El Señor nos quiere a todos para Él- Testimonio de Gary, miembro fundador de Courage
«El Señor nos quiere a todos para Él»
Testimonio de Gary, miembro fundador de Courage
Conferencia Anual Courage y EnCourage 2021
Hola, amigos míos:
Me gustaría comenzar con una oración:
Señor, te alabamos y te damos gracias por tu gran amor y misericordia, por habernos dado a tu Santísima Madre y por habernos congregado en esta bendita reunión familiar.
Le dedico este testimonio a mi mamá y a mi papá, una pareja de la mejor generación, que me amaron hasta el cielo y las estrellas y que, en verdad, hicieron todo lo que pudieron para transmitirme ese amor a lo largo de toda mi vida.
Ya que Courage se aproximaba a su 40 aniversario y sabiendo que yo había estado presente en la primera reunión del apostolado en 1980, el P. Bochanski me preguntó si estaría dispuesto a dar mi testimonio. Inmediatamente, mis pensamientos se transportaron 40 años atrás y vino a mi mente la imagen de mis padres y mi determinación de protegerlos de la indeseada pesadilla de la atracción al mismo sexo que estaba viviendo. Tenía que abordar este oscuro y pesado secreto, pero simplemente no sabía cómo — no obstante, en los siguientes años, marcados por la búsqueda de compresión y paz, recuerdo lo que un amable sacerdote me dijo después de confesión: «Me alegra que hayas venido». Podríamos decir, entonces, que el simple hecho de haberme presentado, el paso necesario para el comienzo de todo camino, ha sido la simple historia de mi vida. Haber estado presente al comienzo de este extraordinario apostolado, por el que siempre estaré agradecido, fue, definitivamente, el plan de Dios…todo fue un don…yo solo me presenté.
Esta es también una historia sobre la infinita paciencia, amor y misericordia de Dios en mi vida…y de redención para mí y para mi padre. No es una historia de culpa o amargura, sino la revelación de una visión muy privada y, a menudo dolorosa y aleccionadora de mí y mi dinámica familiar, que pudo haber contribuido a mi orientación sexual.
Mientras tanto, Nuestro Señor y su Madre me acompañaron durante las crisis más devastadoras, indeseadas y, a menudo, paralizantes de mi vida hasta ahora.
Crianza
Crecí al otro lado del camino de la viña de mis abuelos maternos, donde el estilo de vida era como en la vieja Italia. Desde el principio, el ambiente en mi hogar estuvo primordialmente influenciado por las siete mujeres que vivían a solo pasos de distancia. Mi madre y mi hermana mayor, mi abuela y tres tías solteras en la granja y otra tía a la puerta de al lado.
La familia de mi mamá estaba muy involucrada en la Iglesia y la vida parroquial, así como con una orden de monjas que vivían cerca. Como nací en un año mariano, las monjas convencieron a mi madre de que debía consagrarme a la Santísima Virgen poniéndome como segundo nombre, «Marian.» Cuando crecí, no me sentía contento con este nombre femenino y deseaba que me hubieran puesto un nombre de niño. Así que para mi confirmación elegí el nombre de Michael, que se convirtió en mi segundo nombre. No fue sino después que supe el don tan poderoso que es estar siempre bajo la protección de la Madre de Dios, ahora que tantos religiosos toman el nombre de María como su segundo nombre tras hacer su profesión. Podríamos decir que mi mamá estaba adelantada a su tiempo y ahora estoy eternamente agradecido por su decisión.
Ya que estaba rodeado mayoritariamente por mujeres adultas y mi padre raramente estaba presente por su trabajo, me volví un niño sobreprotegido y no hacía lo que los demás niños usualmente querían hacer. En vez de trepar árboles, de aprender a nadar o jugar a la pelota, me ponían a hacer lo que comúnmente se consideraba «trabajo de niñas», desde ayudar a limpiar el santuario de la Iglesia, hasta preparar conservas de berenjena y, «mi favorito»: sacudir el polvo de los muebles. Hasta el día de hoy detesto sacudir el polvo ¡Literalmente, podría llenar almohadas con el polvo que he dejado acumular!
Haber sido sobreprotegido muy probablemente contribuyó a mi baja autoestima. Desde una edad temprana, me di cuenta de que era un niño demasiado sensible, pues lloraba fácilmente cuando me reprendían. Recuerdo claramente que una de mis tías le dijo a mi mamá, «es muy sensible».
En ese entonces no me di cuenta de que me faltaba una presencia más fuerte de mi padre como cabeza y protector del hogar, aunque era un proveedor concienzudo y amoroso con una gran ética laboral. Mirando al pasado, puedo ver que mi desconexión involuntaria y gradual del mundo masculino recién empezaba.
Mi padre era un hombre manifiestamente afectuoso y yo era su orgullo y su alegría. Me llamaba su campeón… ¡su campeón! Era un hombre extremadamente generoso y solidario, con un gran sentido del humor. Como sindicalista del gremio de la construcción, trabajaba duro y se divertía igual, visitando varios bares con sus compañeros después del trabajo. A veces volvía a casa muy tarde, pero sin importar ni el día ni la hora, mi mamá siempre tenía un plato de comida caliente listo para él.
De vez en cuando, pasaba los sábados con mi papá. Nos subíamos a la camioneta e íbamos a varios talleres, ya que él era un as de la mecánica y conocía a todos en el negocio, luego terminábamos yendo a uno o más de los bares de la ciudad. Nuestro tiempo juntos transcurría en su mundo. El olor a aceite de motor y gasolina, temprano por la mañana, que daba luego lugar al olor de alcohol y humo de cigarro por la tarde, gradualmente se convirtió cada vez más en una experiencia poco atractiva para mí a medida que pasaba el tiempo.
