Ruidos en la oración ¿Cómo los evito?
Ruidos en la oración ¿Cómo los evito?
Por Lícia Pereira de Oliveira, f.m.r*
En la literatura espiritual cristiana encontramos innumerables definiciones de la oración y cada una con sus matices. Muchos santos trataron de describir la oración y a partir de la riqueza de sus experiencias regalaron a la Iglesia textos hermosísimos que nos hablan sobre el encuentro del ser humano con Dios. San Juan Clímaco, en su libro la Escala Espiritual, nos ofrece una descripción que vale la pena compartir
Oración es por naturaleza un diálogo y unión del hombre con Dios. Su efecto es mantener el mundo unido. La oración logra la reconciliación con Dios. La oración es madre e hija de lágrimas, expiación de pecados, puente sobre la tentación, baluarte contra la tribulación. Acaba los conflictos […]. La oración es alegría futura, actividad sin fin, manantial de virtudes, fuente de gracia, progreso oculto, alimento del alma, luz del espíritu, seguro contra la desesperación, esperanza cierta, destierro de la tristeza. La oración es […] reducción de la cólera. Oración es […] evidencia de nuestra condición, revelación del futuro, anuncio de gloria [1].
Las palabras de San Juan nos hacen ver que la oración nos pone en un horizonte de vida vastísimo y por esta razón no es raro que encontremos obstáculos para rezar. En la medida que avanzamos en nuestra vida espiritual, vamos sanando heridas, reconciliándonos y transformándonos; es un proceso de maduración y por ello, no está libre de tensiones, muy por el contrario. Es inevitable que Dios al tocarnos con su Gracia suscite reacciones de oposición. Estas resistencias no son necesariamente negativas, es más, si ellas no aparecen, sería necesario preguntarnos si hemos permitido que Dios toque los puntos neurálgicos de nuestra existencia o si nos hemos quedado en la superficie, agarrados a los lugares comunes de la práctica de la oración. Si queremos madurar en la vida espiritual hay que emprender el combate de la oración [2].
Algunos “ruidos” en la oración y como enfrentarlos
Cuando ya hemos cogido el hábito en la vida de oración y estamos avanzando en ella es posible que suframos algunos engaños al momento de rezar. Un engaño muy común es el excesivo protagonismo en la oración. La oración, recordemos, es un diálogo de amor con Dios, pero en este diálogo debemos escuchar, más que hablar. Otro error del “yo” es creer que los frutos de la oración dependen de nosotros. Ciertamente hay que tener las disposiciones adecuadas para rezar, pero no podemos olvidarnos que la oración es un don de Dios y por ello, la disposición adecuada es la humildad.
Otro ruido en la oración son las distracciones. La distracción es la interrupción de la atención que está enfocada en un determinado objeto a causa de otros estímulos ajenos a la actividad que estamos realizando. Estos estímulos afectan nuestra capacidad de permanecer en la actividad inicialmente seleccionada” [3]. Las distracciones son normales, y no debemos asombrarnos, ni entristecernos por ello. Es común, al darnos cuenta de que nos hemos distraído, que nos desalentemos y hasta nos enojemos con nosotros mismos. Tal actitud es una nueva distracción. Lo que debemos hacer es “con simplicidad, paciencia y dulzura, llevar nuestro espíritu a Dios. Y si nuestra hora de oración ha consistido solo en esto: perdernos incesantemente y volver nuevamente al Señor, esto no es grave. Si hemos intentado volver al Señor cada vez que nos hemos dado cuenta de nuestra distracción, esta oración, aun en su pobreza, será sin duda muy agradable a Dios” [4]. La clave para superar la distracción es seguir orando como si nada hubiera pasado.
Otro ruido es la aridez. Por aridez entendemos una experiencia de frialdad, de falta el gusto por las cosas de Dios. A diferencia de las distracciones, la aridez puede ser fruto de la falta de cuidado con la vida espiritual, fruto de pequeñas negligencias que se acumulan generando tibieza espiritual. Pero, y es bueno advertir, en la aridez también puede intervenir causas psíquicas que genera una especie de fatiga espiritual y finalmente, puede ser un signo de Dios que desea purificar nuestra oración para que busquemos a Dios por Él mismo y no por sus consuelos.
Tomar conciencia de algunos de los ruidos en la vida de oración debe llevarnos a cultivarla con el mismo cuidado, diligencia y dedicación de quien cultiva un jardín o una huerta, pues
la vida con cuanto la compone impulsa a acudir a Dios sea en petición de ayuda, sea en actitud de acción de gracias o de petición de perdón o de ayuda, así como, en otras ocasiones, a tomar conciencia de la necesidad de crecer en espíritu de servicio, en docilidad al Espíritu Santo o en identificación con Cristo para estar así en condiciones de afrontar la propia existencia con un talante alegre y esforzado, incluso en los momentos de dificultad… la familiaridad e intimidad con Dios que la oración presupone y desarrolla no puede quedar encerrada en los momentos dedicados especialmente al encuentro con Dios, sino que tiende espontánea a reverberar sobre el conjunto del existir para vivirlo según Dios y en Dios [5].
Referencias
1. SAN JUAN CLÍMACO, Escala espiritual, 28,1, 242.
2. Cfr. COSTA, Maurizio, Voce tra due silenzi. La preghiera cristiana, EDB, Bologna 1998.
3. Cfr. GALIMBERTI, Umberto «Atención, en Dicionário de Psicologia, Siglo veintuno editores, Coyoacan-Buenos Aires, 2002, p. 125.
4. PHILLIP, Jacques, El Tiempo para Dios. Guía para la vida de oración, Paulinas, Buenos Aires 2011, p.109.
5. LLANES, José Luis, Tratado de Teología Espiritual, Eunsa, Navarra, 2007, p. 478.
* Lícia Pereira es laica consagrada de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación y en este momento reside con su comunidad en Brasil.
Jubileo de Namugongo: lecciones de nuestros santos patronos
Jubileo de Namugongo: lecciones de nuestros santos patronos
P. Philip Bochanski
Conferencia Anual Courage y EnCourage 2014,
Universidad Villanova, Filadelfia, EE.UU.
En Filadelfia siempre concluimos nuestras reuniones de capítulo con la oración del Memorare y una pequeña letanía de los santos. Algunos de estos santos fueron mártires por defender la castidad, como San Juan Bautista o Santa María Goretti. También invocamos a San Agustín, quien durante su vida se esforzó por vivir la castidad, y a Santa Mónica, su madre, cuyas fervientes oraciones lo ayudaron. Pedimos, incluso, por la intercesión del joven Beato Pier Giorgio Frassati, modelo de castidad, amistad santa y masculinidad auténtica. Pero hay un nombre en la letanía que siempre me intrigó, San Carlos Lwanga.
Invocamos a San Carlos y a sus «compañeros» porque son los santos patronos del apostolado Courage pero, al preguntar, parecía que nadie sabía de ellos más allá de una vaga referencia a su biografía y al hecho de que prefirieron el martirio antes que ceder a los deseos homosexuales del rey. Fue así que me propuse leer todo lo que encontrara sobre ellos y lo que aprendí me sorprendió mucho.
Los 22 mártires de Uganda, algunos de ellos entre los 14 o 16 años de edad, dieron un testimonio impresionante de fe, caridad, castidad y muchas otras virtudes. Su historia comienza en el reino de Buganda, una de las partes más antiguas y pobladas de lo que ahora es la nación de Uganda en el este de África.
Los primeros europeos que llegaron a la zona fueron los exploradores británicos John Hanning Speke y James Augustus Grant, que buscaban el nacimiento del Río Nilo. Cuando llegaron a Rubaga, la capital del reino, en 1862, se encontraron con una sociedad impresionantemente organizada, con muchos clanes y jefes locales centrados alrededor del rey, conocido como el kabaka, y su corte.
El kabaka Mutesa I causó una gran impresión en sus visitantes. Además de alto y majestuoso, era también excepcionalmente inteligente; su nombre real, Mutesa, significa «aquél que es sabio en el consejo». Aparentemente, sus súbditos lo querían y le obedecían sin dudarlo. En la ley y la tradición del reino estaba totalmente prohibido cuestionar las órdenes del rey y la desobediencia se castigaba con una rápida ejecución pública.
El segundo hombre más poderoso en el reino era una especie de combinación entre un canciller y un primer ministro, conocido como el katikiro. La familia real estaba conformada por docenas de esposas y decenas de niños. Innumerables ministros y asistentes, incluyendo cientos de pajes reales supervisados por el mayordomo del palacio, se encargaban del servicio de la casa real.
La religión nativa de Uganda era monoteísta. Adoraban a Dios bajo varios títulos como Maestro, el Señor de los cielos y “Katonda”, el Creador. Las bendiciones diarias sobre el hogar y la familia, así como la veneración de los ancestros, formaban parte importante de la vida religiosa del lugar. Alrededor del siglo dieciséis, los inmigrantes llegados al reino introdujeron la adoración de varios dioses falsos junto con profetas y médiums que trataban de influenciar a la corte real.
En la segunda mitad del siglo XIX, los mercaderes árabes se abrieron camino desde la costa este hasta la corte del kabaka Mutesa, trayendo consigo el islam. Mutesa les dio una calurosa bienvenida pero nunca se convirtió al islam.
