tenía que dedicarse de nuevo a su trabajo y su vida diaria. Y es así como vemos a José, el «hombre justo», el hombre de virtudes, confiando y respondiendo a la virtud teologal de la caridad. Él conocía la Escritura, creía lo que Dios había dicho. Creía que la misericordia de Dios dura para siempre, como lo dijo Dios a los israelitas, «Yo seré su Dios y ustedes serán mi pueblo; soy suyo y ustedes son míos. Los llevo tatuados en la palma de mi mano. Los amo más que una madre a sus hijos; Aunque una madre se olvidara de sus hijos, yo no los olvidaré». José escuchó estas y muchas otras palabras similares cada Sabbat y sabía que todo lo que tenía venía del amor y la misericordia de Dios. Y así, en su fidelidad, estaba resuelto a dar todo lo que tenía como don a Dios.

Luego, como si su vida de justicia y virtud, de israelita ejemplar, no fuera suficiente, tuvo también el singular privilegio de servir a Dios hecho carne. De cargar a Dios en sus brazos, de cambiarle el pañal y ayudarle a comer. Tuvo el privilegio de enseñarle a caminar, de enseñarle a leer, de enseñarle hebreo, de enseñarle las Escrituras. Pudo servirle en la carne, donarse a Dios plenamente en el amor de un modo privilegiado. Por eso, cada madero que martillaba y nivelaba, cada roca que levantaba, cada puerta que hacía, cada pared que construía, cada mesa que lijaba, desde las primeras horas de la mañana en su taller, hasta tarde por la noche, asegurándose de terminar todo; cada astilla en su mano, cada nudillo lastimado, cada músculo adolorido. Cada partícula de polvo en sus ojos, cada gota de sudor y de sangre, todo era por Jesús y María. No sé si existe una mejor definición de discipulado. ¿Cómo define Jesús al mayor amor? Dar la vida por los que uno ama. Y José dio su vida por el Señor, y el Señor nos llama a imitar esa donación de uno mismo.

La Iglesia nos dice que solo a través de la donación sincera de uno mismo el ser humano es capaz de conocer verdaderamente quién es. Que nos convertimos en quienes somos solo cuando nos donamos. San Pablo nos recuerda que estamos llamados y obligados a donarnos, a ofrecernos a Dios, a donarnos a la gente que Dios ama, por el gran amor de Cristo por nosotros que quedó manifiesto, como dice San Pablo, en el hecho de que «Cristo murió por nosotros cuando aún éramos pecadores». No lo merecíamos entonces, ni lo merecemos ahora. No hay nada que podamos hacer para ganarlo, ni hay nada que podamos hacer para perderlo. Podemos rechazarlo e ignorarlo, pero su amor no depende de lo que pensemos de nosotros mismos o de si estamos avergonzados o si nos sentimos valientes o un poco de ambos. Si quieres avanzar en la vida espiritual, debes darte cuenta de que Jesús verdaderamente te ama y tienes que lidiar con eso. Sería mucho más fácil si no te amara. Sería mucho más fácil si Dios fuera como tantas personas en nuestra vida cuyo amor por nosotros es contingente, cuyo amor por nosotros depende de si decimos o hacemos lo correcto. Así sabríamos las reglas, pero la única regla es que Él siempre, siempre nos ama. Y en ningún momento podemos justificarnos diciendo, «Se olvidó de mí, estoy solo, no le importo, no sabe lo que necesito, escogeré lo que quiero». Hacemos esto todo el tiempo porque olvidamos quién es Dios y cómo nos ama. Pero Jesús les dice a los apóstoles, después de que les explica la amistad, «Como mi Padre me ama, así los amo». ¿Cómo ama el Padre al Hijo? Infinitamente, eternamente, entregándole todo. Como el Padre ama a Jesús, así Jesús te ama y quiere una respuesta a su amor. Tan impresionante amor por nosotros requiere una respuesta y es ese don de nosotros mismos por amor a Él, lo que nos hace quienes somos y nos muestra cómo vivir.

¿Cómo se supone que la Iglesia debe amar a las personas que experimentan atracciones hacia el mismo sexo? Bien, la Iglesia debe darles la misma acogida que les daría el Señor. ¿Cómo nos acoge Jesús? Piensen en la tarde en Cafarnaúm cuando le habló a la gente sobre el Pan de Vida. Esto pasó el día después de que caminó sobre las aguas y multiplicó los panes y los peces, y la gente vino a Cafarnaúm para que los alimentara de nuevo, pues querían ver otro milagro. Y Él les dijo, «Escuchen, si lo quieren, tengo algo mucho mejor para ustedes, Yo soy el Pan de Vida», y les empieza a decir quién es y cómo quiere darse a ellos y luego les dice, «Todo lo que me da el Padre viene a mí, y al que venga a mí yo no lo rechazaré». La acogida que Jesús nos da es absoluta. «Ven, eres bienvenido, no serás rechazado». Si te identificas como gay, si vives como el sexo opuesto, si batallas con la castidad, o si batallas cumpliendo con cualquiera de los mandamientos, «ven, eres bienvenido». Pero hay un propósito detrás de esa acogida. Tan solo unos versículos más adelante, aún en el capítulo 6 del Evangelio de Juan, Jesús dice, «Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre... está escrito en el libro de los Profetas: "Todos serán instruidos por Dios". Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza, viene a mí». La bienvenida es absoluta y tiene un propósito. «Ven, eres bienvenido, no serás rechazado, tengo algo que decirte. Te diré todo lo que oí de mi Padre, luego seremos amigos y entonces podrás responder y guardar mis mandamientos». Esa es la bienvenida que la Iglesia ofrece.