El alcohol era un aspecto común, incluso en los domingos, del que poco hablábamos en casa. Mi madre, siendo la roca espiritual de la familia, nos llevaba a mi hermana y a mí a misa, mientras mi padre invitaba a uno de mis primos mayores a casa para pasar el rato bebiendo.
Vi lo que el alcohol le estaba haciendo a mi padre y a nuestra familia. A veces experimentaba dos actitudes radicalmente diferentes que él tenía para conmigo. Cuando bebía era paranoico e inquisidor, cuando estaba sobrio era afectuoso y de buen humor.
No comprendía el concepto de que mi padre era un alcohólico. A medida que pasó el tiempo, comencé a rechazar el mundo de alcohol de mi padre que contaminaba su mente y las relaciones en la familia, especialmente su relación con mi madre.
Al crecer noté una tensión sutil pero constante en la relación de mis padres. Supuse que el alcohol tenía algo que ver y no fue hasta que fui mayor que descubrí que mi padre lidiaba con una gran inseguridad, profundamente arraigada, que lo volvía celoso y posesivo.
Desde el principio de su matrimonio, mi padre acusó injustamente a mi madre de serle infiel. Ella era muy bella y por su inseguridad mi padre fue incapaz de aceptar sus propias limitaciones y darle el amor y el respeto que ella tanto merecía. Con tal de evitarle, aunque fuese un poco de estrés y angustia a la familia, mi madre soportó en silencio un terrible abuso psicológico durante años.
Este venenoso secreto familiar gradualmente abrió una brecha entre mi padre y yo, que se convirtió en esa respuesta de autoprotección conocida como «desapego defensivo», el cual conocí a través de los escritos de la psicóloga católica Elizabeth Moberly. Claramente, a menudo era muy difícil comprender y llevarme bien con mi padre.
Días escolares
Durante los primeros años de mi vida escolar, cuando se supone que los chicos deben conectarse con su propia masculinidad, tuve mi parte de humillaciones ocasionadas por mis compañeros de clase y, peor aún, por mis maestros, quienes debilitaron mi autoestima.
Hubo varios momentos vergonzosos, desde ser llamado marica, hasta la peor humillación que vino en sexto grado, cuando la maestra me pidió que me pusiera de pie para contestar una pregunta. Recuerdo haberme encogido de hombros porque no sabía la respuesta. Ella me miró y me dijo, «¡No tienes ni un solo hueso masculino en tu cuerpo!» Fue un momento trágico para mí, como Bambi enfrentándose a Godzilla.
Me quedé ahí, congelado por lo que para mí pareció una hora. Sentí que todos mis compañeros me miraban. Tomé asiento lleno de vergüenza e incredulidad. Nunca antes me había sentido tan humillado. Desde ese momento, me sentí como un fracaso de hombre.
Honestamente, no era consciente de la impresión que daba a mi alrededor…pero pronto me enteré y necesitaba cambiar lo que los demás veían en mí y que yo no veía. Me volví introvertido, esperando pasar desapercibido para proteger mis emociones y pensamientos más profundos. Así pues, al comenzar la escuela preparatoria, viendo que muchos de mis nuevos compañeros de clase no me conocían, vi que tenía la oportunidad de tratar de integrarme y ser aceptado.
Aunque en mis clases había solo chicos, en la escuela católica a la que fui, socializaba con un grupo de chicos y chicas solo como amigos, en el que ninguno de nosotros estábamos «de pareja». Cuando la escuela organizaba bailes, yo pasaba la mayor parte del tiempo cerca de la mesa de refrigerios, con mucho más interés en los pastelillos que en las chicas.
Una de las chicas de mi grupo de «amigos» comenzó a interesarse por mí y, en algunas ocasiones, llegamos a darnos algunos besos y hasta este día recuerdo que usaba labial con sabor a fresa. Para mí, el labial era lo mejor del asunto. Creo que, si su labial hubiese sido del sabor de los dulces italianos, esa relación hubiera continuado. Sin embargo, no tenía en mente tener una novia, tal vez porque me sentía incompetente e inseguro sobre mi masculinidad.
Como ya podía conducir, conseguí un trabajo de medio tiempo, después de escuela, en la bodega de una tienda cercana. Un chico, que llamaré «Jack», uno de los vendedores, de veintitantos años, que venía del mismo pueblo que yo, se ofreció a pasar por mí los sábados para llevarme al trabajo. Lo que comenzó como una relación laboral inocente, lentamente se tornó en 2 años de seducción que ocurrió sin que me diera cuenta.
La mayoría de las veces, nuestras conversaciones eran bastante básicas, relacionadas al trabajo, mientras que, en otras ocasiones, trataban sobre el servicio militar, ya que él era miembro de la reserva militar, y aunque yo solo tenía 17 años, tenía mi número de reclutamiento para la Guerra de Vietnam, asunto que constantemente ocupaba mi mente.
A medida que creció la confianza en nuestra amistad, Jack, en varias ocasiones, aprovechaba la oportunidad de introducir una dinámica sexual en la conversación, muy probablemente para ver mi reacción. En una ocasión, durante uno de los viajes al trabajo, me dio una revista pornográfica que tenía bajo el asiento. En otra ocasión, describió, de manera un tanto gráfica, un encuentro sexual que tuvo con una mujer de su pasado.