Los exploradores ingleses le explicaron el cristianismo a Mutesa y, con su consentimiento, escribieron a Inglaterra pidiendo misioneros dispuestos a ir a Buganda. El primer grupo de anglicanos de la Sociedad Misionera de la Iglesia llegaron a Rubaga a finales de junio de 1877.>
Cerca de un año después, se les unieron cuatro miembros de la «Sociedad de Misioneros de Nuestra Señora de las Misiones Africanas», conocidos comúnmente como «los Padres blancos». El padre León Livinhac —posteriormente vicario apostólico para la región y superior general de su orden, lideraba el pequeño grupo. Iba acompañado del padre Ludovic Girault, el padre Leo Barbot, y el padre Simeón Lourdel, quien se adelantó durante el viaje y fue el primero en llegar al reino.
Parecía que el kakaba Mutesa disfrutaba escuchar al padre Lourdel, a quien a menudo se refería como «Mapera» —su versión de «mon pere» («mi padre» en francés). Disfrutaba, en especial, enfrentar al padre Lourdel con Alexander Mackay, el ministro presbiteriano que encabezaba el grupo de misioneros británicos, pidiéndoles a ambos que le explicaran algún punto de la doctrina y a menudo solía decirle a Mackay que deseaba que Mapera lo bautizara.
Sin embargo, en realidad, la principal preocupación de Mutesa era siempre la seguridad de su reino y su gente y por lo regular, los asuntos políticos tenían prioridad sobre los religiosos. A veces parecía acercarse a los misioneros católicos, luego a los protestantes y después parecía que se iría con los musulmanes —dependiendo de qué poder empírico, francés, británico o turco, consideraba que ponía su gobierno en riesgo.
Al final, Mutesa nunca se convirtió al cristianismo ni al islam, pero permitió que «los Padres blancos» evangelizaran en su reino, lo que comenzó en Rubaga. Con el tiempo, el kabaka impuso una restricción importante: debían limitar sus enseñanzas y evangelización únicamente a los miembros de la casa real. Esto, presuntamente, con la intención de tenerlos bajo supervisión y que el rey pudiese intervenir, si era necesario, para mantener las cosas bajo control.
En realidad, los niños y los jóvenes que servían como pajes y sirvientes en el palacio real se habían interesado mucho en las conversaciones entre el Kabaka y el padre Lourdel. Cuando fue evidente que Mutesa no podía decidirse entre las religiones, sintieron que debía tratarse de algo realmente importante para haber llevado a su rey todopoderoso a tal disyuntiva. Una vez que se les concedió el permiso, acudieron inmediatamente a los Padres blancos para que estos los instruyeran en la fe.
Cuatro catecúmenos recibieron instrucción juntos en 1880 y fueron bautizados en abril y mayo de 1882. Eran sirvientes importantes del rey, quienes después se convertirían en líderes entre los mártires. Los primeros dos servían directamente en la casa real.
José Mukasa tenía cerca de 14 años de edad cuando comenzó a servir como paje en el palacio real. Al poco tiempo causó una gran impresión en el mayordomo del palacio, quien luego lo llevó a servir en los departamentos privados del kabaka. Alrededor de los veinte años, se unió a la instrucción como catecúmeno y fue bautizado por el padre Lourdel en abril de 1882.
El mejor amigo de José Mukasa era Andrés Kaggwa, aproximadamente cinco años mayor que él. Cuando era niño, Andrés había sido musulmán, sin embargo, fue capturado como esclavo en uno de los reinos aledaños a Buganda. Fue llevado al palacio como sirviente, donde su carácter alegre lo hizo popular entre los pajes reales. Cuando los exploradores europeos trajeron tambores a la corte, Mutesa hizo que varios de sus pajes, incluido Andrés, tomaran clases para aprender a tocar.
Andrés tenía cerca de 25 años cuando fue recibido como catecúmeno. José y él fueron bautizados el mismo día en 1882. Por ese mismo tiempo, Andrés fue ascendido al puesto de Mugowa, maestro de la banda militar de la casa real.
Los otros dos miembros del primer grupo de catecúmenos servían a uno de los consejeros más cercanos del rey, el jefe de la comarca Ssingo, que quedaba a doce horas de viaje a pie desde Rubaga. Matías Kalemba fue capturado y vendido al jefe de Ssingo cuando era un niño pequeño. Como creció en la casa del jefe, Matías se convirtió en un miembro muy querido de la familia y se le confiaron responsabilidades cada vez mayores. Cuando se convirtió en un joven, se le puso a cargo de todo el servicio de la casa del jefe y se le dio el título de «Mulumba».
Tradicionalmente, el jefe de Ssingo tenía la responsabilidad de construir y reparar las moradas en el palacio real, fue así como Matías entró en contacto con los Padres blancos cuando iba a supervisar la construcción de sus casas en Rubaga. Tenía cerca de 45 años en ese tiempo.
Matías fue bautizado el mismo día de mayo de 1882 que Lucas Banabakintu, otro sirviente del jefe de Ssingo. Lucas vivía en una pequeña propiedad que le había dado el jefe cerca de Ssingo y era responsable de supervisar a los sirvientes que vivían fuera del recinto del jefe. Escuchó de la fe a través de su amigo Mulumba y recibieron la instrucción juntos.
Una vez bautizados, estos cuatro hombres distinguidos ayudaron a los padres a preparar a otros para recibir la fe y formaron dos centros de evangelización en torno a ellos. Cuando los padres se sintieron obligados a dejar Buganda, en 1883 (a causa de su mala salud, así como por las amenazas de los musulmanes, cada vez más hostiles ante su misión), los cuatro se convirtieron en los líderes de los católicos en Rubaga y Ssingo. En ese tiempo había cerca de 150 católicos en la casa real en varios niveles de formación.
Carlos Lwanga entró al servicio del jefe de Kirwanyi (que vivía aproximadamente a 132 kilómetros al noreste de Rubaga). Cuando su jefe fue nombrado jefe de Kitsea, cerca de Ssingo, Carlos y el resto de los sirvientes lo acompañaron. A menudo, el jefe enviaba regalos de ganado y productos agrícolas al kabaka, y los dos sirvientes encargados de llevar los regalos visitaban frecuentemente a los Padres blancos, quienes les enseñaban sobre el cristianismo.
De regreso en Kitsea, estos sirvientes compartían lo que habían aprendido con el resto de la servidumbre, incluido su amigo Carlos Lwanga. Aunque tenían que mantener estas lecciones en secreto, Carlos quedó muy impresionado con sus enseñanzas. En 1884, Carlos fue enviado a la capital para servir en la casa del kabaka, donde fue designado para supervisar a los pajes de la gran sala de audiencias. En este puesto, se reportaba directamente con José Mukasa y ambos trabajaban juntos, no solo organizando el trabajo de los pajes, sino también instruyéndolos en la fe. Tenía cerca de 24 años de edad en ese tiempo, casi la misma edad de José Mukasa.
El kabaka Mutesa murió en octubre de 1884 y fue sucedido por Mwanga, uno de sus muchos hijos. En el momento de su ascenso al trono como Mwanga II, el trigésimo primer kabaka de Buganda, tenía 18 años de edad, tan solo unos años más que la mayoría de sus pajes. Mwanga se enfrentó a la misma situación que su padre respecto a los exploradores europeos y compartía la misma preocupación que su padre sobre el resguardo de sus fronteras y la vida de su gente. Sin embargo, no compartía su sensibilidad política ni su paciente prudencia. Algunos reportes de ese tiempo describen a Mwanga como «nervioso, desconfiado, voluble» y propenso a arrebatos de ira y pasión.
Como príncipe, Mwanga había sido amigable con los misioneros católicos y había enviado a muchos de sus sirvientes para que fuesen instruidos por ellos. Cuando partieron en 1883, el padre Lourdel le dijo a Mwanga que regresarían cuando él fuera kabaka. El padre Lourdel regresó en julio de 1885 acompañado por el padre Giraud y un hermano lego, y fueron recibidos con gran algarabía en el camino por un grupo de guardias reales y numerosos mensajeros con regalos. Fueron al palacio, donde fueron recibidos con alegría por el mismo Mwanga.
Tristemente, este sentimiento favorable hacia los cristianos no duró mucho. Mwanga comenzó a tornarse hostil hacia los sirvientes católicos, especialmente hacia José Mukasa, motivado por dos influencias. El segundo del rey, el katikiro o canciller, había planeado un golpe de estado sin éxito a principios de 1885. José Mukasa advirtió al rey sobre la conspiración, por lo que Mwanga llamó al katikiro para decirle que sabía todo sobre sus planes. El katikiro fue humillado y tuvo que rogar por su vida y más aún por su puesto. Mwanga ascendió a Mukasa al puesto de mayordomo y decía abiertamente que lo nombraría como su siguiente canciller. Decir que el katikiro le guardaba resentimiento a Mukasa es poco.
Además, algunos reportes de ese tiempo indican que Mwanga practicaba actos homosexuales con sus pajes quienes, como ya mencionamos, eran adolescentes como él, de su misma edad o un poco menores. Es difícil determinar qué tanto tenía que ver esto realmente con la atracción al mismo sexo o con una intoxicación de poder y placer como consecuencia de ser monarca absoluto a la edad de 19 años. Con el paso del tiempo, Mwanga tuvo dieciséis esposas y fue padre de al menos diez hijos. De cualquier forma, el katikiro lo alentaba a seguir con esas prácticas, mientras que José Mukasa hacía todo lo posible para alejar, al menos a los pajes cristianos, de las insinuaciones del rey, y le expresaba en privado al rey su repulsión sobre esta situación.