Como dijo una vez el cardenal Vincent Nicholls a un grupo de católicos que experimentan atracción hacia el mismo sexo, «La Iglesia nos ama tanto, que sale a nuestro encuentro ahí donde estamos. Pero nos ama aún mucho más como para dejarnos donde estamos, si el lugar donde necesitamos estar, está más cerca de Dios». Y como dijo la Congregación para la Doctrina de la Fe, «todo alejamiento de la enseñanza de la Iglesia, o el silencio acerca de ella, so pretexto de ofrecer un cuidado pastoral, no constituye una forma de auténtica atención ni de pastoral válida». Solo lo verdadero puede ser pastoral, y el alejamiento o el descuido de las enseñanzas de la Iglesia les impide a las personas que experimentan atracción al mismo sexo recibir la atención pastoral que necesitan y a la que tienen derecho.

Ustedes están aquí porque aman al Señor. Están aquí, sobre todo, porque saben cuánto los ama el Señor y, respondiendo a su amor, se esfuerzan por ser fieles a las enseñanzas de la Iglesia y obedientes en la manera en que viven sus vidas. Si queremos convertir al mundo, si queremos convertir a un autor o predicador en particular, si queremos convertir a un grupo o ministerio en especial, tenemos que tener presente que probablemente ellos ya saben lo que dice el Catecismo, pero es posible que no sepan cuánto los ama Dios, que no sepan que Dios quiere ayudarles a vivir su plan, que quiere que vean que, si están cerca de Él, es posible vivificante y satisfactorio. Necesitamos orar por ellos y darles testimonio, no golpearlos en la cabeza con la doctrina. Necesitamos pedirle al Señor que les haga saber cuánto los ama.

Hemos escuchado una y otra vez esa frase que probablemente escuchan cada 19 de marzo en la Fiesta de San José: que José no dijo nada en las Escrituras, que los Evangelios no registran ninguna palabra de San José. No es cierto. Hay un registro no solo en uno, sino en dos Evangelios, de la palabra más importante que José, o cualquier otra persona en la historia de la creación, haya dicho. Mateo 1, 25 dice: «Y él le puso el nombre de Jesús». Lucas 2, 21 dice: «Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se le puso el nombre de Jesús». ¿Quién le puso nombre? José. No era permitido que María estuviera en la habitación. Cuando el mohel dijo, «¿Cuál es el nombre del niño?», José dijo, «Jesús». Y si esa es la única palabra que José dijo en su vida, era la única palabra que necesitaba decir. José proclamó al mundo entero «Jeshua», Dios el Señor salva a su pueblo. Esa es la palabra que tiene que estar en nuestros labios todos los días. Esa es la única palabra que nos permitirá y nos ayudará y nos llevará a ser más cómo San José, a ser más como la Virgen María. Ese nombre santo. En el Catecismo leemos «El Nombre que todo lo contiene es aquel que el Hijo de Dios recibe en su encarnación: JESÚS... El Nombre de Jesús—que significa “el Señor salva”— contiene todo: Dios y el hombre y toda la economía de la creación y de la salvación. Decir “Jesús” es invocarlo desde nuestro propio corazón. Su Nombre es el único que contiene la presencia que significa. Jesús es el resucitado, y cualquiera que invoque su Nombre acoge al Hijo de Dios que le amó y se entregó por él».