Había pasado un año, tiempo en el que me sentí atraído a una chica de mi clase con la que salí en un intento, poco confiado, de tener una relación. En ese tiempo también cumplí 18 años, alcanzando así la mayoría de edad, por lo que Jack comenzó a invitarme a su casa para pasar el rato, hablar y beber.
Una tarde de verano estaba sentado sobre el césped en la casa de Jack y me contó sobre un amigo suyo de la universidad con quien solía tomar cerveza y luego, de vez en cuando, luchaban por diversión. Luego, repentinamente, Jack me derribó y comenzamos a rodar por el suelo enfrascados en un juego de luchas.
Creo que esa fue la primera vez que sentí una conexión intensa con mi masculinidad. Disfruté el contacto físico no erótico con este chico e incluso deseaba poder experimentarlo más. Me fui a casa sintiéndome fuerte y alentado por el hecho de que este chico maduro disfrutaba de mi compañía. Hasta ese punto, mis pensamientos sobre nuestro juego de lucha nunca se erotizaron.
Sin embargo, lo que yo vi solo como un juego de chicos, Jack lo vio como una puerta abierta para llevar la situación a otro nivel y eso fue precisamente lo que hizo. Nada de lo que ocurrió la siguiente vez que visité a Jack me había pasado antes por la cabeza, sin embargo, aprovechándose de mi estado de vulnerabilidad a causa de haber bebido demasiado alcohol, me acorraló y logró llevarme a la cama.
Pasados ya tantos años, lo veo como un recuerdo borroso, sin embargo, recuerdo claramente que, en un momento de lucidez y asco pensé, «¡Oh no, soy uno de ellos!»
Como el «Señor Sensible» que era, me puse a llorar. Jack se dio cuenta de mi reacción y dijo, «Necesitas ser feliz con este aspecto de tu vida o buscar ayuda para tratar de cambiarlo», luego me reveló que había ido con un psicoterapeuta para buscar respuestas. No sabía si lo que acababa de suceder había sido el estúpido resultado de mi borrachera o algo que realmente deseaba.
Mi experiencia con Jack alteró para siempre todos los aspectos de mi vida a tal grado que me resulta imposible expresarlo ahora. Pasé por un campo minado de eventos y personas que, por cuestiones de tiempo, me limitaré a mencionar solo lo necesario para dar una mejor comprensión y perspectiva.
Jack tenía una novia, quien le había dado un ultimátum: o se comprometía a tener una relación seria o ella se iría. Fue así que puso fin a lo que yo consideraba nuestra amistad especial que, para mí, se había convertido en una dependencia emocional, aunque para él solo era una más de sus mentiras en la doble vida que llevaba.
Sintiéndome profundamente rechazado por el hermano mayor que nunca tuve o la figura paterna y atenta que deseaba haber tenido, caí en una profunda depresión. Perdí mucho peso y me convertí en una úlcera andante, teniendo como nueva compañera una botella de antiácido. Oculté esta parte de mi vida para evitar que mis padres y mis amigos se enteraran del infierno emocional por el que estaba pasando.
Mientras trataba de encajar socialmente en mi nuevo grupo de amigos en la universidad, la chica con la que tenía una relación cercana se fue a estudiar a otra ciudad, lo que truncó toda posibilidad de continuar con esa relación en el futuro, porque ella no merecía enredarse en mi vida de confusión sexual, baja autoestima y mentiras. Era tan humillante decir la verdad sobre mí y mucho más fácil seguir adelante sin acercarme a ninguna otra mujer.
Innumerables circunstancias siguieron reforzando mi necesidad de formar parte de la mayoría heterosexual, por ejemplo, el comentario de uno de mis mejores amigos, «Si un día me enterara de que soy un maldito marica, me mataría». O la incansable obsesión de mi padre y mis tíos por mi vida amorosa, las relaciones y el matrimonio, que llegaba al punto de que mi padre siempre presentaba a cualquiera de mis amigas como mi prometida. O aquella ocasión en que un tipo en un bar al verme gritó «Malditos maricones», estrellando un vaso de cristal contra la pared, a pocos centímetros de mi cara.
Otro tío político que se había fijado en mí, se ganó mi confianza y organizó un paseo falso en el que terminamos en una tienda de pornografía donde me hizo insinuaciones sexuales inesperadas y no deseadas, lo que me hizo salir corriendo del lugar. Pese a rechazar contundentemente sus insinuaciones, continuó acosándome sexualmente durante años. ¿Cómo y a dónde huyes de este tipo de personas? Si mi padre se hubiera enterado, lo hubiera mandado al hospital.
Por tanto, seguí ocultando mis sentimientos y deseos más profundos esperando sobrevivir en un mundo que veía con asco a los chicos como yo, considerándonos pervertidos y pedófilos. ¿Quién quiere vivir así? Odiaba esa farsa y me sentía atrapado en ella.
Abre un nuevo bar…Mamá y yo
De la nada, abrió un nuevo bar gay precisamente en mi ciudad. El bar se convirtió en toda una curiosidad para algunos de mis amigos que querían ir como parte de una experiencia entretenida, como voyeristas de un constructo social emergente que, necesariamente, se había mantenido oculto durante siglos. Era mediados de los años 1970.
Así pues, tras juntarme con estos amigos para ir en la noche al bar, temiendo revelar mi fascinación por la abierta demostración de afecto prohibido, comencé a frecuentar el lugar solo, donde veía con un cierto grado de envidia a todos los hombres expresándose abiertamente de una manera aún considerada como tabú. A menudo me preguntaba lo que el Señor pensaba de mí y mis atracciones, que sentía que ocurrían «sin culpa mía», una frase escrita por mi futuro mentor, el padre John Harvey.