En 1885 José se enfrentó abiertamente con el kabaka. En septiembre de ese año, el obispo anglicano James Hannington anunció su intención de presentarse al rey. Aun en contra del consejo de su guardia militar, el obispo Hannington decidió entrar al país, no a través del lago, como era costumbre, sino por tierra, a través de Bugosa, al oeste de Buganda. Una profecía pagana que decía que una maldición llegaría a Buganda de Bugosa, aunada a la paranoia y desconfianza natural de Mwanga respecto a los extranjeros, lo convencieron de que la llegada del obispo era el pretexto para una invasión británica.
Incitado por el katikiro, Mwanga envió a sus soldados para interceptar al obispo y sus acompañantes y para ejecutarlos si intentaban entrar al reino. Cuando José se enteró, el 25 de octubre, confrontó al rey cara a cara en presencia de varias de las princesas y pajes. Mwanga estaba furioso y lo mandó lejos.
El 11 de noviembre, el padre Lourdel fue con el rey, junto con los misioneros anglicanos y le rogó que no matara al obispo Harrington, pero ya era demasiado tarde — tanto el obispo como sus acompañantes habían sido asesinados el 29 de octubre. El rey enfureció de nuevo y exigió saber quién le había informado de sus planes. Le gritó al padre Lourdel y amenazó con matar a todos los misioneros. Después de un par de horas los dejó ir.
En los días posteriores, el padre Lourdel bautizó a todos los catecúmenos que estaban listos, pues no sabía hasta cuándo le sería permitido estar con ellos. Cerca de la mitad de los 22 mártires católicos fueron bautizados entre el 15 y el 17 de noviembre de 1885.
Durante los siguientes tres días, Mwanga estuvo molesto por esta confrontación. Sus quejas contra Mukasa por sus enfrentamientos pasados lo convencieron de que José era el traidor en la casa real que había informado a los misioneros sobre sus planes. En la mañana del 14 de noviembre llamó a Mukasa y lo reprendió, durante casi toda la noche, por su supuesta falta de lealtad. A la mañana siguiente, José, bastante sobresaltado, se dirigió a la misión católica a donde iba a misa y recibió la comunión de manos del padre Lourdel. Poco después, tras volver a casa, fue llamado nuevamente al palacio.
Mwanga había reunido a sus jefes y consejeros y les preguntó lo que debería hacer respecto a José Mukasa. Alentado por ellos, especialmente por el katikiro, decidió condenarlo a muerte. Ordenó que lo quemaran vivo y los verdugos lo sacaron de inmediato y comenzaron a armar la hoguera. Conociendo la naturaleza impulsiva del rey, se tomaron su tiempo con la esperanza de que Mwanga cambiara de opinión, pero al poco tiempo llegó un mensajero del katikiro para asegurarse de que se llevara a cabo la sentencia.
Hasta el final de su vida, José Mukasa mostró su preocupación por su viejo amigo y señor. Sus últimas palabras fueron tan compasivas como duras:
«Digan al kabaka Mwanga, de mi parte, que me ha condenado injustamente, sin embargo, lo perdono. Pero que se arrepienta, porque si no lo hace, yo seré su acusador ante el trono de Dios».
Sus verdugos pusieron a José en la hoguera y cortaron su garganta, luego quemaron su cuerpo hasta las cenizas. El primero de los mártires de Uganda murió la mañana del 15 de noviembre de 1885. Carlos Lwanga fue bautizado al día siguiente y, como supervisor de los pajes, tomó el rol de José Mukasa como líder de los catecúmenos en el palacio. Al día siguiente, Mwanga canceló todos sus compromisos en la corte y llamó a todos los pajes que habían servido bajo la dirección de Mukasa. Cuando llegaron, ordenó que quienes no rezaban con los misioneros cristianos se pusieran a su lado. De las docenas de pajes que se reunieron ahí, solo tres respondieron a su orden, el resto se quedó en su lugar. Mwanga enfureció y les gritó: «¡Los mandaré matar a todos!»
La respuesta de los pajes fue tan simple como valiente:
«Está bien, señor, mátanos a todos».
Aun ante a sus amenazas iracundas, los jóvenes permanecieron fieles a su rey y firmes en su fe. No cuestionaron lo que les dijo, pero tampoco se dejaron amedrentar. Esa noche, muchos otros pajes fueron con los Padres blancos para ser bautizados. Podemos darnos una idea de lo urgente de la situación por un dato interesante sobre los jóvenes que fueron bautizados el 15 y 16 de noviembre.
Adolfo Ludigo— Aquiles Kiwanuka—Ambrosio Kibuka—Anatole Kirggwajjo...¿Se fijan en sus nombres cristianos? Podemos especular que, ante la urgente necesidad de bautizarlos, los padres no tuvieron tiempo de preguntarles qué nombres de santos querían y simplemente tomaron los nombres del índice de los santos que empezaban con «A», ¡bautizándolos en orden alfabético!
Los siguientes meses fueron una especie de guerra fría entre Mwanga y los misioneros católicos, con los pajes atrapados en medio. A menudo, el rey retrasaba y, a veces, se negaba por completo a recibir a los sacerdotes, y comenzó a insistir en que los pajes no dejaran el palacio para ser instruidos por estos. Ante esta situación, el rol de Carlos Lwanga como catequista y líder se volvió aún más importante.
El 22 de febrero de 1886, se incendió el palacio del rey y el 24 del mismo mes cayó un rayo sobre la casa del kitikiro, a donde se había mudado el rey. Como Nerón varios siglos antes, Mwanga dejó que estos eventos y las mentiras de sus consejeros aumentaran su recelo contra los cristianos. Enfureció aún más cuando el 22 de mayo su media hermana, la princesa Nalumansi, que había sido bautizada como protestante y después se casó con un católico y se unió a la Iglesia, quemó públicamente sus amuletos, desafiando públicamente las tradiciones de su familia.
Todos estos eventos, aunados a la actitud de los pajes cristianos que se negaban, cada vez más abiertamente, a las insinuaciones sexuales del rey, lo llevaron al límite de la ira. De hecho, la gota que derramó el vaso llegó tan solo algunos días después, el 25 de mayo de 1886, después del desafío de la princesa.
Tras el incendio en Rubaga, la corte real se trasladó aproximadamente a nueve kilómetros de Munyonyo, un recinto real cerca de la costa del Lago Victoria. Como esta residencia era mucho más pequeña que el palacio principal, solo un número reducido de pajes servían al rey.
El 25 de mayo, el rey organizó una excursión y fue al lago a cazar hipopótamos. Los pajes pensaban que el rey estaría fuera todo el día, por lo que, fuera de costumbre, aprovecharon para tomarse el día libre y fueron a la misión católica para estudiar la fe con el padre Lourdel. Sin embargo, al no encontrar ningún hipopótamo, Mwanga regresó temprano al palacio, de muy mal humor. Al ver que no había ningún paje para servirlo, enfureció y exigió saber qué era lo que sucedía.
El rey estaba particularmente molesto por la ausencia del joven paje Mwafu, hijo del katikiro y principal objeto de su deseo.
Mwanga supo que Mwafu había sido visto yendo de regreso a la capital en compañía de Denis Ssebuggwawo, un paje católico que había sido bautizado el día siguiente de la muerte de José Mukasa. El kabaka enfureció ante la idea de que los católicos querían alejar a Mwafu de él.
Justo en ese momento, Denis y Mwafu entraron al palacio y se apresuraron corriendo para pedir la misericordia del rey. Denis admitió que había llevado a Mwafu a aprender sobre la fe católica. Mwanga tomó una lanza de cacería y comenzó a golpear a Denis en la cabeza y el pecho hasta que la lanza se rompió en su mano. Lo arrastró hasta la sala de audiencias y lo entregó a los verdugos. Denis estuvo bajo custodia toda la noche, esperando que su tío, el katikiro, retrasara su ejecución. Sin embargo, fue llevado al bosque a la mañana siguiente y apuñalado hasta la muerte. Murió el 26 de mayo de 1886 a la edad de 16 años.
La noche que Denis Ssebuggwawo fue arrestado, Carlos Lwanga reunió a todos los pajes que estaban en la casa real. Por supuesto, estaban aterrorizados, pero él los fortalecía con palabras de ánimo:
«En varias ocasiones el kabaka les ha ordenado que apostaten, parece que dentro muy poco les ordenará nuevamente que renuncien a su religión. Solo deben seguirme en grupo y afirmar con valentía que son cristianos».
Esa noche, Carlos bautizó a cinco de los pajes, cuatro de ellos— Gyavira, de 17 años; Mugagga, de 16; Mbaga Tuzinde, de 17; y Kizito, de 14, en breve se convertirían en mártires. Como no tenía acceso al libro de los santos del padre Lourdel, estos nuevos católicos fueron bautizados sin recibir un nombre cristiano. En la mañana del 26 de mayo, Mwanga llamó nuevamente a todos los pajes ante su presencia. Sus consejeros, especialmente el katikiro, lo urgieron para que, de una vez por todas, pusiera fin a la resistencia de los cristianos ejecutándolos a todos. Cuando los pajes llegaron a la sala de audiencias, vieron que los verdugos reales ya estaban ahí esperando las órdenes del rey.
