¿Servir a los demás es una manera de orar?
¿Servir a los demás es una manera de orar?
Por Lícia Pereira de Oliveira, f.m.r.*
Tratemos de empezar a responder a esta pregunta leyendo un pasaje del evangelio de Lucas:
Yendo ellos de camino, entró en un pueblo; y una mujer, llamada Marta, le recibió en su casa. Tenía ella una hermana llamada María, que, sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra, mientras Marta estaba atareada en muchos quehaceres. Acercándose, pues, dijo: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo? Dile, pues, que me ayude.» Le respondió el Señor: «Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la parte buena, que no le será quitada» (Lc 10, 38-42).
Las palabras que Jesús dirigió a Marta en su casa no pocas veces han sido interpretadas como oposición entre la acción y la oración, con el privilegio de la última. Pero ¿será que éste era el problema que Jesús estaba señalando? ¿Será que le parecía bien que Marta se quedara sola con todo el servicio doméstico? ¿Será que Jesús no valoraba la premura de Marta en servir a sus huéspedes?
La cuestión debe ser vista desde otro ángulo para entender lo que Jesús dulcemente reprocha en Marta. El problema está en su actitud interior: Marta se preocupa y se agita. Los términos usados en el griego, lengua original de los evangelios, indican ansiedad y angustia, así como turbulencia interior. Jesús, gran conocedor de los corazones humanos, está percibiendo en su amiga un estado de ánimo que contrasta con el de su hermana. El punto no es que Marta prefiere el trabajo antes que la contemplación, el punto es como ella está realizando su trabajo: con angustia e intranquilidad.
El contraste con la hermana se nota, repetimos, en la actitud interior. María elige la mejor parte, no tanto porque escogió estar sentada a los pies de Jesús, sino porque no permitió que nada haya venido a robar la paz y la serenidad de su corazón, podríamos incluso hipotetizar que luego ella se haya levantado para ayudar a su hermana.
Pero, hay otro elemento en la actitud de Marta en el que a veces no ponemos atención: la cercanía con Jesús. Ella se siente en total confianza con Él, a tal punto que puede libremente “regañarlo”. Esta cercanía con Él se revelará en un modo mucho más pleno en el evangelio de Juan, cuando el Señor resucita a Lázaro (cf, Jn 11, 1-44). En el texto de Lucas, María es quien se lleva las palmas del comportamiento de la auténtica discípula, en el cuarto evangelio, Marta es quien sobresale: «Cuando Marta supo que había venido Jesús, le salió al encuentro, mientras María permanecía en casa». (Jn 11, 20). En este encuentro, Marta, nos revela lo mucho que conoce a Jesús:
Dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Pero aun ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá.
Le dice Jesús: «Tu hermano resucitará».
Le respondió Marta: «Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día».
Jesús le respondió: «Yo soy la resurrección, el que cree en mí, aunque muera, vivirá y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás. ¿Crees esto?».
Le dice ella: «Sí, Señor, yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo».
En una situación de mucha turbación interior, Marta va al encuentro de Jesús y le rinde el corazón, poniendo en Él toda su confianza.
¿De qué modo las hermanas de Betania pueden iluminarnos en nuestra vida cristiana? Lo primero es que no hay que oponer el servicio al prójimo, a la oración. La oración no puede ser una excusa para no servir, como el servicio no puede serlo para no orar. Entre oración y servicio existe una relación de compenetración. Así, podemos afirmar sin temor, que servir al hermano es una forma de oración y que la oración da sentido al servicio al hermano.
Otra luz que podemos recibir de la experiencia de Marta y María es que lo que importa no es lo que uno hace, sino cómo lo hace. Si estoy a los pies del Señor ante el Sagrario, pero estoy preocupado y agitado por muchas cosas, en verdad, no estoy escuchando a Jesús; por otro lado, puedo estar repleto de trabajo, de cualquier tipo, pero mi interior está en paz porque lo que deseo es hacer todo por amor a Dios, para su Gloria y para el bien de los hermanos.
Finalmente, Jesús mismo se identificó con aquellos hermanos que necesitan nuestro servicio: los hambrientos, los enfermos, los extranjeros y encarcelados (cf. Mt 25, 37-40). ¡Servir al hermano es servir a Jesús! Una vez más afirmamos: la caridad es una hermosa forma de oración, pero estar a los pies del Señor es lo que llena de sentido mi servicio al hermano, es lo que hace que no sea filantropía, sino un acto de amor.
* Licia Pereira es laica consagrada de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación y en estos momentos reside en Brasil con su comunidad.
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• "Catequesis sobre la homosexualidad", William Newton.
• "Una etiqueta que perdura", P. Paul Scalia.
• "Siete cosas que desearía que mi párroco supiera sobre mi homosexualidad", Jean C. Lloyd
• "Mamá…papá, soy gay: ¿Cómo debe responder un padre de familia católico?", David Prosen.