Entonces, un día mi vida secreta, que había ocultado tan cuidadosamente, salió a la luz. Fue un momento lleno de gracia que, de hecho, se convirtió en el primer paso de un camino largo y agridulce hacia la sanación y la paz.
Estaba en la cocina de la casa de mis padres. Mi madre entró y se acercó a mí con algo en la mano, me mostró lo que tenía y me preguntó, «¿Vas a este lugar?» Vi lo que me mostraba e inmediatamente comencé a sudar frío. Tenía en su mano una ficha para una bebida gratis del nuevo bar gay que debió haberse caído de mi bolsillo en el cesto de la ropa sucia. Intuitiva como era y llegando a su propia conclusión, caminó hacia la mesa de la cocina, se sentó y comenzó a llorar. Al principio no dije nada, pero me invadió la culpa cuando vi a mi pobre madre abrumada por el peso de lo que entendió como la inimaginable verdad sobre mi vida. Estaba inconsolable y, en medio de sus lágrimas, trató de preguntarme lo que me pasaba, cómo me sucedió esto a mí, y quiénes eran las personas con las que me juntaba. Traté de tranquilizarla diciendo, «Mamá, no te preocupes por mí, tengo buenos amigos». Con dificultad para hablar, continuó, «¿Entonces traerás a un amigo a la casa?» No estaba preparado para escuchar esto, ya que no había ningún amigo especial en mi vida, porque mi vergüenza era mayor que la nerviosa, pero generosa, invitación de mi madre. Y aunque tenía claramente el corazón roto y no podía contener las lágrimas, me dijo, «Solo quiero que seas feliz».
Me mataba verla tan angustiada. Nunca quise que supiera por lo que estaba pasando porque sabía que se culparía. ¿Cómo puede un chico de 20 años, nuevo a este misterio centenario de la vida, explicar lo inexplicable a una madre en estado de shock y sorpresa? Juro que si hubiese habido una píldora que pudiera hacer que todo esto pasara, me hubiera tomado todo el frasco.
Mi madre, en su sabiduría, decidió no contarle a mi padre sobre nuestra conversación. Recurrió a su fe, a Nuestro Señor y a su Santísima Madre. Siempre practicaba sus devociones en lo oculto, como dice Nuestro Señor en Mateo 6, 6, «Tú, por el contrario, cuando te pongas a orar, entra en tu aposento y, con la puerta cerrada, ora a tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará». Y eso es lo que hizo. A menudo, durante mi niñez, y aún después, vi a mi madre arrodillarse para rezar al lado de su cama —una práctica diaria que continuó a lo largo de su vida. Ella bombardeaba el cielo con sus oraciones, rogando al Señor que salvara a su hijo y, en poco más de dos años, sus tantas lágrimas y sentidas peticiones comenzaron a dar fruto al punto de que tal vez un cierto arzobispo de Nueva York fue inspirado atender la necesidad de atención pastoral para individuos y familias que lidiaban con la atracción al mismo sexo.
A medida que seguí llevando una vida secreta, con mi espíritu en el último banco de mi parroquia y el resto de mí en los oscuros rincones del bar, conocí a un chico llamado Sam. Los siguientes dos años de mi vida con él me llevaron a experimentar tanto el ámbito del placer sexual pasajero, como el conflicto espiritual y social resultante, siempre presente en mi mente y mi corazón. El Señor me bendijo con una conciencia bien formada, pero es tortuoso saber lo que es bueno y verdadero y santo para luego no optar por ello, por cualquier razón, ya sea egoísmo, soledad, lujuria, cansancio, debilidad, lo que sea. (Romanos 7 se escribió pensando en mí – aun hasta este día de mi vida). Ignoraba a mi conciencia mientras seguía teniendo mis fantasías privadas, ya fuese con Sam o con mi reserva de pornografía, que se había convertido en una adicción con la que he luchado durante décadas. Deprimido y consumido por la culpa, fui a confesarme anónimamente para aligerar un poco la carga que cada vez se volvía más difícil de llevar. Confesé mi relación con Sam y el sacerdote me dijo que, a menos que dijese ahí y en ese momento que pondría fin a mis actos sexuales, no podría recibir la absolución. No recuerdo cómo terminó la confesión, pero en el fondo de mi corazón sabía lo que el sacerdote iba a decir y lo que el Señor me pedía.
Lo que me salvó de perderme completamente fue mi determinación de ir a la misa dominical, pues sabía que era pecado mortal no ir. También sabía, en el fondo de mi corazón que no debía recibir la Sagrada Comunión por los actos que cometía con Sam.
A medida que pasaron los meses, Sam comenzó a mostrar rasgos dañinos de su personalidad. Se volvió extremadamente inseguro y posesivo en nuestra relación, similar al modo en que mi padre había manipulado y controlado psicológicamente a mi madre. Yo me rehusé a tolerarlo. No era feliz para nada, así que le dije a Sam que necesitaba espacio para pensar sobre mi vida y, con suerte, encontrar la paz conmigo mismo y, en definitiva, con Dios.
Aun con todo lo necesaria que era nuestra separación, me resultó difícil, sobre todo considerando la manera en que Sam seguiría adelante porque aún lo recuerdo llorando mientras me rogaba que no lo dejara.