El padre Lourdel se enteró de lo que ocurría y se apresuró a Munyonyo, pero cuando llegó no le permitieron entrar al palacio. Carlos Lwanga acompañó a los pajes ante la presencia del rey y lo saludaron respetuosamente. Esto lo enfureció aún más. Ordenó que todos los que siguieran a los misioneros cristianos se pusieran en un lado del salón y que los paganos permanecieran a su lado. Entre los cristianos se encontraba Mbaga Tuzinde, el hijo del jefe de los verdugos, quien permaneció firme aun cuando el canciller le dijo que dejara el grupo. Los 19 cristianos —17 católicos y 2 anglicanos— fueron atados de pies y manos y llevados al punto de la ejecución. El padre Lourdel los vio pasar y estaba igual de impresionado que los verdugos ante la actitud pacífica e incluso alegre que mostraban los futuros mártires.
Andrés Kaggwa, el director de la banda real se enteró de lo que había ocurrido en la mañana y volvió rápidamente al palacio para confesar que él también era cristiano. Fue capturado en el camino y llevado ante el katikiro, que aún estaba furioso de que su hijo Mwafu hubiese comenzado a ser cristiano. Tras reprender a Andrés, el canciller ordenó su ejecución. Lo llevaron afuera, detrás de la casa del canciller, donde primero le cortaron un brazo y después la cabeza; luego cortaron el resto del cuerpo en pedazos y los esparcieron por el lugar. Tenía cerca de 30 años cuando murió la tarde del 26 de mayo.
Había trece puntos de ejecución oficiales en el reino y se ordenó que los pajes fuesen llevados a Namugongo, a 19 km de distancia. La costumbre era ejecutar a un prisionero al comienzo del camino y en cada cruce principal de caminos como advertencia para los demás.
Pontian Ngondwe, un guardia del palacio de aproximadamente 30 años fue el primero del grupo en morir, antes de que dejaran Munyonyo. Cuando el grupo llegó a la capital, Athanasius Bazzekuketta de 20 años de edad fue apuñalado hasta la muerte y cortado en pedazos. Pasaron la noche en la prisión de Rubaga y, a la mañana siguiente, Gonzaga Gonza, de 24 años, fue atravesado con una lanza y decapitado en Lubawo. Los prisioneros llegaron a Namugongo el 27 de mayo por la tarde y permanecieron en prisión por una semana mientras se hacían los preparativos para su ejecución.
Matías Kalemba, el Mulumba, y Lucas Banabakintu estaban sirviendo al jefe de Ssingo, aproximadamente a 64 Km de Munyonyo.
Cuando Matías se enteró de lo ocurrido en el palacio, se encaminó, junto con Lucas para entregarse por ser cristianos, como lo había hecho Andrés Kaggwa. Al igual que su amigo, ambos fueron capturados en el camino y llevados a la casa del katikiro el 27 de mayo. El canciller ordenó que Lucas fuese llevado con los demás a Namugongo, pero tenía planeado algo especialmente cruel para Matías.
A las 10:00 a.m. del 27 de mayo, Matías, ya de 50 años, fue llevado al camino hacia Namugongo donde primero le cortaron las manos, después los brazos, luego los pies, después las piernas. Después le arrancaron la piel del cuerpo. Dejaron la cabeza y el tronco intactos y lo dejaron a la orilla del camino para que muriera. Algunos testigos reportan haberlo encontrado aún con vida dos días después, pero tenían demasiado miedo de ser encontrados cerca de la víctima del rey y huyeron. Matías murió al día siguiente, el domingo 29 de mayo, después de tres días de agonía.
Cuando Matías dejó Ssingo, puso a Noé Mwaggali, un alfarero, a cargo de la finca. Los representantes del rey, que pretendían saquear la residencia de Matías, encontraron ahí a Noé la mañana del 30 de mayo. El representante del rey clavó su lanza a Noé en la espalda, quien cayó gravemente herido. Después lo ataron a un árbol y, tras causarle muchas otras heridas, los hombres del rey le echaron encima los perros de la aldea. Agonizó todo el día y murió la noche del 30 de mayo a la edad de 35 años.
Las ejecuciones en Namugongo siempre se llevaban a cabo quemando vivos a los condenados. Las hogueras se construían como estructuras de madera bajo las cuales los verdugos podían encender fuegos controlados para asegurarse de que las víctimas sufrieran el mayor tiempo posible. Las eran envueltas en unos tapetes de juncos para impedirles el movimiento, sirviendo a la vez como leña.
Después de una semana en prisión, llevaron a los cristianos a la hoguera temprano por la mañana, el 3 de junio de 1886, jueves de la Ascensión en ese año. El jefe de los verdugos tomó a Carlos Lwanga aparte, como su víctima personal, mientras que los demás fueron atados y puestos sobre la estructura de madera. Carlos Lwanga fue llevado a una hoguera más pequeña, construida a la orilla del camino. El verdugo encendió primero la madera bajo sus pies; cuando estos se quemaron hasta los huesos, procedió a quemarle las piernas y continuó así hasta que llegó a su pecho y su corazón dejó de latir.
Mientras yacía en la hoguera, Carlos confrontó a su verdugo diciendo:
«¡Eres un pobre tonto! No sabes lo que estás diciendo...Me estás quemando, pero es como si estuvieras vertiendo agua sobre mi cuerpo. Muero por la religión de Dios». Carlos Lwanga murió pronunciando el nombre de Dios.
El mismo destino les esperaba a los otros mártires en lo alto de la colina. Los fuegos fueron encendidos dos veces para reducir los cuerpos a cenizas. En total murieron doce mártires católicos el 3 de junio de 1886, así como, al menos, catorce mártires anglicanos.
Un mártir más despertó el odio del rey y su canciller, en particular. Jean Marie Muzeyi, quien había servido al Rey Mutesa como paje, era bien conocido por su lealtad y caridad para con los necesitados. A finales de enero de 1887, fue llamado por el rey, a quien confesó su fe católica. Fue entregado al canciller y nunca se le volvió a ver. Se cree que fue decapitado el 27 de enero y que su cuerpo fue arrojado a un pantano cerca de Rubaga. Tenía poco más de treinta años.
La persecución terminó a finales de 1887, pero algunos reportes enviados a Inglaterra por los misioneros protestantes aumentaron el apoyo británico a la colonización del país. Para 1894 Buganda se había convertido en un protectorado británico. Tras una declaración de guerra mal planeada en contra de los británicos, Mwanga huyó del país en 1897 y fue depuesto.
Poco después de la muerte de Carlos y sus compañeros en Namugongo, los Padres blancos comenzaron a reunir evidencias de los testigos sobre las vidas de los mártires y su ejecución; enviaron los testimonios a su padre general y después a Roma para comenzar con el proceso de canonización. Los mártires fueron declarados venerables en febrero de 1920 y en junio de ese año los beatificó el Papa Benedicto XV. El Papa Pablo VI canonizó a los 22 mártires de Uganda en la plaza de San Pedro el 18 de octubre de 1964.
Durante la homilía de la misa de canonización, el Santo Padre dijo, «Los mártires africanos agregan una página más al martirologio—el cuadro de honor de la Iglesia— una ocasión tanto de duelo como de alegría. Esta es una página que merece, en todos los sentidos, ser agregada a los anales de esa África de tiempos pasados a la que, como hombres de esta era y de poca fe, nunca esperamos que fuera a repetirse... ¿quién hubiese pensado que en nuestros días habríamos de ser testigos de hechos tan heroicos y gloriosos? Estos mártires africanos proclaman el comienzo de una nueva era. ¡Si tan solo la mente del hombre se enfocara, no en las persecuciones y los conflictos religiosos, sino en el renacimiento del cristianismo y la civilización!»
Los Padres blancos dedicaron un santuario en el lugar del martirio en Namugongo en 1935. En 1969, durante la primera visita pastoral de un papa a África, el Papa Pablo VI dedicó la primera piedra de la nueva basílica. La iglesia actual es un lugar de peregrinación y recibe millones de peregrinos cada año.
Mark Twain dijo una vez, bromeando, que la autobiografía de Benjamín Franklin había hecho miserables a millones de niños por generaciones ya que, ¿quién podría llegar al nivel de destreza y estudio que Franklin había mostrado en su juventud?
Siempre resulta un poco desafiante contar la historia de un mártir pues nos recuerda que en nuestros propios esfuerzos por mantener la fe y hacer el bien, «no hemos resistido todavía hasta derramar nuestra sangre», como dice la Carta a los hebreos. Pero el ejemplo de estos mártires, nuestros santos patronos, es mucho más que una historia espantosa, aunque heroica, y mucho más que un simple recordatorio para esforzarnos más. Estoy convencido de que pueden ser un ejemplo para nosotros que nos esforzamos por vivir las cinco metas de Courage.
Aun si los miembros de Courage no saben nada más sobre los mártires de Uganda, sí saben que incurrieron en la ira del rey por no consentir a practicar actos homosexuales con él. Esto es cierto, como hemos visto especialmente en el primer arranque de ira a finales de mayo de 1886, ante la posible conversión de Mwafu, el favorito del rey, lo que desató la persecución.