Sé que hay días en los que tienen miedo. Miedo de ustedes mismos, miedo de su cuerpo, miedo de un ser querido. Miedo de algo que han dicho y desearían no haberlo hecho; miedo del futuro, de la incertidumbre. Sé que hay días en los que se sienten solos y aislados, días en los que es fácil creer que no hay ninguna persona en el planeta, ni ninguna alma en el cielo que los vea, los conozca o a la que le importen. Sé lo que es sentirse alejado de Dios y no saber cómo volver a Él y sólo poder ver lo largo que se ve el camino; sé lo que es sentirse perdido y desear abandonarse a la desesperación. Sé que a veces sienten eso. Y lo que se necesita en ese momento no es un gran plan o algo para pagar por sus errores. Lo que se necesita en ese momento es una palabra que lo contenga todo. Decimos «Jesús» y aquí está. Decimos «Jesús», y está en nuestros labios y nuestro aliento antes de que la palabra escape de nuestra boca. Decimos «Jesús», incluso pensamos «Jesús» y Él está en nuestras mentes, nuestros corazones y nuestras almas, está en nuestros cuerpos y entre nosotros. Hace su morada entre nosotros. Decir el nombre de Jesús es invocarlo y llamarlo, y Él aparece. Y José, modelo de fidelidad, siempre creyó que Dios salva a su pueblo. José, modelo de obediencia, puso su vida entera al servicio de Aquel por quien y en quien Dios estaba salvando a su pueblo. José, el hombre de fe, esperanza y caridad, creía, esperaba, y amaba a Aquél que Dios envió para salvar a su pueblo, con todo su corazón, con toda su mente, con toda su alma y con todas sus fuerzas, porque era un hombre justo que solo tuvo que decir una palabra: Jesús.

Quiero rezar con ustedes por un minuto y parafrasear una oración de San Francisco de Asís:

Sumo y glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y verdadero mandamiento a imitación de San José, por amor a la Virgen María e invocando siempre tu santo nombre, Jesús. Amén. Muchas gracias y que Dios los bendiga.


¿Servir a los demás es una manera de orar?

¿Servir a los demás es una manera de orar?

Por Lícia Pereira de Oliveira, f.m.r.*


Tratemos de empezar a responder a esta pregunta leyendo un pasaje del evangelio de Lucas:

Yendo ellos de camino, entró en un pueblo; y una mujer, llamada Marta, le recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres. Acercándose, pues, dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude.» Le respondió el Señor: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada» (Lc 10, 38-42).

Las palabras que Jesús dirigió a Marta en su casa no pocas veces han sido interpretadas como oposición entre la acción y la oración, con el privilegio de la última. Pero ¿será que éste era el problema que Jesús estaba señalando? ¿Será que le parecía bien que Marta se quedara sola con todo el servicio doméstico? ¿Será que Jesús no valoraba la premura de Marta en servir a sus huéspedes?

La cuestión debe ser vista desde otro ángulo para entender lo que Jesús dulcemente reprocha en Marta. El problema está en su actitud interior: Marta se preocupa y se agita. Los términos usados en el griego, lengua original de los evangelios, indican ansiedad y angustia, así como turbulencia interior. Jesús, gran conocedor de los corazones humanos, está percibiendo en su amiga un estado de ánimo que contrasta con el de su hermana. El punto no es que Marta prefiere el trabajo antes que la contemplación, el punto es como ella está realizando su trabajo: con angustia e intranquilidad.

El contraste con la hermana se nota, repetimos, en la actitud interior. María elige la mejor parte, no tanto porque escogió estar sentada a los pies de Jesús, sino porque no permitió que nada haya venido a robar la paz y la serenidad de su corazón, podríamos incluso hipotetizar que luego ella se haya levantado para ayudar a su hermana.

Pero, hay otro elemento en la actitud de Marta en el que a veces no ponemos atención: la cercanía con Jesús. Ella se siente en total confianza con Él, a tal punto que puede libremente “regañarlo”. Esta cercanía con Él se revelará en un modo mucho más pleno en el evangelio de Juan, cuando el Señor resucita a Lázaro (cf, Jn 11, 1-44). En el texto de Lucas, María es quien se lleva las palmas del comportamiento de la auténtica discípula, en el cuarto evangelio, Marta es quien sobresale: «Cuando Marta supo que había venido Jesús, le salió al encuentro, mientras María permanecía en casa». (Jn 11, 20). En este encuentro, Marta, nos revela lo mucho que conoce a Jesús:

Dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá.

Le dice Jesús: «Tu hermano resucitará».

Le respondió Marta: «Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día».

Jesús le respondió: «Yo soy la resurrección, el que cree en mí, aunque muera, vivirá y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?».

Le dice ella: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo».

En una situación de mucha turbación interior, Marta va al encuentro de Jesús y le rinde el corazón, poniendo en Él toda su confianza.

¿De qué modo las hermanas de Betania pueden iluminarnos en nuestra vida cristiana? Lo primero es que no hay que oponer el servicio al prójimo, a la oración. La oración no puede ser una excusa para no servir, como el servicio no puede serlo para no orar. Entre oración y servicio existe una relación de compenetración. Así, podemos afirmar sin temor, que servir al hermano es una forma de oración y que la oración da sentido al servicio al hermano.

Otra luz que podemos recibir de la experiencia de Marta y María es que lo que importa no es lo que uno hace, sino cómo lo hace. Si estoy a los pies del Señor ante el Sagrario, pero estoy preocupado y agitado por muchas cosas, en verdad, no estoy escuchando a Jesús; por otro lado, puedo estar repleto de trabajo, de cualquier tipo, pero mi interior está en paz porque lo que deseo es hacer todo por amor a Dios, para su Gloria y para el bien de los hermanos.