Mi intento de encontrar respuestas y paz no pasó desapercibido, pues el maligno y sus tentaciones parecían golpear con todo mientras el suave susurro del Espíritu Santo estuvo siempre presente, esperando a que soltara todo y dejara a Dios actuar.
Poco sabía que la ayuda habría de llegar en pocas semanas, pero no sino hasta después de un viaje no planeado y transformador a West Hollywood, California, para visitar a una pareja de mujeres homosexuales, amigas mías, originalmente de Nueva York. Era la semana del Día de Acción de Gracias de 1979. Mis experiencias durante esos 10 días parecieron iluminar lo que sería mi vida si seguía en este camino dañino de desenfreno sexual, consumo de cocaína y divagación espiritual.
Pero el Señor, que definitivamente tiene sentido del humor, me dio la oportunidad de reírme de mí mismo y me mostró que mi valor como hijo suyo no viene de lo físico, que es pasajero, sino de lo espiritual, que es eterno.
Entonces, después de devorar una cena de despedida de 5 tiempos con mis amigas, donde el ajo, el ingrediente principal, ahora rezumaba de debajo de mis párpados, decidí salir a la ciudad con la esperanza de resultar atractivo para alguien para pasar un buen rato y aumentar mi ego. Luego de entrar en un bar, recuerdo haber entablado conversación con un chico lo suficientemente amable. Tras un par de minutos de charla, sin ningún tipo de reparo, el chico me dijo, «Hombre, ¿cenaste ajo?» ¡Guau! ¡Era una cabeza de ajo andante y, probablemente, la persona menos atractiva de la Costa Oeste! Tras disculparme con el chico que estaba ahora probablemente a 3 metros de distancia, decidí mejor dejar el lugar antes de que me sacaran por contaminar el aire. Mi deseo de seguir la fantasía por una noche más terminó en un fiasco, mientras que el Señor me recordaba «No poner mi esperanza en los príncipes, sino en Dios”, ¡un recordatorio que necesito aun hasta el día de hoy!
A los pocos días de haber vuelto a casa, el Señor puso su plan en acción.
Ocurrió en una misa dominical durante el tiempo de Adviento. En la procesión de entrada, en el pasillo central, estaba nuestro nuevo sacerdote recién ordenado, a quien veía por primera vez. Mostraba una reverencia en el altar como nunca antes había visto y su homilía fue brillante y profunda. Totalmente inspirado, comencé a reflexionar en lo admirable que era su vida y lo y desastrosa y vergonzosa que era la mía —al menos para mí. Me dije, «quiero ser más como él, respetable y puro». Fue así que me convencí de confesarme con él —afortunadamente aún no cara a cara— y entregarle mi vida al Señor y encontrar la paz que tanto necesitaba.
Con la gracia de Dios obrando, aún me resultaba muy difícil revelarle mi vida secreta a este nuevo sacerdote, desconocido para mí. Fue muy compasivo y me pidió que lo contactara para agendar una cita después de Navidad.
Vi al padre Jim poco después del Año Nuevo de 1980. Reconociendo mi evidente necesidad de ayuda y dirección, acordamos reunirnos semanalmente por una hora hasta que lo considerara necesario.
Tomó algo de trabajo reordenar mi vida espiritual. El padre me guió en una confesión que cubrió todos los pecados de mi pasado, que ni siquiera podía recordar. Esto me trajo la paz que tanto necesitaba. Lo que más elogio del padre, fue la penitencia tan poco convencional que me dio, la cual duró meses, como una serie de oraciones y lecturas diarias continuas. No era cosa de un día. La penitencia consistía en un ofrecimiento matutino; dos misterios del rosario; el salmo 32; 15 minutos de lectura espiritual. Y antes de dormir, el salmo 6; 10 minutos de lectura de los Evangelios, comenzando por el Evangelio de San Mateo; 1 misterio del rosario; y el Acto de contrición. Esta penitencia podría parecer algo extrema, sin embargo, realmente me ayudó a establecer una vida de oración estructurada. Espero que también ayude a cualquiera que tenga dificultad con la oración.
Llevo conmigo, entre otras, una medalla de San Dimas, «el Buen ladrón», como recordatorio de la compasión y la misericordia de Jesús. Y para luchar contra la avalancha de recuerdos pornográficos que inundaban mi mente cuando me iba a dormir por la noche, puse un crucifijo debajo de mi almohada, que permaneció ahí por muchos años. El padre también me pidió que enfrentara mi adicción a la pornografía deshaciéndome de la pesada colección que había acumulado.
Y para todos aquellos que estuvieron fuera a principios de la primavera de 1980 (si ya habían nacido) y vieron una gran luz que brillaba en el cielo del noreste de los Estados Unidos, específicamente del estado de Nueva York, como a 120 kilómetros al norte de Manhattan —era yo que estaba quemando toda mi pornografía en un viejo barril. Sin embargo, lo terrible de esta “ceremonia” fue que tuve que ver nuevamente todo una vez más antes de que ardiera en las llamas. ¡La batalla continúa hasta este día!
Durante una de mis sesiones con el padre, en marzo de 1980, abrió el cajón de su escritorio y sacó un sobre que luego me dio diciendo, «Esto es para ti, creo que te interesará leerlo». Era una carta que el cardenal Cooke, mi arzobispo de la Diócesis de Nueva York, había enviado a todas las parroquias en la que hablaba sobre la necesidad de ofrecer acompañamiento pastoral a hombres y mujeres que lidiaban con la homosexualidad y sobre la posibilidad de formar un grupo de apoyo espiritual para ellos. Básicamente, tenía en mis manos la primera página de lo que sería el mapa de ruta del resto de mi vida. Me sentí feliz al instante por este regalo de apoyo tan oportuno y, al mismo tiempo, sentía temor ante lo desconocido y el compromiso que imaginaba se esperaría de mí.