Sin embargo, aún queda mucho por aprender de los mártires de Uganda sobre esta virtud de la castidad. José Mukasa y Carlos Lwanga cuidaron a los pajes bajo su autoridad y los protegieron del acoso del rey. ¿Pero cómo lo hicieron? Con paciencia y prudencia, aunadas a un poco de creatividad. Sabían que era inútil confrontar al rey, por eso aprendieron a leer sus estados de ánimo y a reconocer cuando el rey querría buscar a los pajes. También inventaban todo tipo de tareas para asegurarse de que los pajes se mantuvieran fuera del palacio cuando parecía que podrían correr algún peligro. Fueron astutos como serpientes y mansos como palomas, y fue así como ellos y los muchachos se mantenían a salvo.
«Entonces lo que pides es imposible. Con la gracia de Dios todo es posible. Fortalecido por la gracia, el cristiano puede vivir una vida más casta».
Este saber reconocer cuando se acercan las tentaciones para estar preparados es tan útil para el individuo de ahora que busca vivir la castidad, como lo fue entonces para los cristianos de la corte del kabaka. El ejemplo personal de los mártires sobre la castidad intrigaba y repugnaba a Mwanga. Cuando Matías Kalemba, el Mulumba, se hizo católico, dejó a dos de sus tres esposas —un acto que iba en contra de la tradición de su pueblo y que le generó muchos comentarios mordaces por parte de los consejeros del rey. Sin embargo, Mwanga admiraba el dominio de sí mismo que mostraba Kalemba y sus otros sirvientes. Un día, durante una conversación con el padre Lourdel, Mwanga le hizo muchas preguntas sobre las enseñanzas de la Iglesia sobre el matrimonio y la sexualidad. Al escuchar lo que la Iglesia esperaba de un discípulo, Mwanga respondió: «Lo que piden es imposible». El padre Lourdel le contestó: «Con la gracia de Dios nada es imposible». Fortalecidos por la gracia de Dios, los cristianos pueden vivir una vida de castidad.
Los cristianos en la corte de Mwanga eran a menudo llamados simplemente como «los que rezan». Ya hemos visto cómo el asistir a misa y recibir los sacramente jugó un papel importante en las vidas de los mártires. Hemos escuchado cómo, cuando supieron que su arresto y ejecución eran inminentes, personas como José Mukasa y Jean Marie Muzeyi se aseguraron de recibir los sacramentos en preparación para la ofrenda de sus propias vidas como sacrificio. El testimonio de los testigos está lleno de historias sobre cómo los mártires en Namugongo, tanto en la prisión como en la hoguera, ofrecieron sus oraciones de intercesión los unos por los otros para ayudarse a permanecer firmes en la fe en medio de sus tormentos. Y eso no fue todo: cuando se llevaban a Santiago Buzabaliawo, de 25 años y miembro de la banda real, este le dijo a Mwanga, «¡Adiós! Me voy al paraíso para interceder ante Dios por usted».
El compañerismo entre los neófitos católicos era extraordinario y lo suficientemente fuerte para sostenerlos no solo durante los caprichos y los volubles estados de ánimo de Mwanga, sino también durante los tres años en que los sacerdotes estuvieron completamente fuera del reino.
José Mukasa en Rubaga y Matías Kulumba en Ssingo mantuvieron la fe de los catecúmenos intacta y les brindaron toda la instrucción y apoyo que pudieron.
Una historia sobre el camino a Namugongo ilustra el poderoso apoyo en la amistad que existía entre los pajes católicos. Cuando los pajes fueron arrestados el 26 de mayo, faltaba uno del grupo porque ya estaba en prisión. Unos días antes, Mukasa Kiriwawanvu había reñido con su compañero catecúmeno Gyavira Musoke, y lo había golpeado en el abdomen con un trozo de madera, sacándole sangre. Cuando se encontraron esa noche en prisión, Mukasa le pidió perdón a Gyavira, quien lo perdonó al instante. Ambos caminaron lado a lado hacia el punto de la ejecución.
El buen ejemplo de los mártires—su fidelidad a la fe, su alegría camino a la ejecución, sus fervientes oraciones, incluso por el rey y sus verdugos— causaron un impacto inmediato en sus conciudadanos. En el siglo II, Tertuliano señaló que, «La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos», y así se plantó un campo fértil en Namugongo. Una multitud de personas de dentro y fuera de la corte del kabaka fueron con los misioneros para ser instruidos y ser bautizados. Y la Iglesia creció exponencialmente en lo que después sería Uganda. Hasta este día, la Arquidiócesis de Kampala (el nombre moderno de Rubaga) sirve a cerca de 4 millones de católicos, más del 40% de la población general.
Al pensar en Uganda, también debemos recordar el importante papel que nuestros santos patronos tienen como intercesores de su país, especialmente en estos días. El parlamento ugandés pasó una «Ley antihomosexualidad» a principios de este año, que criminaliza los diferentes actos homosexuales, así como el ofrecer refugio a personas homosexuales o «promover la homosexualidad» —algunas ofensas conllevan una pena máxima de cadena perpetua. La reacción pública respecto a esta ley ha incluido la humillación pública de homosexuales e incluso ataques físicos violentos contra estos y su propiedad.
El Catecismo de la Iglesia Católica, como sabemos, insiste en que las personas homosexuales «Deben ser acogidas con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta» (2358). Podemos y debemos invocar a san Carlos, san Matías y sus compañeros para que intercedan por la Iglesia y el gobierno civil de su país para que, por medio de Dios puedan encontrar caminos para promover el mensaje del Evangelio sobre la castidad sin promover la discriminación, la violencia y la violación de los derechos humanos.
A finales de octubre de 1886, cerca de cinco meses después de las ejecuciones en Namugongo, un cristiano le dijo al padre Lourdel que había visto los restos de la hoguera donde fue quemado Carlos Lwanga y que los huesos carbonizados seguían ahí. Pocos días después llevaron las reliquias a la misión —incluyendo la columna vertebral y otros huesos.
Tiempo después, la misma gente trajo las costillas de Matías Kalemba, que fue todo lo que quedó en el lugar donde fue torturado y abandonado para que muriera. Los preciosos restos de estos dos mártires fue todo lo que se pudo identificar —los restos mortales de los otros se quemaron hasta las cenizas o fueron dispersados por varios lugares.
Una de mis posesiones más preciadas es un relicario que contiene un pequeño trozo de los huesos de san Carlos Lwanga y san Matías Kalemba. Quizás una buena manera de concluir es pidiendo la bendición de Dios a través de la intercesión de los valientes mártires de Uganda, nuestros santos patronos. Oremos juntos:
Oh, Dios, que has hecho
de la sangre de los mártires
semilla de nuevos cristianos,
concédenos, por tu misericordia,
que este campo que es tu Iglesia,
regado por la sangre derramada
por san Carlos Lwanga y sus compañeros,
sea fértil y recoja siempre
una cosecha abundante para ti.
Por Jesucristo nuestro Señor.
Amén.
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Mi corazón está llamado a unirse al Sagrado Corazón de Jesús
Mi corazón está llamado a unirse al Sagrado Corazón de Jesús
Lícia Pereira de Oliveira, f.m.r*
Muchos creyentes cuando escuchan hablar de la devoción al Sagrado Corazón de Jesús piensan que se trata de un mero sentimentalismo que revela una espiritualidad poco madura. Tal pensamiento, sin embargo, es prejuicioso y está muy lejos de la verdad. Ya Pío XII, en la Encíclica Haurietis aquas, consciente de esta visión equivocada, quiso ofrecer sólidos fundamentos bíblicos, históricos y teológicos para estimular el culto al corazón físico de Jesús, pues según el Papa, «innumerables son, en efecto, las riquezas celestiales que el culto tributado al Sagrado Corazón infunde en las almas: las purifica, las llenas de consuelos sobrenaturales y las mueve a alcanzar las virtudes todas» [1]. Tales gracias no pueden ser fruto de una sensiblería o ritualismo vacío; la devoción al Sagrado Corazón es una devoción que nos pone en íntima relación con Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre.
El corazón físico del Señor es el símbolo, el más significativo, de sus profundos sentimientos de amor: amor al Padre que lo llevó a aceptar su designio de liberarnos del pecado y reconciliarnos con Él por medio de la Cruz (cf. Ef 2, 14-16; Col 1, 20) y amor a nosotros, pues es deseo del Hijo unirse a todos los seres humanos. La devoción al Sagrado Corazón nos revela, de una forma más afectiva, los misterios de la vida de Jesucristo: nos revela en la Encarnación, el momento en que su pequeño y frágil Corazón humano empezó a latir; la vida pública nos muestra su Corazón palpitando de ardiente amor hacia todos los que lo seguían, su muerte nos revela el Corazón traspasado por la lanza del soldado, dejando de palpitar para que el nuestro palpite con la fuerza del Espíritu, la resurrección nos revela que su Corazón humano fue glorificado como primicias de nuestra glorificación y finalmente, su Corazón es revelado en la ascensión a los cielos cuando su amor abrió el camino hacia nuestra morada en la casa del Padre. En todos estos momentos, el Corazón de Jesús latió con amor divino al mismo tiempo que humano [2]; en cada minuto de su vida terrena, Él nos «amó con corazón de hombre» [3] y nos amó con el amor divino que tiene en común con el Padre y el Espíritu Santo [4]. Y ahora, que está a la derecha del Padre, «victorioso ya de la muerte, su Corazón sacratísimo no ha dejado nunca ni dejará de palpitar» [5].