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Exterior
Interior
Sin la castidad no puedo tener una relación con Dios: Testimonio de Bárbara, miembro de Courage
Sin la castidad no puedo tener una relación con Dios
Testimonio de Bárbara, miembro de Courage
Solía llamarme a mí misma homosexual. Me bautizaron en la Iglesia Católica cuando era pequeña, para formar parte del reino de Dios, pero no lo sabía. Mi identidad no estaba bien formada. No sabía que era amada.
Uno de mis primeros recuerdos es de cuando tenía 3 años de edad. Recuerdo ver a mi padre llegar a casa del trabajo (algo poco usual porque casi siempre llegaba cuando ya estábamos dormidos). Cuando entró a la casa, él y mi mamá se saludaron con un beso y un abrazo. Como mis padres no eran cariñosos con nosotros, los niños, mi respuesta interior fue, «¿por qué se abrazan y se besan el uno al otro y por qué nadie me abraza ni me besa a mí?» Eso me hizo creer que no era lo suficientemente buena, aceptable ni digna de ser amada. Estaba muy necesitada de atención.
Mi madre tenía un fuerte sentido de su femineidad. Estaba orgullosa de sí y de su maravilloso cuerpo. Era fuerte en su identidad, ¡yo no! No podía estar a su altura. No podía competir con lo maravillosa que era mi madre. Ya que mi hermana era el «chivo expiatorio» de la familia, yo la evitaba para que no me trataran como a ella. Yo rechazaba la identidad femenina, trataba de ser un niño, pero terminé siendo una inadaptada social; no quería crecer. En mi corazón decía: «No seré como ella…mi madre». No me daba cuenta de que me estaba rebelando contra Dios.
No teníamos comunicación abierta ni honesta en mi hogar. No hablábamos sobre nuestros sentimientos y temores; aprendí a rechazar mis sentimientos y necesidades. Mis padres se preocupaban por mí, pero no me conocían.
Cuando era niña, no sabía que Dios me amaba. Me consideraba indigna de ser amada, no veía en mí nada por lo que sentirme agradecida. Hasta donde puedo recordar, siempre me sentí atraída por las mujeres. Trataba de escapar del hecho de ser una niña, pero no era posible. A menudo tenía problemas en la escuela y me enviaban a la oficina del director. Me preguntaban si quería hablar con el consejero o la consejera. Respondía, «No sé ni me importa». Ese era mi mantra —«No sé ni me importa»— pero sí me importaba.
Tuve algunas experiencias negativas en mi niñez. Haber visto la pornografía explícita de mi papá, a la edad de 10 años, fue una impresión terrible para mí. Me sentí devaluada. Eso reafirmó mi creencia de que ser mujer no era ni bueno ni seguro. Nunca se lo conté a nadie.
Ansiaba que me pusieran atención. No tenía ninguna conexión con Dios, ni fe. La Iglesia era solo otro lugar al que tenía que ir con sombrero y vestido. Yo deseaba jugar deportes, quería tener aventuras como las que tenían mis hermanos en los Boy Scouts, pero eso no era para niñas, no, no.
Solo tuve un par de citas con chicos de la escuela preparatoria. Eso no funcionó para mí. Nunca tuve confianza en mi femineidad. No era deseable como mi madre. Era una inadaptada. Era homosexual. Lo sabía, pero no lo decía. Creaba vínculos emocionales secretos con maestras y algunas estudiantes, tratando de ocultar mis verdaderos anhelos. Si la «cirugía» hubiese estado disponible, me hubiera sometido a ella.
Después de la preparatoria, comencé a beber en exceso. Estaba muy aislada. Conocí a Gail, una compañera de trabajo. Yo tenía 19 años, ella 31. Pasábamos mucho tiempo juntas. Me obsesioné con ella, mi única amiga. La seguía como un cachorro. Ella era suave y bella, una alcohólica que fomentó mi gusto por la bebida. Tuvimos una relación seria por un año y medio. Obtuve lo que anhelaba, pero ella era criticona y terminó rechazándome por mi horrible comportamiento a causa de la bebida. Fue totalmente devastador para mí, un golpe absoluto. Mi vida había terminado. Nunca había admitido ser gay. No sabía a dónde ir ni a quién contárselo. Estaba sola y sin amor.
Reaccioné desesperadamente para escapar del dolor emocional. A los 21 años me casé con un hombre que era verbal y emocionalmente abusivo, además era violento. Recibí mucho abuso de su parte creyendo que me lo merecía. Pensaba, «Al menos alguien me necesita para algo». En poco tiempo él terminó con mi hábito de ir a misa los domingos. Aunque no tenía fe, creo que ir a misa era para mí una especie de protección espiritual. Cuando dejé de hacerlo, lo único que siguió protegiéndome fueron las oraciones de mi madre...todos esos rosarios. Mi autoestima fue de mal a peor. Mi experiencia confirmó mi creencia de que los hombres me odiaban, por eso los odiaba. Lo bueno es que tuve dos hijos. La identidad de madre me ayudó. Después de cinco años escapé por el bien de mis hijos. Si no hubiese sido por esos niños, me hubiera quedado ahí y hubiese dejado que me matara. En verdad era un alma perdida.