Finalmente, Jesús mismo se identificó con aquellos hermanos que necesitan nuestro servicio: los hambrientos, los enfermos, los extranjeros y encarcelados (cf. Mt 25, 37-40). ¡Servir al hermano es servir a Jesús! Una vez más afirmamos: la caridad es una hermosa forma de oración, pero estar a los pies del Señor es lo que llena de sentido mi servicio al hermano, es lo que hace que no sea filantropía, sino un acto de amor.

* Licia Pereira es laica consagrada de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación y en estos momentos reside en Brasil con su comunidad.

 

 


Recursos pastorales para el acompañamiento de personas que experimentan AMS

 

Recursos sobre el acompañamiento pastoral
de personas que experimentan atracción al mismo sexo

(Haga clic en el recurso que desee leer)

 

Documentos magisteriales

Persona humana: Declaración acerca de ciertas cuestiones de ética sexual, Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF), 1975.

Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la atención pastoral a las personas homosexuales, (CDF), 1986.

Extracto de las enseñanzas del Catecismo de la Iglesia Católica sobre la castidad y la homosexualidad: Numerales 2357-2359

"Ministerio a las personas con inclinación homosexual: Directrices para la atención pastoral", Conferencia Episcopal de los Estados Unidos (USCCB), 2007

 


Recursos varios

"Catequesis sobre la homosexualidad", William Newton.

• "Acompañamiento espiritual para personas que experimentan atracción al mismo sexo", P. James McTavish.

• "Una etiqueta que perdura", P. Paul Scalia.

• "Siete cosas que desearía que mi párroco supiera sobre mi homosexualidad", Jean C. Lloyd

• "Mamá…papá, soy gay: ¿Cómo debe responder un padre de familia católico?", David Prosen. 

 


Courage Internacional

• Preguntas frecuentes

• Las 5 metas de Courage 

• Las 5 metas de EnCourage

• Manual para capellanes de Courage y EnCourage

• «En Courage logran cambiar de vida: no porque abandonen una atracción, sino porque eligen la virtud», - Entrevista en Religión en Libertad

• Folleto para sacerdotes

 


Videos

• El verdadero enfoque pastoral a la cuestión LGBT

• "Deseo de los collados eternos": Testimonios de tres miembros de Courage (documental subtitulado en español).

• Vistiendo santos: la atracción al mismo sexo (AMS) y el servicio - Entrevista a un miembro de Courage

• "La homosexualidad y la Iglesia Católica": la experiencia personal de dos jóvenes católicos que experimentan AMS (video subtitulado al español).

 


Folleto EnCourage (para imprimir)

Folleto EnCourage para imprimir

La oficina de Courage Internacional pone a disposición de todos los capítulos de habla hispana este folleto para la promoción del apostolado en sus diócesis. El folleto está listo para imprimirse en formato PDF. En la parte posterior, hay un espacio en blanco en el que pueden incluir la información de contacto de su capítulo local. Para descargar el folleto, haga clic en la imagen o aquí.

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Sin la castidad no puedo tener una relación con Dios: Testimonio de Bárbara, miembro de Courage


Sin la castidad no puedo tener una relación con Dios

Testimonio de Bárbara, miembro de Courage


Solía llamarme a mí misma homosexual. Me bautizaron en la Iglesia Católica cuando era pequeña, para formar parte del reino de Dios, pero no lo sabía. Mi identidad no estaba bien formada. No sabía que era amada.

Uno de mis primeros recuerdos es de cuando tenía 3 años de edad. Recuerdo ver a mi padre llegar a casa del trabajo (algo poco usual porque casi siempre llegaba cuando ya estábamos dormidos). Cuando entró a la casa, él y mi mamá se saludaron con un beso y un abrazo. Como mis padres no eran cariñosos con nosotros, los niños, mi respuesta interior fue, «¿por qué se abrazan y se besan el uno al otro y por qué nadie me abraza ni me besa a mí?» Eso me hizo creer que no era lo suficientemente buena, aceptable ni digna de ser amada. Estaba muy necesitada de atención.

Mi madre tenía un fuerte sentido de su femineidad. Estaba orgullosa de sí y de su maravilloso cuerpo. Era fuerte en su identidad, ¡yo no! No podía estar a su altura. No podía competir con lo maravillosa que era mi madre. Ya que mi hermana era el «chivo expiatorio» de la familia, yo la evitaba para que no me trataran como a ella. Yo rechazaba la identidad femenina, trataba de ser un niño, pero terminé siendo una inadaptada social; no quería crecer. En mi corazón decía: «No seré como ella…mi madre». No me daba cuenta de que me estaba rebelando contra Dios.

No teníamos comunicación abierta ni honesta en mi hogar. No hablábamos sobre nuestros sentimientos y temores; aprendí a rechazar mis sentimientos y necesidades. Mis padres se preocupaban por mí, pero no me conocían.