Muchos santos han cultivado la devoción al Corazón de Jesús, pues ella manifiesta en un modo de relación que pasa por el conocimiento y experiencia de sus afectos más profundos. San Buenaventura al escribir sobre el costado abierto por la lanza del soldado, dice que fue abierto para que nosotros pudiéramos entrar y permanecer en Él, así el santo exclama con honda alegría: «¡Oh qué dicha! ¡Jesús y yo tenemos un solo, un mismo corazón! […] ¡Ea, pues, oh, dulcísimo Jesús! Habiendo hallado este Corazón divino, que es tuyo y mío, oraré a Ti, mi Dios» [6]. Santa Margarita María de Alacoque y san Claudio La Colombière difundieron esta devoción en un momento en que la espiritualidad católica estaba siendo contaminada por un fuerte rigorismo y moralismo; pero aun hoy, más allá que los tiempos son otros, encontramos cristianos que sufren con la visión de un Dios que es más juez que Padre, más patrón que Amigo y Esposo. Santa Margarita dejó muchos testimonios de sus experiencias místicas y más allá de los hechos extraordinarios que relata, lo que ella escribe refleja lo que todos estamos llamados a vivir, cada cual desde la propia vocación y condición: la unión con el amoroso Corazón de nuestro Señor y Redentor.
Jesucristo, mi dulce Maestro, se me presentó todo luminoso de gloria, con sus cinco llagas brillantes como cinco soles. Y de esta sagrada Humanidad salían llamas por todos lados, pero sobre todo de su adorable pecho, que parecía una hoguera, que, abriéndose, me descubrió su amante y amable Corazón, que era la viva fuente de esas llamas. Entonces fue cuando me descubrió las maravillas inexplicables de su puro amor, y hasta qué exceso él lo había llevado a amar a los hombres [7].
Referencias:
1. PIO XII, Carta Encíclica Haurietis aquas, sobre el culto al Sagrado Corazón de Jesús, 1 en https://bit.ly/3PShTPv
2. Cf. Ibid., 18.
3. GS, 22.
4. Cf. PIO XII, Haurietis aquas, 12.5.
5 Ibid., 16.
6. SAN BUENAVENTURA, La Vid Mística, III, 4.
7. SANTA MARGARITA MARIA DE ALACOQUE, Santa Margarita María, su vida por ella misma. Texto auténtico, Monasterio de la Visitación de Santa María de Guadalajara, Guadalajara, 1981, p. 64-65.
* Lícia Pereira es laica consagrada de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación y en este momento reside con su comunidad en Brasil.
«Sé que cuando los padres se ponen de rodillas, los hijos se levantan»- Testimonio de Jorge, miembro de Courage en Toledo, España
«Sé que cuando los padres se ponen de rodillas, los hijos se levantan»
Testimonio de Jorge, miembro de Courage en Toledo, España
Primero quiero agradecer a Dios la oportunidad que me brinda a través de Courage de poder contaros como a Él nadie le gana en generosidad y misericordia.
Me llamo Jorge y tengo 51 años. Nací en una familia católica siendo el cuarto hermano de cinco hijos y de mi niñez solo tengo recuerdos de felicidad siendo bendecido por unos padres que me transmitieron la fe.
Al llegar a la adolescencia empecé a sentir un rechazo hacia mi padre a quien no puedo reprochar nada, pero en esa época no supe entender que mi padre dedicase tanto tiempo a trabajar y se centrase en el hijo que más le necesitaba. Mi padre puso toda su energía en mi hermano mayor, quien desde niño había sido mal estudiante y en su juventud había caído en el mundo de las drogas. Esto hizo que mi padre se volcase en mi hermano y yo pensé que mi padre no me quería.
A los 18 años me enamoré de una chica que fue mi novia durante dos años, sin embargo siempre tuve una atracción hacia el mismo sexo y cuando mi novia me dejó tuve algunas relaciones sexuales con hombres. Entonces me sentí confundido y acudí a un sacerdote que me hizo sentir muy culpable, por lo que decidí dejar la Iglesia y los sacramentos, y teniendo 23 años empecé a vivir una vida estilo gay.
Al principio todo era novedoso y excitante y Madrid ofrecía noches de diversión. La búsqueda de satisfacción sexual iba acompañada de la necesidad de amar y, sobre todo, de ser amado. Solía buscar parejas en hombres mayores y había épocas en las que tenía encuentros sexuales fugaces y otras en que tenía relaciones largas de alrededor de un año. Pero todas siempre se convertían en relaciones de amistad donde el sexo ya no era atractivo y entonces volvía a buscar otra nueva pareja donde el sexo volviese a ser excitante. Este tipo de vida venía acompañada de un gran consumo de alcohol y una facilidad para mentir a mi familia, a mis amigos, a mis parejas y a mí mismo.
La relación con mi familia era casi inexistente y veía muy poco a mis hermanos, quienes se habían casado e iban teniendo familia. Veía a mis padres algún día entre semana porque, por mi trabajo— soy guía turístico— trabajaba todos los fines de semana. Mi relación con Dios, a raíz de dejar la iglesia, era ya nula y aunque a veces rezaba nunca asistía a misa. La Iglesia no aceptaba mi forma de vida y mi familia no sabía nada sobre cómo vivía así que me sentía un extraño tanto en la iglesia como en mi familia. A eso tenía que añadir el mentir a mi padre cuando me preguntaba si iba a misa contestándole que iba todos los domingos. Dedicaba mucho tiempo a trabajar y a estudiar y esto siempre era la excusa para no ver a mi familia. Mi vida profesional me producía una gran satisfacción y el resto de mi tiempo lo dedicaba a llevar una vida gay.
Así viví hasta los 36 años, cuando dejé mi última pareja con la que llegué a convivir durante tres años y fue a partir de ahí, que entré en una espiral de mucho trabajo y mucha vida nocturna. Profesionalmente estaba en una situación muy buena, trabajaba mucho y ganaba mucho dinero que gastaba en noches de alcohol y sexo.
Ya no me conformaba con tener una pareja sino que buscaba sexo sin compromiso. A partir de entonces y durante tres años llevé una vida altamente promiscua conociendo todo tipo de bares y ambientes nocturnos donde el placer sexual era el único objetivo. Al alcohol se sumaron las drogas y aunque nunca llegué a estar totalmente enganchado, su uso hacía que las prácticas sexuales fuesen más peligrosas. Hoy sé que no tengo SIDA porque la misericordia de Dios fue más grande que mi pecado.
Yo era un alma rota viviendo un estilo de vida totalmente vacío que te endurece el corazón y del cual no se puede salir a no ser que te encuentres con Dios.
En julio del 2009 estando de vacaciones en Ibiza ingresaron a mi padre en el hospital con lo que regresé a Madrid. Mis hermanos y mi madre nos turnábamos para estar con él y estando mi madre, mi hermana y yo junto a su cama mi padre poco a poco se fue apagando y murió en silencio, tenía 76 años. La muerte de mi padre me produjo un impacto brutal y me dejó totalmente en estado de desconcierto. Me preguntaba a mí mismo ¿esto es la vida? ¿esto es todo? ¿hoy estoy en Ibiza de copas y en unos días aparece la muerte inesperada y se lleva a mi padre? . Yo ya había vivido la tristeza de la muerte de otros seres queridos, especialmente las de mis dos abuelas con las que había tenido una relación muy especial pero no me habían afectado tanto. La muerte de mi padre era diferente y ahí empecé a darme cuenta de cuánto me había querido y que buen padre había sido. Inicié un camino de búsqueda de explicación de entender la muerte pero mi vida no cambió sustancialmente y seguí viviendo exactamente igual.
Sé que la intercesión de mi padre desde el cielo produjo tres acontecimientos, que cuento a continuación, que hizo que yo volviese a encontrarme con Dios.
El primero es que en el segundo aniversario de la muerte de mi padre, mi madre organizó una misa pero yo me negué a asistir, poniendo como excusa que trabajaba, aunque en realidad tenía una cita con un chico que había conocido por internet. No sé porqué quedamos enfrente de una iglesia, y como llegué muy pronto y como me sentía muy culpable por haber mentido entré en la iglesia y recé un Padrenuestro por el alma de mi padre. Salí y esperé a mi cita. Conocí a Eduardo en la puerta de la iglesia y nos sentamos en una terraza. A mi me parecía un hombre muy atractivo y me gustó desde el primer momento, lo que no me podía imaginar es que cuando empezamos a hablar, él me empezó a hablar de Dios. Fue entonces cuando me contó que tenía un grupo de amigos cristianos que como él tenían atracción al mismo sexo. Nunca tuve una relación sexual con él pero nos hicimos amigos. Tres días después conocí a este grupo de hombres homosexuales cristianos en los que había una gran diversidad. A mí me pareció increíble ver que algunos rezaban e iban a misa a pesar de ser homosexuales porque yo estaba convencido de que siendo homosexual no podías pertenecer a la iglesia. Así que unos días después salimos de copas y estando en un bar y con un gin tonic en la mano uno de ellos llamado Rafa me dijo estas palabras, «Jorge, Dios te ama un montonazo». A mí me impresionó tanto que me quedé en silencio y cuando nos fuimos de camino a casa empecé a repetirme esta frase y empecé a sentir una gran alegría y una gran paz que no sentía desde que era niño. Dios me ama a pesar de todo, a Dios no le importa lo que soy y como vivo porque su Amor es más grande que mi pecado. Al día siguiente me levanté con una felicidad inmensa que no puedo explicar y sentí que me había quitado un gran peso de encima. Yo trabajaba ese domingo pero «casualmente» se canceló el grupo a última hora y entonces salí a la calle, busqué una iglesia, entré y me confesé.