Nuestra primera reunión se llevó a cabo el viernes 26 de septiembre de 1980 en el Santuario de Santa Elizabeth Ann Seaton en el bajo Manhattan.
Al llegar, fui conducido al salón de reuniones después de pasar un momento a la capilla para orar. Al cabo de unos minutos se abrió la puerta y este sacerdote, amable y modesto, entró en la habitación. Con una voz muy suave, que para mí era reflejo de su paciencia y carácter, se presentó el padre John Harvey.
Las primeras reuniones fueron abrumadoras para mí porque estaba rodeado de un pequeño grupo de hombres, que probablemente me doblaban la edad, y a quienes imaginaba que tenían una fe sólida y sus tendencias sexuales mucho más controladas que las mías.
Recuerdo que pensé. «¿Esto será realmente para mí?», «¿puedo parar o controlar mi atracción por alguien de mi sexo por el resto de mi vida?», «¿No se suponía que este sería el lugar donde encontraría la paz que tanto buscaba?» La batalla interior continuaba, luego comprendí, «¡Lo es! ¡Es hora de tomarlo con seriedad!» «Pero, espera, ¡no quiero estar solo por el resto de mi vida! ¿Castidad ahora y para siempre?» «¿Puedo pensarlo por un tiempo como mi amigo San Agustín que dijo, “Señor, hazme casto, pero aún no”?»
No, esta llamada de atención del Señor no fue nada fácil y por ese motivo, uno de nuestros primeros miembros llamado Bob sugirió que consideráramos la verdaderamente inspiradora virtud de la valentía (courage) para el nombre del apostolado. Y así fue. En pocas palabras, se necesita valentía (courage) para vivir una vida casta.
A medida que continuaban nuestras reuniones, sentí que el Espíritu me llevaba a considerar el plan de Dios para mí, que era reconfortante y decía, «Tal vez el Señor te quiere para él» y quizás «Fuiste elegido junto con tus compañeros miembros de Courage, para ser sus testigos de la verdad del Evangelio». Luego, sentí un golpe de realidad cuando pensé en cómo el Señor, para sus propios propósitos, me había protegido justo a tiempo del trágico desenlace que tantos de mis amigos habían sufrido ante la aparición de un nuevo virus llamado SIDA.
Recordando las palabras de San Agustín, «Nos hiciste para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti», seguí preguntándole al Señor, «¿Por qué permitiste esto?» y «¿De qué manera te sirve mi orientación sexual?» Este era el misterio de mi vida y la pregunta que he contemplado durante años.
Con las Metas de Courage, que me ayudaban a mantenerme enfocado, y ya encaminado hacia la paz y la sanación espiritual, estaba en mejores condiciones de integrar mejor mis relaciones en casa. Comencé a servir como ministro extraordinario de la Eucaristía y llevaba la comunión a los asilos de ancianos de mi ciudad; me uní al coro de mi parroquia y a un ministerio local para jóvenes adultos. En una Cuaresma en particular, me propuse ir a misa diaria y continué con esta devoción por cerca de 20 años, hasta que, en el 2006, el cuidado de mi madre se convirtió en mi prioridad.
Me sentía muy bien sobre el estado de mi vida espiritual y mi madre también notó el cambio en mí. No me lo dijo, pero sí se lo comentó a Judy, una buena amiga mía de la escuela, pues había notado que estaba más contento y que me había vuelto muy religioso.
Cuando lo escuché, no podía agradecer a Dios lo suficiente por haber levantado la carga de angustia que había pesado durante años en el corazón de mi madre por mi causa. Sin embargo, todo esto se vería ensombrecido por una confrontación inesperada e injusta con mi padre.
Una noche llegué a casa de mis padres sin saber que mi madre ya se había ido a dormir. Estaba en la cocina cuando mi padre, ya jubilado, entró en la habitación. Rápidamente supuse que debía haber estado tomando. Tenía una mirada incómoda y yo no estaba preparado para escuchar lo que iba a decir. Fue directo al punto y dijo, «Sé lo que has estado haciendo…no quiero que avergüences a esta familia». Y luego me dijo esa frase clásica, «Dios hizo a Adán y Eva, no a Adán y Esteban». Literalmente, casi me ahogo por la incredulidad de que mi padre, que últimamente parecía poco interesado en nuestra relación, hubiese abordado el tema y, más aún, de que conociera la condenada frase de Adán y Eva. Mi sangre comenzó a hervir preparándome para gritarle mi respuesta mientras pensaba en todo lo que había rezado a diario durante años rogándole al Señor que mi padre nunca se enterara de mi mayor secreto.
Instintivamente ignoré su acusación sobre mis actividades sexuales ya que verdaderamente no había tenido actos sexuales desde que había comenzado Courage aproximadamente hace 7 años atrás. Mi furia, por haber sido tomado por sorpresa, comenzó a apoderarse de mí desatando 25 años de ira reprimida por su adicción al alcohol y la manera que había afectado a nuestra familia. En este punto comencé a gritar, lo que despertó a mi mamá que, al entrar a la cocina, vio lo mal que estaba. En ese momento, finalmente tuve el valor de defenderla de todas las acusaciones que soportó durante años, gritándole, lamentablemente, a mi padre esta desafortunada verdad, «¡Has arruinado su vida con tu vicio por la bebida!»