Cuando era niña, no sabía que Dios me amaba. Me consideraba indigna de ser amada, no veía en mí nada por lo que sentirme agradecida. Hasta donde puedo recordar, siempre me sentí atraída por las mujeres. Trataba de escapar del hecho de ser una niña, pero no era posible. A menudo tenía problemas en la escuela y me enviaban a la oficina del director. Me preguntaban si quería hablar con el consejero o la consejera. Respondía, «No sé ni me importa». Ese era mi mantra —«No sé ni me importa»— pero sí me importaba.

Tuve algunas experiencias negativas en mi niñez. Haber visto la pornografía explícita de mi papá, a la edad de 10 años, fue una impresión terrible para mí. Me sentí devaluada. Eso reafirmó mi creencia de que ser mujer no era ni bueno ni seguro. Nunca se lo conté a nadie.

Ansiaba que me pusieran atención. No tenía ninguna conexión con Dios, ni fe. La Iglesia era solo otro lugar al que tenía que ir con sombrero y vestido. Yo deseaba jugar deportes, quería tener aventuras como las que tenían mis hermanos en los Boy Scouts, pero eso no era para niñas, no, no.

Solo tuve un par de citas con chicos de la escuela preparatoria. Eso no funcionó para mí. Nunca tuve confianza en mi femineidad. No era deseable como mi madre. Era una inadaptada. Era homosexual. Lo sabía, pero no lo decía. Creaba vínculos emocionales secretos con maestras y algunas estudiantes, tratando de ocultar mis verdaderos anhelos. Si la «cirugía» hubiese estado disponible, me hubiera sometido a ella.

Después de la preparatoria, comencé a beber en exceso. Estaba muy aislada. Conocí a Gail, una compañera de trabajo. Yo tenía 19 años, ella 31. Pasábamos mucho tiempo juntas. Me obsesioné con ella, mi única amiga. La seguía como un cachorro. Ella era suave y bella, una alcohólica que fomentó mi gusto por la bebida. Tuvimos una relación seria por un año y medio. Obtuve lo que anhelaba, pero ella era criticona y terminó rechazándome por mi horrible comportamiento a causa de la bebida. Fue totalmente devastador para mí, un golpe absoluto. Mi vida había terminado. Nunca había admitido ser gay. No sabía a dónde ir ni a quién contárselo. Estaba sola y sin amor.

Reaccioné desesperadamente para escapar del dolor emocional. A los 21 años me casé con un hombre que era verbal y emocionalmente abusivo, además era violento. Recibí mucho abuso de su parte creyendo que me lo merecía. Pensaba, «Al menos alguien me necesita para algo». En poco tiempo él terminó con mi hábito de ir a misa los domingos. Aunque no tenía fe, creo que ir a misa era para mí una especie de protección espiritual. Cuando dejé de hacerlo, lo único que siguió protegiéndome fueron las oraciones de mi madre...todos esos rosarios. Mi autoestima fue de mal a peor. Mi experiencia confirmó mi creencia de que los hombres me odiaban, por eso los odiaba. Lo bueno es que tuve dos hijos. La identidad de madre me ayudó. Después de cinco años escapé por el bien de mis hijos. Si no hubiese sido por esos niños, me hubiera quedado ahí y hubiese dejado que me matara. En verdad era un alma perdida.

No estaba mucho mejor sola. Anduve de lugar en lugar y, finalmente, terminé en Michigan. Aún era demasiado inmadura, bebía mucho y fumaba mariguana tratando de escapar del dolor de ser yo. Dormí con docenas de hombres tratando de demostrar que no era gay. Esto me hundió aún más en la confusión y la oscuridad. No creía en nada ni en nadie; no tenía fe ni respeto por mí misma.

Tenía una amiga cristiana que me dijo que rezaba por mí y que podía llamarle en cualquier momento. Le llamé una vez a las 2 a.m. y me dijo, «Jesús solo está esperando que lo llames». Así que recé, «Jesús, si eres real, házmelo saber, porque no puedo seguir adelante». En ese momento lo supe. Tuve una experiencia espiritual transformadora. Al día siguiente comencé una vida nueva. Dejé de salir todo el tiempo; dejé de fumar mariguana y ya no tomaba tanto. Comencé a ir a la iglesia, tomé clases de Biblia, hice nuevos amigos, e incluso cocinaba la cena de mis hijos. No me había arrepentido ni nada, solo había implorado a Dios y Él me había dado el don de la fe y el Espíritu Santo. Después de haber encontrado a Jesús, comencé a rezar por mi hija, «Por favor, Dios, no permitas que sea como yo». No es como yo; «gracias, Señor».

Pero yo aún era una homosexual. Sabía que en la iglesia no querían escuchar eso, así que seguí negándolo y evadiéndolo. Escuchaba las enseñanzas y las acogía en mi corazón —no estaba bien ser homosexual. Después de algunos años, entablé una relación seria con Ruth, una compañera conductora de autobús. Ella se convirtió en el centro de mi vida y mis sentimientos. Traté de luchar contra ello, pero era una gran obsesión. Me sentía arrastrada hacia ella. Tuvimos una relación que duró más de un año.