No estaba mucho mejor sola. Anduve de lugar en lugar y, finalmente, terminé en Michigan. Aún era demasiado inmadura, bebía mucho y fumaba mariguana tratando de escapar del dolor de ser yo. Dormí con docenas de hombres tratando de demostrar que no era gay. Esto me hundió aún más en la confusión y la oscuridad. No creía en nada ni en nadie; no tenía fe ni respeto por mí misma.
Tenía una amiga cristiana que me dijo que rezaba por mí y que podía llamarle en cualquier momento. Le llamé una vez a las 2 a.m. y me dijo, «Jesús solo está esperando que lo llames». Así que recé, «Jesús, si eres real, házmelo saber, porque no puedo seguir adelante». En ese momento lo supe. Tuve una experiencia espiritual transformadora. Al día siguiente comencé una vida nueva. Dejé de salir todo el tiempo; dejé de fumar mariguana y ya no tomaba tanto. Comencé a ir a la iglesia, tomé clases de Biblia, hice nuevos amigos, e incluso cocinaba la cena de mis hijos. No me había arrepentido ni nada, solo había implorado a Dios y Él me había dado el don de la fe y el Espíritu Santo. Después de haber encontrado a Jesús, comencé a rezar por mi hija, «Por favor, Dios, no permitas que sea como yo». No es como yo; «gracias, Señor».
Pero yo aún era una homosexual. Sabía que en la iglesia no querían escuchar eso, así que seguí negándolo y evadiéndolo. Escuchaba las enseñanzas y las acogía en mi corazón —no estaba bien ser homosexual. Después de algunos años, entablé una relación seria con Ruth, una compañera conductora de autobús. Ella se convirtió en el centro de mi vida y mis sentimientos. Traté de luchar contra ello, pero era una gran obsesión. Me sentía arrastrada hacia ella. Tuvimos una relación que duró más de un año.
Luego, hablé con dos mujeres de la iglesia y rompí con Ruth. Dijeron, «no eres una de ellas». Así que continué por el mismo camino de evasión y negación. Si no era gay, entonces no había ningún problema. Pero al no enfrentar directamente mi debilidad, ni confrontar mi comportamiento, no veía la necesidad de cambiar. No estaba segura. El problema estaba en mí, en mi identidad o en la falta de ella. Estaba muy desconectada de mí misma. Quería seguir al Señor, pero seguía siendo inmadura, vulnerable. Pasaron algunos años y comencé a pasar mucho tiempo con otra mujer en particular. Me resistía a involucrarme sexualmente con ella, cuando escuché sobre Leanne Payne y fui a su conferencia (para curar a homosexuales). No funcionó para mí. No fui muy abierta y no me gustó cómo presentaban a las mujeres, supuestamente transformadas, vestidas con faldas cortas y maquillaje, con el fin de atraer a los hombres. No podía ser rescatada por las oraciones y los esfuerzos de otros, debía decidir qué reino servir. A lo largo de mi vida siempre me había preocupado mi apego a las mujeres. Estaba obsesionada con el deseo de estar cerca de la suavidad de una mujer. A mí misma me faltaba suavidad, femineidad.
Para entonces, mis hijos estaban creciendo y yo bebía cada vez más y comencé a asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Para permanecer sobria debía ser honesta. Después de casi un año, «salí del clóset» admitiendo ante Dios, ante los demás y a mí misma que era gay. Fue un gran alivio después de haberlo negado y ocultado durante toda mi vida. Fue importante admitir que era homosexual. La sexualidad de toda persona es una parte muy importante de su identidad. En ese momento tuve la oportunidad de elegir qué hacer. Luego, tomé el rumbo equivocado. Decidí seguir mis deseos (había muchas lesbianas en Ann Arbor, Michigan). Me encantaba pasar tiempo con mujeres gay, ir a bailes de mujeres con mis nuevas amigas. Ellas me aceptaban como era. Sentía que pertenecía ahí; no me sentía rara. Adopté la identidad gay. Finalmente podía elegir con quién bailar. Al poco tiempo encontré a Jackie, una mujer cristiana que también buscaba una relación. Nos juntamos. Ella se mudó a mi casa. Inmediatamente abandoné la Iglesia Católica porque respetaba a la Iglesia y no podía reconciliar mi conducta con mi fe. Decía «no puedo hacer esto», sin embargo, continué por 15 años.
Batallaba con el hecho de identificarme como gay y cristiana al mismo tiempo. Primero me identifiqué como gay, luego como cristiana. De hecho, era ambos. En Alcohólicos Anónimos aprendí a ser sincera conmigo misma. Durante este tiempo estaba siendo honesta con mi parte gay, pero no con mi parte cristiana. Estaba cediendo ante el deseo avasallador de amar y ser amada por una mujer.