Tras más de 20 años sin hacerlo y estar tan alejado de Dios, descubrí la verdadera felicidad y que fue plena cuando comulgué y empecé a hacerlo diariamente.
Fue una conversión radical de vida, dejé los bares de sexo y las noches de alcohol y cambié de amistades, empezando a frecuentar ambientes cristianos. Empecé a visitar más a mi madre que tras haberse quedado viuda estaba más sola y empecé a ver más a mis hermanos y a finales del verano quedamos para vernos y ocurrió el segundo acontecimiento.
Celebramos una comida familiar pero antes fuimos a misa y yo comulgué, lo que hizo que mi hermano mayor al acabar la misa me dijese que papá desde el cielo estaría muy
contento de verme comulgar. Yo me quedé sorprendido y le pregunté qué porque decía eso, y entonces me contó que hacía unos días había descubierto un libro de notas donde mi padre escribía en sus reflexiones la siguiente frase: “No descansaré hasta que mi hijo vuelva a la iglesia”.
El tercer acontecimiento que demuestra que mi conversión procede de las oraciones de mi padre fue cuando mi amigo Eduardo me convenció para que le acompañase a hacer un voluntariado con enfermos terminales de SIDA en un centro de las Misioneras de la Caridad, las hermanas de la Madre Teresa de Calcuta. Durante dos años lo estuve haciendo y mi sorpresa fue que un día conocí a una voluntaria que conocía a mi padre porque años atrás había sido voluntario en el mismo centro. En Madrid hay cientos de centros para hacer voluntariados ¿quién sino Dios hizo que lo hiciese en el mismo sitio?
Pasado el tiempo y hablando con mi madre me contó que ellos sabían perfectamente que yo no iba a misa y que estaba muy alejado de Dios y que rezaban mucho por mí. Sé que mi padre rezó muchísimo por mí y desde el cielo lo sigue haciendo. Sé que cuando los padres se ponen de rodillas los hijos se levantan. La misericordia de Dios es infinita y siempre escucha las oraciones de los padres.
Decidí ofrecer un año de castidad en reparación de mis pecados y así lo hice, pero pasado ese año pensé que no había ninguna razón para seguir viviendo en castidad.
Conocí a Pedro con quien tuve una relación sana, sin drogas, ni alcohol, pero como todas mis relaciones acabó al cabo de un año y luego tuve otra en la que ocurrió exactamente lo mismo. Llegados a este punto poco a poco me fui dando cuenta que si Cristo me amó tanto como para clavarse en una Cruz por mí, yo también quería amarle incondicionalmente y empecé a descubrir el valor de la Cruz y la entrega a los demás.
Con Pedro inicié una amistad casta y al poco tiempo por motivos económicos él alquiló su casa y le invité a vivir a la mía. Esta amistad se convierte en un regalo de Dios viviendo como dos hermanos. A esto se añade que mi madre desarrolla Alzheimer y me la llevé a casa donde vivimos los tres. De vivir una vida individualista basada en buscarme a mí mismo, me encontré viviendo con mi madre y con un amigo. La cruz de ver el deterioro de mi madre fue llevadera con la ayuda de Pedro y la unión con cada uno de mis hermanos lo que ha hecho que volvamos a ser una familia unida. De las cruces aceptadas Dios siempre da el ciento por uno.
Desde hace tres años vivo en castidad y hace tres meses conocí el apostolado Courage a través de mi amigo Luis. El capítulo de Courage me ha proporcionado un estado de libertad a diferencia de las esclavitudes a donde el sexo me llevó. La práctica de los sacramentos y la dirección espiritual me ha proporcionado una felicidad inmensa y me abre un camino a seguir conociendo a Cristo quien me salvó de una vida vacía.
La fraternidad y la amistad en los otros miembros del capítulo abren una etapa nueva en mi vida donde las amistades castas no solo son posibles sino necesarias. El verdadero encuentro con Cristo ha cambiado mi vida y doy gracias recordando las palabras del apóstol San Juan, «Dios es amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él».
Jorge Capítulo Courage Toledo, España
El gozo pascual
El gozo pascual
Lícia Pereira de Oliveira, f.m.r.*
«Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuántos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo»[1].
Quizás estas primeras palabras del texto conciliar nunca fueron tan apremiantes para nosotros como lo son hoy: hace poco más de dos años la humanidad se encontró perpleja delante de una pandemia, una situación inaudita, anormal y para muchos apocalíptica; hace poco más de un mes, los seres humanos volvimos a tener una sensación de inseguridad con una nueva guerra que amenaza tener proporciones más amplias de las que hemos visto desde la 2ª guerra mundial. Ciertamente existen muchas otras situaciones dolorosas y preocupantes en el mundo además de las que citamos, pero si las citamos es porque nadie las ignora y pueden ser una alerta para nosotros.
Los discípulos de Cristo, viviendo en la carne o solidarizándonos con los que sufren, somos llamados no solo a empatizar con sus dolores, sino que estamos llamados a algo más: ¡estamos llamados a anunciarles la Alegría! ¿Es eso, una actitud evasiva? Ciertamente no, la fe en Cristo no oculta o minimiza los dolores, sino que busca darle su verdadero sentido.
San Pablo VI, en el trascurso del año 1975, proclamó el «Año Santo de Renovación y Reconciliación» y en este contexto regaló a la Iglesia una de las más bellas exhortaciones apostólicas escritas por un Papa: la Gaudete in Domino, sobre la alegría cristiana; en este texto, el Santo Padre nos ofrece muchas luces sobre la importancia de vivir la auténtica alegría en medio de las vicisitudes de la vida:
El cristiano, sometido a las dificultades de la existencia común, no queda sin embargo reducido a buscar su camino a tientas, ni a ver la muerte el fin de sus esperanzas. En efecto, como lo anunciaba el profeta: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de sombras y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo» (Is 9,1-2). El Exsultet del pregón pascual canta un misterio realizado por encima de las esperanzas proféticas: en el anuncio gozoso de la resurrección, la pena misma del hombre se halla transfigurada, mientras que la plenitud de la alegría surge de la victoria del Crucificado, de su Corazón traspasado, de su Cuerpo glorificado, y esclarece las tinieblas de las almas [2].
Jesús, cuando estaba entre los discípulos, les prometió que no les dejaría en la tristeza después de su partida: «vuestra tristeza se convertirá en gozo» (Jn 16, 20); «Pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea colmado» (Jn 16, 24); confiemos en Jesús, su Amor ya fue derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu que nos ha sido dado (cf. Rm 5, 5) y una de las dimensiones del fruto del Espíritu es la alegría: «…el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz…» (Gal 5, 22a).
El gozo de Cristo Resucitado, gozo de la Pascua es una gracia que el Señor nos ofrece: si la acogemos, ella nos transfigura y se hace estilo de vida. No importa la situación que vivamos, el Don de Dios es mayor que cualquier limitación, problemas u obstáculos. Si nos sentimos inseguros a causa del tiempo que vivimos, recordemos las palabras de Jesús: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí» (Jn 14,1). Si nuestras situaciones personales nos desaniman, angustian, preocupan o entristecen, repitamos estas mismas palabras de Jesús: «No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios: creed también en mí», Él nos las dijo «para que nuestro gozo sea completo» (1Jn 1,4).
Referencias:
1. CONCILIO VATICANO II, Constitución Pastoral Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 1, en https://bit.ly/3rG34oQ acceso: 01/04/2022.
2. PABLO VI, Exortación Apostólica Gaudete in Domino, sobre la alegría cristiana, 28, en https://bit.ly/3rEKzRB acceso: 01/04/2022. El negrito del texto es mío.
* Lícia Pereira es laica consagrada de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación y en este momento reside con su comunidad en Brasil.
El Señor nos quiere a todos para Él- Testimonio de Gary, miembro fundador de Courage
«El Señor nos quiere a todos para Él»
Testimonio de Gary, miembro fundador de Courage
Conferencia Anual Courage y EnCourage 2021
Hola, amigos míos:
Me gustaría comenzar con una oración:
Señor, te alabamos y te damos gracias por tu gran amor y misericordia, por habernos dado a tu Santísima Madre y por habernos congregado en esta bendita reunión familiar.
Le dedico este testimonio a mi mamá y a mi papá, una pareja de la mejor generación, que me amaron hasta el cielo y las estrellas y que, en verdad, hicieron todo lo que pudieron para transmitirme ese amor a lo largo de toda mi vida.