Luego, hablé con dos mujeres de la iglesia y rompí con Ruth. Dijeron, «no eres una de ellas». Así que continué por el mismo camino de evasión y negación. Si no era gay, entonces no había ningún problema. Pero al no enfrentar directamente mi debilidad, ni confrontar mi comportamiento, no veía la necesidad de cambiar. No estaba segura. El problema estaba en mí, en mi identidad o en la falta de ella. Estaba muy desconectada de mí misma. Quería seguir al Señor, pero seguía siendo inmadura, vulnerable. Pasaron algunos años y comencé a pasar mucho tiempo con otra mujer en particular. Me resistía a involucrarme sexualmente con ella, cuando escuché sobre Leanne Payne y fui a su conferencia (para curar a homosexuales). No funcionó para mí. No fui muy abierta y no me gustó cómo presentaban a las mujeres, supuestamente transformadas, vestidas con faldas cortas y maquillaje, con el fin de atraer a los hombres. No podía ser rescatada por las oraciones y los esfuerzos de otros, debía decidir qué reino servir. A lo largo de mi vida siempre me había preocupado mi apego a las mujeres. Estaba obsesionada con el deseo de estar cerca de la suavidad de una mujer. A mí misma me faltaba suavidad, femineidad.

Para entonces, mis hijos estaban creciendo y yo bebía cada vez más y comencé a asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Para permanecer sobria debía ser honesta. Después de casi un año, «salí del clóset» admitiendo ante Dios, ante los demás y a mí misma que era gay. Fue un gran alivio después de haberlo negado y ocultado durante toda mi vida. Fue importante admitir que era homosexual. La sexualidad de toda persona es una parte muy importante de su identidad. En ese momento tuve la oportunidad de elegir qué hacer. Luego, tomé el rumbo equivocado. Decidí seguir mis deseos (había muchas lesbianas en Ann Arbor, Michigan). Me encantaba pasar tiempo con mujeres gay, ir a bailes de mujeres con mis nuevas amigas. Ellas me aceptaban como era. Sentía que pertenecía ahí; no me sentía rara. Adopté la identidad gay. Finalmente podía elegir con quién bailar. Al poco tiempo encontré a Jackie, una mujer cristiana que también buscaba una relación. Nos juntamos. Ella se mudó a mi casa. Inmediatamente abandoné la Iglesia Católica porque respetaba a la Iglesia y no podía reconciliar mi conducta con mi fe. Decía «no puedo hacer esto», sin embargo, continué por 15 años.

Batallaba con el hecho de identificarme como gay y cristiana al mismo tiempo. Primero me identifiqué como gay, luego como cristiana. De hecho, era ambos. En Alcohólicos Anónimos aprendí a ser sincera conmigo misma. Durante este tiempo estaba siendo honesta con mi parte gay, pero no con mi parte cristiana. Estaba cediendo ante el deseo avasallador de amar y ser amada por una mujer.

La relación me parecía bien. Viví la experiencia de estar cerca de alguien que me amaba realmente y eso fue bueno— todo mientras asistía a las reuniones de doce pasos donde aprendí mucho sobre la vida y sobre conocerme y aceptarme a mí misma. Jackie se convirtió en una amiga maravillosa y leal. Éramos pareja. Era amada, ya no estaba sola. Llegué a aceptar la idea de que no estaba haciendo nada malo. Dios anhela perdonar al corazón arrepentido. El peligro viene cuando no sentimos más la necesidad de arrepentirnos. Había sido engañada. Era inmadura, vulnerable y me movían mis necesidades según las percibía. De hecho, son necesidades reales que no pueden satisfacerse fuera de la voluntad de Dios. Me juntaba con personas que me decían que las relaciones entre personas del mismo sexo estaban bien con Dios. Leí libros que reinterpretaban y redefinían las palabras de la Escritura. Estaba inmersa en el engaño del pecado. Andaba por el camino que conduce a la muerte espiritual. Vivía en un engaño y estaba en problemas, sin embargo, no lo aceptaba. Solía decir pequeñas oraciones como «ayuda». Rezaba, «Dios, por favor, ayúdanos a amarnos con tu amor».