La relación me parecía bien. Viví la experiencia de estar cerca de alguien que me amaba realmente y eso fue bueno— todo mientras asistía a las reuniones de doce pasos donde aprendí mucho sobre la vida y sobre conocerme y aceptarme a mí misma. Jackie se convirtió en una amiga maravillosa y leal. Éramos pareja. Era amada, ya no estaba sola. Llegué a aceptar la idea de que no estaba haciendo nada malo. Dios anhela perdonar al corazón arrepentido. El peligro viene cuando no sentimos más la necesidad de arrepentirnos. Había sido engañada. Era inmadura, vulnerable y me movían mis necesidades según las percibía. De hecho, son necesidades reales que no pueden satisfacerse fuera de la voluntad de Dios. Me juntaba con personas que me decían que las relaciones entre personas del mismo sexo estaban bien con Dios. Leí libros que reinterpretaban y redefinían las palabras de la Escritura. Estaba inmersa en el engaño del pecado. Andaba por el camino que conduce a la muerte espiritual. Vivía en un engaño y estaba en problemas, sin embargo, no lo aceptaba. Solía decir pequeñas oraciones como «ayuda». Rezaba, «Dios, por favor, ayúdanos a amarnos con tu amor».
Buscaba la felicidad y la satisfacción en los lugares equivocados. Seguí trabajando el programa de doce pasos, excepto el paso once (Buscamos a través de la oración y la meditación mejorar nuestro contacto consciente con Dios, como nosotros lo concebimos, pidiéndole solamente que nos dejase conocer su voluntad para con nosotros y nos diese la fortaleza para cumplirla). Tenía miedo. No confiaba. ¿La voluntad de Dios? ¿Y qué había de mi voluntad? Me distancié de Dios porque yo no era lo que debía ser. Luego, un día, después de estar diez años con Jackie, decidí darle una oportunidad a Dios. Ocurrió cuando comencé mi rutina diaria de salir a caminar por las mañanas para hablar con Dios. Comencé a hablar abiertamente con Él admitiendo mi situación, mis sentimientos de no ser aceptable a sus ojos. A medida que pasaron los días, me di cuenta de que no sentía ningún tipo de condenación; ningún rayo me había fulminado. Así que, gradualmente, me fui abriendo, haciendo preguntas como, «¿será que vivo engañada?» Dios aprovechó cada pequeña grieta que abrí. El Espíritu Santo entró por esas grietas para abrir mi corazón al Señor. Me di cuenta de que tendría que tomar una decisión. Sentí que Jesús me llamaba diciendo, «Regresa, Bárbara, vuelve a casa». Dios mismo vino a buscarme a mí, su oveja perdida. Es cierto lo que Jesús nos dice, «No te dejaré ni abandonaré» (Heb 13, 5), también son ciertas aquellas palabras del salmo 139, «¿Adónde iré lejos de tu espíritu, adónde podré huir de tu presencia? Si subo hasta el cielo, ahí estás tú, si me acuesto en el Seol, allí estás».
Finalmente, mi respuesta al Señor fue dejar las relaciones homosexuales. Sabía que debía tomar una decisión, no podía tener ambas cosas. En la primavera del 2009 elegí a Jesús para vivir obedientemente en la fe. Ese fue el comienzo. Aún me consideraba homosexual, pero no tenía que cambiar mi identidad para obedecer la palabra de Dios. Me ha tomado tiempo dejar de considerar el ser gay como mi identidad primaria. Un versículo que aplica a mi situación dice: «Acuérdate de todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, para probarte y para conocer lo que había en tu corazón: si ibas a guardar sus mandamientos o no» (Deuteronomio 8,2). Estoy tan agradecida de encontrar ese amor de Dios en mi corazón, por encima de todo lo demás. Así pues, lo dejé todo por la alegría de conocer a Jesús mi Señor. Así comenzó el proceso de aprender a vivir con atracción al mismo sexo en la gracia y la misericordia de Dios. No puedo ser sincera conmigo misma si no soy sincera con mi Dios. He sido humillada por mi pecado.
Estoy aprendiendo a enfrentar el vacío y el anhelo en mí que debe llenarse con algo. No se trata solo de atracción física, sino de identidad y emociones, de tener una conexión. Muero por el amor de una madre y también por el amor de un padre. Elijo el camino de Dios. Él es mi creador, mi Dios Padre. Él tiene un plan para mí, «designios de paz y no de desgracia» (Jer 29,11). En Alcohólicos Anónimos aprendí que experimento un respiro diario a medida que cuido mi condición espiritual. Esto también ocurre con el pecado. Regresé a la Iglesia Católica donde siento que el Señor me dice, «bienvenida a casa sierva rebelde e infiel». Luego encontré EnCourage y Courage, un grupo maravilloso y de cristianos entregados. Las Metas de Courage muestran el camino. Sin la castidad no puedo tener una relación con Dios. No podemos hacerlo solos.