Mi mamá volvió a la cama y mi padre se sentó en silencio, inclinado sobre la mesa en un gesto de derrota total. Es una imagen que llevo grabada en mi memoria y aún ahora deseo que nunca hubiese ocurrido. No podía imaginar cómo podríamos reparar nuestra relación tan profundamente dañada. En verdad, fue la segunda peor noche de mi vida, siendo la primera aquella noche que descubrí que me atraían los hombres.
Con el paso del tiempo y con la gracia de Dios, mi padre comenzó a ir a misa con mi madre y nuestra relación pareció sosegarse cuando me vio sirviendo como ministro extraordinario de la Eucaristía en la parroquia. Le pedía a Dios que mi padre pudiera ver y apreciar la vida que estaba tratando de llevar, pero supongo que no puedo culparlo por querer verme casado, porque así es como la vida normal debe transcurrir para la mayoría de las personas, ¿cierto?
Fue necesario un evento trágico en la vida de un amigo mío de la infancia y el amoroso toque de Dios para restaurar el vínculo que siempre estuvo ahí pero que había sido enterrado bajo el peso de expectativas insatisfechas y egos heridos.
Mark, un amigo cercano de la escuela primaria, era un profesional en la administración de hospitales en Washington, D.C. Cuando me reveló que era gay le conté sobre mi participación en Courage y sus metas, que no estuvo dispuesto a aceptar. Tristemente, llegó el día en que me contó que tenía SIDA y, en los años 1980s nadie sobrevivía a la enfermedad. En las últimas semanas de su batalla contra esta horrible enfermedad me disuadió de que fuera a visitarlo al hospital, pero finalmente me llamó y dijo que estaba en el hospital y que sería mejor que fuera a visitarlo pronto porque se acercaba el fin. Como era de esperarse, sus padres estaban devastados y me prohibieron contarle a mis padres o a cualquier otra persona la verdad: que Mark tenía SIDA. Vi con mis propios ojos la manera en que los padres de Mark manejaron esta crisis, quizás de manera similar que mis padres. El padre estaba en el pasillo, enojado y humillado por tener un hijo gay, mientras que la madre estaba al lado de su cama, con un paño húmedo sobre la cabeza de su hijo y un tazón de sopa para darle fuerzas. Me dejaron un momento a solas con Mark, tomé su mano despacio y le ofrecí mi amor y mis oraciones, que he continuado hasta el día de hoy. Era el caparazón del hombre que había sido, ciego por el cáncer que había invadido su cuerpo. Lo recuerdo diciendo, «Bien, creo que es mejor que te vayas ahora». Cuando dejé la habitación, la madre de Mark me dio las gracias y me pidió que ayudara a cargar el féretro en el funeral. Intenté, torpemente, consolarla pensando en cómo se habría sentido mi madre si hubiese sido yo quien estuviera en una cama de hospital. Mark murió 4 días después a la edad de 34 años.
Durante la enfermedad de Mark, mantuve a mis padres informados sobre su estado, sin revelarles que su cáncer estaba relacionado al SIDA. Mi padre decidió ir solo al velorio. Después de dar mis condolencias a la familia, pasé a la casa de mis padres y los encontré en la cocina. Mi padre, que estaba sentado a la mesa, se puso inmediatamente de pie y caminó hacia mí. Tenía una gran sonrisa y lágrimas en sus ojos. Tomó mi cara entre sus manos y me acercó a él como diciendo, «Estoy tan feliz de que estés vivo y bien».
Su evidente amor por mí estaba escrito en su rostro y yo quería creer que aún era… su campeón. Por ese breve momento se desvanecieron todas las decepciones y juicios del pasado. Vi a un hombre que siempre había querido lo mejor para mí porque lo había demostrado a lo largo de mi vida, y yo solo quería que estuviera orgulloso de mí.
Este día inolvidable de sanación fue en verdad un regalo de lo más oportuno pues tan solo 6 semanas después el Señor, en su misericordia, llamó a mi padre a su encuentro, hace ya 30 años. Supongo que puedo decir con seguridad que, con el Señor, el don de la redención siempre está ahí a la espera de todos aquellos que clamen a Él, sin importar lo imperfecto o débil que sea nuestro clamor, incluso si es solo un susurro, porque Aquel que hizo el oído siempre nos escuchará y nos responderá.
Reflexionando sobre mis 41 años como miembro de Courage
Mirando 41 años atrás la manera en que se desarrolló el plan del Señor en mi vida, puedo decir que el apostolado Courage/EnCourage, inspirado y creado por el poder del Espíritu Santo y mantenido por la fe, el amor y la perseverancia de la familia de miembros reunida aquí, en este auditorio, y ahora alrededor del mundo, en verdad continúa salvando mi vida espiritual cada día, un día a la vez.
Mi mayor consuelo, después de todos estos años de tratar de aceptar mi debilidad, es que la victoria sobre el pecado —y el crecimiento en la virtud— no se logran en un solo momento definitivo de gracia. La victoria se gana cada día con perseverancia, cuando decidimos levantarnos cada vez que caemos, sin importar cuántas veces suceda, con la confianza de pedir al Señor su misericordia para comenzar de nuevo. ¡Yo lo sigo haciendo constantemente!
Los pensamientos que he intentado controlar, los he tenido. Los lugares que me he dicho que tengo que evitar, los he visitado. Los pecados que dije que jamás cometería, los he cometido. Pido a Dios por todos aquellos a quienes alejé del buen camino y por aquellos que me alejaron de él.