Buscaba la felicidad y la satisfacción en los lugares equivocados. Seguí trabajando el programa de doce pasos, excepto el paso once (Buscamos a través de la oración y la meditación mejorar nuestro contacto consciente con Dios, como nosotros lo concebimos, pidiéndole solamente que nos dejase conocer su voluntad para con nosotros y nos diese la fortaleza para cumplirla). Tenía miedo. No confiaba. ¿La voluntad de Dios? ¿Y qué había de mi voluntad? Me distancié de Dios porque yo no era lo que debía ser. Luego, un día, después de estar diez años con Jackie, decidí darle una oportunidad a Dios. Ocurrió cuando comencé mi rutina diaria de salir a caminar por las mañanas para hablar con Dios. Comencé a hablar abiertamente con Él admitiendo mi situación, mis sentimientos de no ser aceptable a sus ojos. A medida que pasaron los días, me di cuenta de que no sentía ningún tipo de condenación; ningún rayo me había fulminado. Así que, gradualmente, me fui abriendo, haciendo preguntas como, «¿será que vivo engañada?» Dios aprovechó cada pequeña grieta que abrí. El Espíritu Santo entró por esas grietas para abrir mi corazón al Señor. Me di cuenta de que tendría que tomar una decisión. Sentí que Jesús me llamaba diciendo, «Regresa, Bárbara, vuelve a casa». Dios mismo vino a buscarme a mí, su oveja perdida. Es cierto lo que Jesús nos dice, «No te dejaré ni abandonaré» (Heb 13, 5), también son ciertas aquellas palabras del salmo 139, «¿Adónde iré lejos de tu espíritu, adónde podré huir de tu presencia? Si subo hasta el cielo, ahí estás tú, si me acuesto en el Seol, allí estás».

Finalmente, mi respuesta al Señor fue dejar las relaciones homosexuales. Sabía que debía tomar una decisión, no podía tener ambas cosas. En la primavera del 2009 elegí a Jesús para vivir obedientemente en la fe. Ese fue el comienzo. Aún me consideraba homosexual, pero no tenía que cambiar mi identidad para obedecer la palabra de Dios. Me ha tomado tiempo dejar de considerar el ser gay como mi identidad primaria. Un versículo que aplica a mi situación dice: «Acuérdate de todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, para probarte y para conocer lo que había en tu corazón: si ibas a guardar sus mandamientos o no» (Deuteronomio 8,2). Estoy tan agradecida de encontrar ese amor de Dios en mi corazón, por encima de todo lo demás. Así pues, lo dejé todo por la alegría de conocer a Jesús mi Señor. Así comenzó el proceso de aprender a vivir con atracción al mismo sexo en la gracia y la misericordia de Dios. No puedo ser sincera conmigo misma si no soy sincera con mi Dios. He sido humillada por mi pecado.

Estoy aprendiendo a enfrentar el vacío y el anhelo en mí que debe llenarse con algo. No se trata solo de atracción física, sino de identidad y emociones, de tener una conexión. Muero por el amor de una madre y también por el amor de un padre. Elijo el camino de Dios. Él es mi creador, mi Dios Padre. Él tiene un plan para mí, «designios de paz y no de desgracia» (Jer 29,11). En Alcohólicos Anónimos aprendí que experimento un respiro diario a medida que cuido mi condición espiritual. Esto también ocurre con el pecado. Regresé a la Iglesia Católica donde siento que el Señor me dice, «bienvenida a casa sierva rebelde e infiel». Luego encontré EnCourage y Courage, un grupo maravilloso y de cristianos entregados. Las Metas de Courage muestran el camino. Sin la castidad no puedo tener una relación con Dios. No podemos hacerlo solos.

 

Liberación sin límites y ministerio de sanación

Hacia el final de la sesión de oración, le pedí a Dios que me diera un corazón de mujer, porque me veía como alguien inferior, dudando siempre de mi femineidad. La persona que lideraba la oración dijo: «¡Ya tienes un corazón de mujer!» Digo, «Gracias, Señor». Decido creerlo. Creo que Dios me creó bien, fui yo quien se perdió en el camino. Ahora me está recreando —un milagro. Estoy en el camino hacia la plenitud. En el nombre de Jesús renuncio a mis deseos desordenados.

En mis primeros años como cristiana deseaba, desesperadamente, ser aceptada y aprobada. Traté de ser una sierva buena, de seguir las reglas, de llegar a tiempo evitando dar problemas. Traté de ocultar mis miedos, mis debilidades y mis pecados. No funcionó. Siempre terminaba sobrepasando los límites, buscando un escape para conseguir lo que necesitaba. Inspirada por el salmo 51, «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en mi interior un espíritu firme», con frecuencia rezaba: «Que brille tu luz en cada rincón de mi corazón. Que no quede nada de oscuridad». Él escuchó y respondió a mi oración sincera. Tomará el resto de mi vida. Quiero ser casta y estar sobria cuando muera.

 

Palabras del Señor que transformaron mi vida

—¡Dios, necesito ser especial! No puedo ser solo una más de las personas que amas.

Él me respondió:
—Te creé para llenar un lugar en mi corazón que nadie más puede llenar.

Viendo a una joven después de misa pensé, «Dios tiene un buen plan para su vida»
—Pero ¿cuál era tu plan para mi vida, Señor?

Él me contestó:
—Mi plan era que me conocieras.

He decidido seguir a Cristo.