Liberación sin límites y ministerio de sanación
Hacia el final de la sesión de oración, le pedí a Dios que me diera un corazón de mujer, porque me veía como alguien inferior, dudando siempre de mi femineidad. La persona que lideraba la oración dijo: «¡Ya tienes un corazón de mujer!» Digo, «Gracias, Señor». Decido creerlo. Creo que Dios me creó bien, fui yo quien se perdió en el camino. Ahora me está recreando —un milagro. Estoy en el camino hacia la plenitud. En el nombre de Jesús renuncio a mis deseos desordenados.
En mis primeros años como cristiana deseaba, desesperadamente, ser aceptada y aprobada. Traté de ser una sierva buena, de seguir las reglas, de llegar a tiempo evitando dar problemas. Traté de ocultar mis miedos, mis debilidades y mis pecados. No funcionó. Siempre terminaba sobrepasando los límites, buscando un escape para conseguir lo que necesitaba. Inspirada por el salmo 51, «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en mi interior un espíritu firme», con frecuencia rezaba: «Que brille tu luz en cada rincón de mi corazón. Que no quede nada de oscuridad». Él escuchó y respondió a mi oración sincera. Tomará el resto de mi vida. Quiero ser casta y estar sobria cuando muera.
Palabras del Señor que transformaron mi vida
—¡Dios, necesito ser especial! No puedo ser solo una más de las personas que amas.
Él me respondió:
—Te creé para llenar un lugar en mi corazón que nadie más puede llenar.
Viendo a una joven después de misa pensé, «Dios tiene un buen plan para su vida»
—Pero ¿cuál era tu plan para mi vida, Señor?
Él me contestó:
—Mi plan era que me conocieras.
He decidido seguir a Cristo.
El examen de conciencia: una hermosa oración
El examen de conciencia: una hermosa oración
Lícia Pereira de Oliveira, f.m.r.*
Cuando se habla de examen de conciencia lo primero que viene a la mente es la lista de los pecados que debemos confesar para recibir el Sacramento de la Reconciliación, y si bien ello es cierto, es algo más. El Examen de Conciencia es una oración [1] y como tal nos une a Dios, siendo así parte de nuestra vida espiritual. En los Ejercicios Espirituales [EE], San Ignacio de Loyola presenta dos tipos de examen de conciencia: el particular [cf. EE 24-31] y el general [cf. EE 32-44]. El particular es el que nos prepara para la confesión y el general es «para limpiarse y para mejor confesar» [EE 32]. El examen general sí ayuda a hacer una buena confesión, pero su primera finalidad es la purificación del corazón que permite contemplar a Dios (cf. Mt 5,8). ¿Cómo se hace? San Ignacio propone cinco pasos [cf. EE 43]:
Acción de gracias: lo primero es tomar conciencia de la amorosa providencia de Dios y darle gracias por los dones que nos da. «Porque dar gracias es un modo privilegiado de reconocer, sentirse amado y amar»[2]. Al entrar en nosotros mismos podemos reconocer los dones espirituales y materiales que Dios nos concede a nosotros y a las personas que amamos. ¡Hay tanto que agradecer!
Pedir la gracia para conocer los pecados y rechazarlos: el segundo momento se caracteriza por la oración de súplica; pedimos al Señor que nos conceda la luz de la gracia para reconocer nuestros pecados y rechazarlos. Lo que pedimos es una percepción espiritual para, por un lado, captar la presencia de Dios y por otro, nuestras faltas de amor hacia Él. Pedimos luz [para ver] y fuerza [para rechazar] el pecado.
Examinar los pensamientos, las palabras y las acciones: el tercer momento es el más práctico. Se trata de examinar los pensamientos, las palabras y las obras de pecado; sin embargo, algunos autores interpretan que podemos también examinar los actos de amor a Dios y al prójimo [3]. Recordando, entonces, nuestros pensamientos, palabras y obras, somos capaces de ver cuándo nos replegamos egocéntricamente sobre nosotros mismos, cerrándonos a Dios y cuándo hacemos el movimiento inverso.
Pedir perdón: al reconocer aquellos movimientos que nos alejan de Dios y de los hermanos, toca pedir confiadamente perdón. Es el momento privilegiado para experimentar que Dios nos ama profundamente en nuestra miseria y pequeñez [4]. Pedir perdón es una puerta de entrada para la realidad más importante de este cuarto momento: experimentar el abrazo amoroso de Dios, su beso de acogida y la alegre celebración de esta hermosa realidad que es el perdón (cf. Lc 15, 20-23)[5].
Propósito de enmendarse con la Gracia de Dios: los cuatro primeros pasos se concentran en el pasado, el quinto nos orienta al futuro. Recordar nuestras faltas pasadas nunca es una finalidad en sí misma, tiene sentido porque nos ilumina para nuestro futuro. No se trata de concentrarnos en las faltas haciendo resoluciones irrealizables para no caer. Se trata más bien de, habiendo recibido nuevas luces espirituales, renovar nuestro peregrinar con Dios. Él, pedagógicamente nos conduce en las adversidades de la vida, a la Vida Eterna, objeto de toda nuestra esperanza [6]. El propósito de enmienda significa querer hacer el bien y evitar el mal. Dios camina con nosotros para la concreción de este propósito.