Me ha resultado difícil creer y, peor aún, perdonarme sabiendo que el Señor me perdona en la confesión porque ningún pecado es más grande que el perdón de Dios y su misericordia. ¡Decir lo contrario es blasfemia! Como nos dijo Santa Teresa de Calcuta, «Hemos sido llamados a ser fieles, no exitosos».
Estamos en una guerra para salvar nuestras almas inmortales, que dura toda la vida. Nuestro Señor sabía que no podríamos vivir las enseñanzas de nuestra fe católica solos, por eso, en su sabiduría, trajo a la vida este movimiento contracultural, este remanente de la verdadera Iglesia, con nuestro querido director y amigo el padre John Harvey sus sucesores para guiarnos.
Para mí, el padre Harvey se convirtió en mi padre espiritual, en el amable y dulce buen pastor que admiré y al que recurría cuando necesitaba dirección en mi camino de fe renovado. Estaré eternamente agradecido con el Señor por habernos reunido y por haber tenido el honor de ser llamado uno de sus combatientes veteranos.
A mi familia de Courage
Nunca me hubiese imaginado en aquel septiembre de 1980 hacia dónde me llevaría mi caminar en este apostolado único llamado Courage.
Las amistades forjadas en el sufrimiento compartido en el Señor han sido lo que verdaderamente me ha dado la fortaleza para perseverar en este camino. Si reconociera a cada persona nos quedaríamos aquí toda la noche y sé que terminaría olvidando a alguien, pero estoy tan agradecido de estar ante ustedes a pesar de mi fragilidad, que quiero darles las «gracias» por llevarme en esta misión al cielo por medio de su propio testimonio de la verdad de nuestra vida eterna en Jesucristo.
Gracias a mis hermanos y hermanas de Courage —quienes me han abierto sus hogares y sus corazones durante alguna visita o alguna llamada telefónica en la que han escuchado pacientemente los eventos felices y tristes de mi vida, y han soportado mi incorregible y alocado sentido del humor que espero sea un ingrediente útil para una vida espiritual en vías de recuperación.
Gracias, querida Tina, por tu incansable ayuda y aliento durante el proceso de escritura y edición de este testimonio.
Gracias, padre Timone por ser mi amigo y mentor espiritual por más de 40 años y gracias padre Barnabas Keck, primer capellán de Courage y mi fiel guía hacia el cielo.
Gracias a las increíbles familias de EnCourage que me han mostrado tanto amor y apoyo aun a cientos de kilómetros de distancia, además de brindarme el diálogo paternal que no tuve con mis propios padres.
Gracias a las Hijas de San Pablo que han brindado a Courage su amistad y apoyo inquebrantables desde hace 30 años a partir de la Conferencia Nacional en el Assumption College en 1991.
Gracias a las Hermanas de la Vida (Sisters of Life) por organizar nuestro maravilloso retiro anual para hombres (que desearía hubiese durado más).
Gracias a los Frailes de la Renovación (Friars of the Renewal) por continuar con la obra de nuestro cofundador, el P. Benedict Groeschel.
Meditación final
Me gustaría terminar con la siguiente meditación que realmente me conmovió cuando la escuché narrada tan bellamente el Viernes Santo del 2020 desde la catedral de Notre Dame en París, un año después del terrible incendio que casi destruyó la estructura. Supe que Nuestro Señor me hablaba directamente a mí y de una manera que nunca había escuchado.
Jesús nos habla desde la cruz
«Tengo sed»
He venido a consolarte y darte fuerza.A levantarle y vendar tus heridas.
A disipar con mi luz tu oscuridad y tus dudas.
Vengo con mi poder que me permite llevarte a ti y todas tus cargas.
Vengo con mi gracia para tocar tu corazón y transformar tu vida.
Vengo con mi paz para calmar tu alma.
Te conozco como a la palma de mi mano.
Sé todo sobre ti.
He contado incluso los cabellos de tu cabeza.
No hay nada en tu vida que no sea importante para mí.
Te he seguido a través de los años y siempre te he amado, aun cuando te alejaste de mí.
Conozco todos tus problemas, tus necesidades y tus preocupaciones.
Conozco todos tus pecados, pero como dije, te amo.
No por lo que haces o has dejado de hacer. Te amo por quien eres,
por la belleza y la dignidad que mi Padre te dio al crearte a su propia imagen.
Una dignidad que has olvidado,
una belleza que has empañado por el pecado,
pero te amo como eres y he derramado mi sangre para recuperarte.
Si me lo pides con fe, mi gracia tocará todo aquello que necesita cambiar en tu vida.
Te daré la fuerza para liberarte del pecado y su poder destructor.
Sé lo que hay en tu corazón.
Conozco tu soledad y todas tus heridas,
los rechazos, los juicios, las humillaciones.
Cargué con todo ello antes que tú para que pudieras compartir mi fuerza y mi victoria.
Conozco, sobre todo, tu necesidad de amor, tu sed de amor y de ternura,
y lo mucho que has deseado satisfacer tu sed en vano,
buscando ese amor egoístamente,
tratando de llenar el vacío con placeres efímeros,
con el vacío, aun mayor, del pecado.
¿Tienes sed de amor?
Ah, las palabras del Amante más grande que el mundo jamás conocerá y suena como si hubiera respondido a mi pregunta de toda la vida… «Tal vez el Señor nos quiere a todos para Él».
¡Finalmente, quisiera agradecer a todos aquellos que han orado por mi madre durante todos estos años! Algún día conocerá finalmente a mi familia de Courage que me ayudó a llegar al cielo!
¡Gracias por escucharme!