El examen de conciencia: una hermosa oración


El examen de conciencia: una hermosa oración

Lícia Pereira de Oliveira, f.m.r.*

Cuando se habla de examen de conciencia lo primero que viene a la mente es la lista de los pecados que debemos confesar para recibir el Sacramento de la Reconciliación, y si bien ello es cierto, es algo más. El Examen de Conciencia es una oración [1] y como tal nos une a Dios, siendo así parte de nuestra vida espiritual. En los Ejercicios Espirituales [EE], San Ignacio de Loyola presenta dos tipos de examen de conciencia: el particular [cf. EE 24-31] y el general [cf. EE 32-44]. El particular es el que nos prepara para la confesión y el general es «para limpiarse y para mejor confesar» [EE 32]. El examen general sí ayuda a hacer una buena confesión, pero su primera finalidad es la purificación del corazón que permite contemplar a Dios (cf. Mt 5,8). ¿Cómo se hace? San Ignacio propone cinco pasos [cf. EE 43]:

Acción de gracias: lo primero es tomar conciencia de la amorosa providencia de Dios y darle gracias por los dones que nos da. «Porque dar gracias es un modo privilegiado de reconocer, sentirse amado y amar»[2]. Al entrar en nosotros mismos podemos reconocer los dones espirituales y materiales que Dios nos concede a nosotros y a las personas que amamos. ¡Hay tanto que agradecer!

Pedir la gracia para conocer los pecados y rechazarlos: el segundo momento se caracteriza por la oración de súplica; pedimos al Señor que nos conceda la luz de la gracia para reconocer nuestros pecados y rechazarlos. Lo que pedimos es una percepción espiritual para, por un lado, captar la presencia de Dios y por otro, nuestras faltas de amor hacia Él. Pedimos luz [para ver] y fuerza [para rechazar] el pecado.

Examinar los pensamientos, las palabras y las acciones: el tercer momento es el más práctico. Se trata de examinar los pensamientos, las palabras y las obras de pecado; sin embargo, algunos autores interpretan que podemos también examinar los actos de amor a Dios y al prójimo [3]. Recordando, entonces, nuestros pensamientos, palabras y obras, somos capaces de ver cuándo nos replegamos egocéntricamente sobre nosotros mismos, cerrándonos a Dios y cuándo hacemos el movimiento inverso.

Pedir perdón: al reconocer aquellos movimientos que nos alejan de Dios y de los hermanos, toca pedir confiadamente perdón. Es el momento privilegiado para experimentar que Dios nos ama profundamente en nuestra miseria y pequeñez [4]. Pedir perdón es una puerta de entrada para la realidad más importante de este cuarto momento: experimentar el abrazo amoroso de Dios, su beso de acogida y la alegre celebración de esta hermosa realidad que es el perdón (cf. Lc 15, 20-23)[5].

Propósito de enmendarse con la Gracia de Dios: los cuatro primeros pasos se concentran en el pasado, el quinto nos orienta al futuro. Recordar nuestras faltas pasadas nunca es una finalidad en sí misma, tiene sentido porque nos ilumina para nuestro futuro. No se trata de concentrarnos en las faltas haciendo resoluciones irrealizables para no caer. Se trata más bien de, habiendo recibido nuevas luces espirituales, renovar nuestro peregrinar con Dios. Él, pedagógicamente nos conduce en las adversidades de la vida, a la Vida Eterna, objeto de toda nuestra esperanza [6]. El propósito de enmienda significa querer hacer el bien y evitar el mal. Dios camina con nosotros para la concreción de este propósito.

Delante de Jesús Sacramentado o en la intimidad de nuestra habitación; haciendo apuntes o solamente haciendo uso de la memoria y de la meditación; en el inicio del día o de la noche, el Examen es una hermosa modalidad de oración, muy recomendable para madurar en la vida espiritual y avanzar en el camino de la amorosa unión con Él, que es Padre Misericordioso, Hijo Reconciliador y Espíritu Santificador.

* Licia Pereira es laica consagrada y en este momento reside con su comunidad en Brasil.

Referencias:

1 Cf. ARZUBIALDE S., S.J., Ejercicios Espirituales de San Ignacio, historia y análisis, Maliaño, 2009, p. 149.156.160; GALLAGHER T., O.M.V., A Oração do Exame, sabiduría ignaciana para as nossas vidas no tempo presente, Lisboa, 2014, p. 19.21; RUPNIK M.I., S.J., L’esame di coscienza, per vivere da redenti, Roma, 2002, p. 69.

2 ARZUBIALDE S., S.J., o.c. p. 158.

3 Cf. ALFONSO H., La vocazione personale, trasformazione in profondità per mezzo degli esercizi spirituali, Roma, 2015, p. 42; GALLAGHER T., o.c., pp. 90-91.

4 Cf. GALLAGHER T., o.c., p. 102.

5 Ibid., p. 108.

6 Ibid., p. 123.