Delante de Jesús Sacramentado o en la intimidad de nuestra habitación; haciendo apuntes o solamente haciendo uso de la memoria y de la meditación; en el inicio del día o de la noche, el Examen es una hermosa modalidad de oración, muy recomendable para madurar en la vida espiritual y avanzar en el camino de la amorosa unión con Él, que es Padre Misericordioso, Hijo Reconciliador y Espíritu Santificador.
* Licia Pereira es laica consagrada y en este momento reside con su comunidad en Brasil.
Referencias:
1 Cf. ARZUBIALDE S., S.J., Ejercicios Espirituales de San Ignacio, historia y análisis, Maliaño, 2009, p. 149.156.160; GALLAGHER T., O.M.V., A Oração do Exame, sabiduría ignaciana para as nossas vidas no tempo presente, Lisboa, 2014, p. 19.21; RUPNIK M.I., S.J., L’esame di coscienza, per vivere da redenti, Roma, 2002, p. 69.
2 ARZUBIALDE S., S.J., o.c. p. 158.
3 Cf. ALFONSO H., La vocazione personale, trasformazione in profondità per mezzo degli esercizi spirituali, Roma, 2015, p. 42; GALLAGHER T., o.c., pp. 90-91.
4 Cf. GALLAGHER T., o.c., p. 102.
5 Ibid., p. 108.
6 Ibid., p. 123.
«Soy un hombre nuevo, con una vida nueva» - Testimonio de un miembro de Courage en América Central
«Soy un hombre nuevo, con una vida nueva»
Desde que experimento atracción al mismo sexo, he luchado por no sentirla, me daba mucha vergüenza, miedo y culpa. Recuerdo que era un niño solitario, vivía la problemática del alcoholismo de mi padre y la indiferencia de mis hermanos mayores y sufrí agresiones y burlas de niños del barrio y de la escuela. Fui abusado sexualmente por diferentes hombres en diferentes momentos desde los 10 a los 15 años, en la adolescencia luché contra la atracción al mismo sexo con todo mi ser y con toda mi fe, sin lograr cambios hasta los 32 años. Busqué ayuda psicológica que recibí de un psicólogo bien recomendado, de mediana edad, profesor universitario, que me convenció con varios argumentos que mis problemas emocionales y de conducta tenían razón de ser porque no me aceptaba, ni lo asumía.
Al recibir su apoyo, aceptación y hasta -podría decir- admiración, me sentía tan libre y feliz de hablar esto con él que fue entonces que comencé a frecuentar lugares gay, a tener encuentros sexuales desenfrenadamente. Creo que fue cuando acepté la derrota y comencé a vivir el estilo de vida homosexual con una gran sensación de “libertad” y una especie de euforia. A lo largo de los años, mis emociones y mi conducta no mejoraron, el sexo se fue volviendo más obsesivo y compulsivo, pensaba que eso era la felicidad, pero me seguía sintiendo mal, el vacío en mí crecía, estaba perdiendo el sentido de la vida. Me sentía descontrolado, depresivo y con mucha ira. Había hecho del sexo el centro de mi vida, era la razón de mi existencia, luchaba con mis conocimientos y fuerzas por parar y cambiar, pero no lograba hacer cambios.
Después de vivir 10 años lejos de la verdad y de la Iglesia, habiendo experimentado un intento de suicidio, y de vivir adicción al sexo desde mis 12 años (pornografía, masturbación, encuentros sexuales), estaba frustrado, con depresión y mucha ira en el corazón. Estaba cansado de cómo vivía y también cansado del vacío que sentía en mí, en un momento entendí que necesitaba ayuda fue entonces cuando comencé a ir a misa. En esos momentos, pensaba que nunca iba a contar que sentía atracción sexual por los hombres, sin embargo, después de un mes comencé a confesarme y contar mi situación y mis pecado. Los sacerdotes tuvieron muchas reacciones diferentes, algunas de las palabras que me dijeron no me ayudaron, otras me causaron nuevas heridas y mucho dolor; quería preguntarles cómo se lograba vivir en castidad, cuál era el secreto, sino podía dejar de sentir la atracción al mismo sexo, yo pensaba que me conformaba con vivir en castidad, pero tenía mucho miedo, y me creía incapaz de parar. Busqué ayuda de un consejero dentro de la Iglesia, con muy buenas intenciones, pero con pocos conocimientos sobre mi condición y lo que vivía en este tipo de relaciones. Un día le pregunté: ¿No hay nadie dentro de la iglesia que me pueda ayudar, y ayudar a personas que estuvieran en mi situación? Su respuesta fue: no.
Con tristeza y sin esperanzas, pero con fe, convencido que necesitaba tener una relación cercana con Dios, que mi lugar era ser parte de la Iglesia seguí asistiendo a misa, visitas al Santísimo, delante de Él sentía paz y consuelo lloraba mucho, siempre pidiéndole a Dios Trino que me ayudara, que tuviera misericordia por mí y por las personas con mi condición, consciente de que no lograba hacer cambios, que no quería seguir solo, y que Él podía ayudarme.
Ocho meses después recibo un gran mensaje, a través de la televisión en el canal católico EWTN vi en el programa “Cara a Cara” que dirige Alejandro Bermúdez entrevistando a un miembro del apostolado Courage hablando del apostolado, de la atracción al mismo sexo y de la castidad. Me impactó, me sentí tan identificado, por primera vez mi corazón sintió esperanza.
Comencé a buscar información sobre Courage, a relacionarme con personas que me ayudaran, a entrar al apostolado, y fue entonces cuando inicié -para Gloria de Dios- un camino con hermanos y guías espirituales. Comprendí que soy un hijo amado de Dios, digno, no más ni menos que los demás, que podía y estaba llamado a tener una vida espiritual, a fortalecerla y a disfrutarla.
Hoy me siento feliz y agradecido de ser hombre, de ser yo, he aprendido a aceptarme, amarme y respetarme, poniéndome límites, viviendo los sacramentos, y una vida espiritual perseverante. Viviendo en comunidad con amigos y hermanos, recuperé la capacidad de amar y perdonar, retomé el control de mi vida, aprendí a luchar para no caer en tentación, pero también a vivir con ella, aprendí a ser hermano, amigo, a ser fraterno, a dar apoyo a recibirlo. Soy un hombre nuevo, con una vida nueva.
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como era en un principio ahora y siempre, por los siglos de siglos, Amén.
Testimonio de Manuel, miembro de Courage en América Central
El encuentro con Jesús en el Santísimo Sacramento
El encuentro con Jesús en el Santísimo Sacramento
Lícia Pereira de Oliveira, f.m.r.*
La Iglesia y el mundo tienen una gran necesidad del culto eucarístico. Jesús nos espera en este sacramento del amor. No escatimemos tiempo para ir a encontrarlo en la adoración, en la contemplación llena de fe y abierta a reparar las faltas graves y delitos del mundo. No cese nunca nuestra adoración [1].
Iniciamos nuestra breve reflexión con estas palabras de San Juan Pablo II, quien en 1980 dirigió una carta a todos los obispos del mundo para meditar sobre la incidencia del misterio eucarístico en la vida de los ministros ordenados. Pero el texto que aquí reportamos se aplica muy bien a todo fiel cristiano: a todos nosotros el Santo Papa pide no cesar nunca la adoración a Jesús Eucaristía.
Ciertamente queremos seguir la exhortación del Papa, sin embargo, no siempre lo logramos como deseamos. Muchas veces tenemos dificultades delante del Santísimo Sacramento, pues no sabemos qué hacer, qué decir y el momento de encuentro con Jesús termina siendo un momento de dispersión. Hay también quienes no encuentran mucho sentido en estar arrodillados delante del sagrario o de la Hostia expuesta en el altar.
Pero, quizás si cambiamos de perspectiva, podremos superar un poco nuestras dificultades y sacar preciosos frutos espirituales en la oración delante de Jesús Sacramentado.
Un hermoso himno de autoría de Santo Tomás de Aquino, cantado hasta los días de hoy en las adoraciones eucarísticas comunitarias, puede darnos una primera pista para este cambio de perspectiva. Veamos solo las dos primeras estrofas:
Te adoro con devoción, Dios escondido,
oculto verdaderamente bajo estas apariencias.
A Ti se somete mi corazón por completo,
y se rinde totalmente al contemplarte.
Al juzgar de Ti, se equivocan la vista, el tacto, el gusto;
pero basta el oído para creer con firmeza;
creo todo lo que ha dicho el Hijo de Dios:
nada es más verdadero que esta Palabra de verdad [2].
En el texto encontramos algunas expresiones que nos ayudan a entender un poco la razón de nuestras dificultades ante Jesús Eucaristía: “Dios escondido”; “oculto verdaderamente” y “al juzgar de Ti, se equivocan la vista, el tacto, el gusto”. Estas frases quieren enfatizar el hecho de que la Santa Presencia está por detrás o por debajo de lo que es visible a nuestros ojos. Pero, insistimos, no es fácil trascender lo que los ojos del cuerpo ven, pues estamos acostumbrados a fiarnos solo de lo que podemos ver, tocar y comprobar. Espontáneamente, entonces, viene a la memoria la famosa frase de Saint-Exupéry tomada de su libro El Principito: «no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos». A Jesús se le ve bien solo con el corazón.
Pero el mismo Tomás nos ofrece una vía de salida y lo hace diciendo que basta el oído para creer con firmeza en la Santa Presencia. ¿Pero cuál oído? Si primero el Doctor Angélico[3] estaba hablando de los sentidos corporales de la visión, del tacto y del gusto, luego cambia el nivel y pasa a hablar del sentido espiritual del oído: se trata del oído que acoge la Palabra de Dios, Palabra que nos es dirigida en las Sagradas Escrituras, en la Liturgia y en el corazón. «La fe viene del oír, y el oír, por la palabra de Cristo» (Rm 10,17). ¡Si oímos, creeremos y podremos ver!
Para ayudarnos a oír la Palabra de Dios, el Papa Emérito Benedicto XVI hace la siguiente afirmación: «Hoy se necesita redescubrir que Jesucristo no es una simple convicción privada o una doctrina abstracta, sino una persona real cuya entrada en la historia es capaz de renovar la vida de todos»[4]. ¡El Misterio oculto bajo las especies de Pan es una Persona! ¡Es Jesús quien desea estar delante de nosotros para hablarnos como Amigo! Volvamos a Exupéry y recordando uno de los diálogos entre el Principito y el Zorro, apliquémoslo a la dinámica de encuentro entre Jesús Sacramentado y nosotros:
Si quieres un amigo, ¡domestícame!
–¿Qué hay que hacer? –dijo el Principito.
–Hay que ser muy paciente –respondió el Zorro –. Te sentarás al principio un poco lejos de mí, así, en la hierba. Te miraré de reojo y no dirás nada. La palabra es fuente de malentendidos. Pero, cada día, podrás sentarte un poco más cerca...
Jesús, nos pide ser pacientes, silentes y constantes en la Adoración, si así lo hacemos, cada día que pasa nos sentiremos más cercanos a Él y se dará una mutua domesticación: seremos uno en Jesús (cf. Jn 17, 23-24).
* Licia Pereira es laica consagrada y en estos momentos reside en Brasil con su comunidad.
[1] 1 Juan Pablo II, Carta Dominicae cenae, 3.
[2] Santo Tomás de Aquino, Himno Adoro te devote.
[3] Título dado a Santo Tomás de Aquino por causa de sus enseñanzas filosóficas y teológicas.
[4] Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 77.
San Pelayo de Córdoba, mártir de la pureza
San Pelayo de Córdoba, mártir de la pureza
San Pelayo (Paio o Pelagio) nació en Albeos, Crecente (España), en el 911. Murió el 26 de junio de 925 en Córdoba. San Pelayo fue martirizado por despedazamiento o desmembramiento con tenazas de hierro durante el califato de Abd al- Rahmán III, y posteriormente canonizado por la Iglesia Católica. Se le reconoce particularmente como ejemplo de la virtud de la castidad ante la homosexualidad. Su día en el santoral católico es el 26 de junio.
Según la historia, el califa Abd al-Rahmán III le propuso al joven tener contactos sexuales, a los que éste se negó, lo que provocó su tortura y muerte. [1]
El año 920 las tropas musulmanas derrotaron a las cristianas en Valdejunquera; entre los numerosos prisioneros trasladados a Córdoba se contaba el obispo Ermogio, que lo era a la sazón de Tuy. Éste se hizo sustituir al año siguiente por su sobrino Pelagio (o Pelayo), niño de tan sólo diez años, mientras él marchaba hacia la España cristiana con la esperanza de reunir la suma exigida por su rescate. Por razones que se desconocen, el precio de la libertad de Pelayo no llegó y el niño pasó en la cárcel casi cuatro años.
El verano del año 925, cuando Pelayo tenía ya cumplidos los trece años, llegó a oídos del califa Abd al-Rahmán noticias de la belleza de su joven rehén y quiso conocerlo. A tal efecto, fue presentado ante el Califa vestido con ricas vestiduras, pero Pelayo se negó a abjurar de su fe cristiana y no dudó en insultar al Califa cuando éste pretendió seducirlo.
Irritado, Abd al-Rahmán ordenó que fuera torturado para conseguir que renegara de su fe y, al no alcanzar su propósito, mandó que fuera descuartizado y sus restos arrojados al Guadalquivir. Los cristianos de Córdoba los recogieron y sepultaron en el templo de San Ginés, depositando la cabeza en la iglesia de San Cipriano. Hacia el año 950, un presbítero cordobés, de nombre Raguel, escribió una Vita vel passio Sancti Pelagii que, en realidad, es una narración del martirio basada en el testimonio de testigos oculares. El culto a san Pelayo se desarrolló pronto en Córdoba, pero enseguida fue también venerado por los cristianos del norte; consta que el año 930 ya había reliquias suyas en el monasterio de Valeránica (Burgos). El año 967 los restos de san Pelayo fueron trasladados a León y de allí a Oviedo en el año 994, en cuyo monasterio de monjas benedictinas actualmente se conservan. [2]
San Pelayo es el santo patrón de: Seminario Menor de Tuy (provincia de Pontevedra, España); Villanueva Matamala (provincia de Burgos, España); Castro-Urdiales (Burgos, España) y de Zarauz (Guipúzcoa, País Vasco, España). [3]
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Fuentes:
- Catholic.net
- Vivancos Gómez, Miguel C., «San Pelayo», Real Academia de la Historia.
- Catholic.net