Ya que Courage se aproximaba a su 40 aniversario y sabiendo que yo había estado presente en la primera reunión del apostolado en 1980, el P. Bochanski me preguntó si estaría dispuesto a dar mi testimonio. Inmediatamente, mis pensamientos se transportaron 40 años atrás y vino a mi mente la imagen de mis padres y mi determinación de protegerlos de la indeseada pesadilla de la atracción al mismo sexo que estaba viviendo. Tenía que abordar este oscuro y pesado secreto, pero simplemente no sabía cómo — no obstante, en los siguientes años, marcados por la búsqueda de compresión y paz, recuerdo lo que un amable sacerdote me dijo después de confesión: «Me alegra que hayas venido». Podríamos decir, entonces, que el simple hecho de haberme presentado, el paso necesario para el comienzo de todo camino, ha sido la simple historia de mi vida. Haber estado presente al comienzo de este extraordinario apostolado, por el que siempre estaré agradecido, fue, definitivamente, el plan de Dios…todo fue un don…yo solo me presenté.
Esta es también una historia sobre la infinita paciencia, amor y misericordia de Dios en mi vida…y de redención para mí y para mi padre. No es una historia de culpa o amargura, sino la revelación de una visión muy privada y, a menudo dolorosa y aleccionadora de mí y mi dinámica familiar, que pudo haber contribuido a mi orientación sexual.
Mientras tanto, Nuestro Señor y su Madre me acompañaron durante las crisis más devastadoras, indeseadas y, a menudo, paralizantes de mi vida hasta ahora.
Crianza
Crecí al otro lado del camino de la viña de mis abuelos maternos, donde el estilo de vida era como en la vieja Italia. Desde el principio, el ambiente en mi hogar estuvo primordialmente influenciado por las siete mujeres que vivían a solo pasos de distancia. Mi madre y mi hermana mayor, mi abuela y tres tías solteras en la granja y otra tía a la puerta de al lado.
La familia de mi mamá estaba muy involucrada en la Iglesia y la vida parroquial, así como con una orden de monjas que vivían cerca. Como nací en un año mariano, las monjas convencieron a mi madre de que debía consagrarme a la Santísima Virgen poniéndome como segundo nombre, «Marian.» Cuando crecí, no me sentía contento con este nombre femenino y deseaba que me hubieran puesto un nombre de niño. Así que para mi confirmación elegí el nombre de Michael, que se convirtió en mi segundo nombre. No fue sino después que supe el don tan poderoso que es estar siempre bajo la protección de la Madre de Dios, ahora que tantos religiosos toman el nombre de María como su segundo nombre tras hacer su profesión. Podríamos decir que mi mamá estaba adelantada a su tiempo y ahora estoy eternamente agradecido por su decisión.
Ya que estaba rodeado mayoritariamente por mujeres adultas y mi padre raramente estaba presente por su trabajo, me volví un niño sobreprotegido y no hacía lo que los demás niños usualmente querían hacer. En vez de trepar árboles, de aprender a nadar o jugar a la pelota, me ponían a hacer lo que comúnmente se consideraba «trabajo de niñas», desde ayudar a limpiar el santuario de la Iglesia, hasta preparar conservas de berenjena y, «mi favorito»: sacudir el polvo de los muebles. Hasta el día de hoy detesto sacudir el polvo ¡Literalmente, podría llenar almohadas con el polvo que he dejado acumular!
Haber sido sobreprotegido muy probablemente contribuyó a mi baja autoestima. Desde una edad temprana, me di cuenta de que era un niño demasiado sensible, pues lloraba fácilmente cuando me reprendían. Recuerdo claramente que una de mis tías le dijo a mi mamá, «es muy sensible».
En ese entonces no me di cuenta de que me faltaba una presencia más fuerte de mi padre como cabeza y protector del hogar, aunque era un proveedor concienzudo y amoroso con una gran ética laboral. Mirando al pasado, puedo ver que mi desconexión involuntaria y gradual del mundo masculino recién empezaba.
Mi padre era un hombre manifiestamente afectuoso y yo era su orgullo y su alegría. Me llamaba su campeón... ¡su campeón! Era un hombre extremadamente generoso y solidario, con un gran sentido del humor. Como sindicalista del gremio de la construcción, trabajaba duro y se divertía igual, visitando varios bares con sus compañeros después del trabajo. A veces volvía a casa muy tarde, pero sin importar ni el día ni la hora, mi mamá siempre tenía un plato de comida caliente listo para él.
De vez en cuando, pasaba los sábados con mi papá. Nos subíamos a la camioneta e íbamos a varios talleres, ya que él era un as de la mecánica y conocía a todos en el negocio, luego terminábamos yendo a uno o más de los bares de la ciudad. Nuestro tiempo juntos transcurría en su mundo. El olor a aceite de motor y gasolina, temprano por la mañana, que daba luego lugar al olor de alcohol y humo de cigarro por la tarde, gradualmente se convirtió cada vez más en una experiencia poco atractiva para mí a medida que pasaba el tiempo.
El alcohol era un aspecto común, incluso en los domingos, del que poco hablábamos en casa. Mi madre, siendo la roca espiritual de la familia, nos llevaba a mi hermana y a mí a misa, mientras mi padre invitaba a uno de mis primos mayores a casa para pasar el rato bebiendo.
Vi lo que el alcohol le estaba haciendo a mi padre y a nuestra familia. A veces experimentaba dos actitudes radicalmente diferentes que él tenía para conmigo. Cuando bebía era paranoico e inquisidor, cuando estaba sobrio era afectuoso y de buen humor.
No comprendía el concepto de que mi padre era un alcohólico. A medida que pasó el tiempo, comencé a rechazar el mundo de alcohol de mi padre que contaminaba su mente y las relaciones en la familia, especialmente su relación con mi madre.
Al crecer noté una tensión sutil pero constante en la relación de mis padres. Supuse que el alcohol tenía algo que ver y no fue hasta que fui mayor que descubrí que mi padre lidiaba con una gran inseguridad, profundamente arraigada, que lo volvía celoso y posesivo.
Desde el principio de su matrimonio, mi padre acusó injustamente a mi madre de serle infiel. Ella era muy bella y por su inseguridad mi padre fue incapaz de aceptar sus propias limitaciones y darle el amor y el respeto que ella tanto merecía. Con tal de evitarle, aunque fuese un poco de estrés y angustia a la familia, mi madre soportó en silencio un terrible abuso psicológico durante años.
Este venenoso secreto familiar gradualmente abrió una brecha entre mi padre y yo, que se convirtió en esa respuesta de autoprotección conocida como «desapego defensivo», el cual conocí a través de los escritos de la psicóloga católica Elizabeth Moberly. Claramente, a menudo era muy difícil comprender y llevarme bien con mi padre.
Días escolares
Durante los primeros años de mi vida escolar, cuando se supone que los chicos deben conectarse con su propia masculinidad, tuve mi parte de humillaciones ocasionadas por mis compañeros de clase y, peor aún, por mis maestros, quienes debilitaron mi autoestima.
Hubo varios momentos vergonzosos, desde ser llamado marica, hasta la peor humillación que vino en sexto grado, cuando la maestra me pidió que me pusiera de pie para contestar una pregunta. Recuerdo haberme encogido de hombros porque no sabía la respuesta. Ella me miró y me dijo, «¡No tienes ni un solo hueso masculino en tu cuerpo!» Fue un momento trágico para mí, como Bambi enfrentándose a Godzilla.
Me quedé ahí, congelado por lo que para mí pareció una hora. Sentí que todos mis compañeros me miraban. Tomé asiento lleno de vergüenza e incredulidad. Nunca antes me había sentido tan humillado. Desde ese momento, me sentí como un fracaso de hombre.
Honestamente, no era consciente de la impresión que daba a mi alrededor...pero pronto me enteré y necesitaba cambiar lo que los demás veían en mí y que yo no veía. Me volví introvertido, esperando pasar desapercibido para proteger mis emociones y pensamientos más profundos. Así pues, al comenzar la escuela preparatoria, viendo que muchos de mis nuevos compañeros de clase no me conocían, vi que tenía la oportunidad de tratar de integrarme y ser aceptado.
Aunque en mis clases había solo chicos, en la escuela católica a la que fui, socializaba con un grupo de chicos y chicas solo como amigos, en el que ninguno de nosotros estábamos «de pareja». Cuando la escuela organizaba bailes, yo pasaba la mayor parte del tiempo cerca de la mesa de refrigerios, con mucho más interés en los pastelillos que en las chicas.
Una de las chicas de mi grupo de «amigos» comenzó a interesarse por mí y, en algunas ocasiones, llegamos a darnos algunos besos y hasta este día recuerdo que usaba labial con sabor a fresa. Para mí, el labial era lo mejor del asunto. Creo que, si su labial hubiese sido del sabor de los dulces italianos, esa relación hubiera continuado. Sin embargo, no tenía en mente tener una novia, tal vez porque me sentía incompetente e inseguro sobre mi masculinidad.
Como ya podía conducir, conseguí un trabajo de medio tiempo, después de escuela, en la bodega de una tienda cercana. Un chico, que llamaré «Jack», uno de los vendedores, de veintitantos años, que venía del mismo pueblo que yo, se ofreció a pasar por mí los sábados para llevarme al trabajo. Lo que comenzó como una relación laboral inocente, lentamente se tornó en 2 años de seducción que ocurrió sin que me diera cuenta.
La mayoría de las veces, nuestras conversaciones eran bastante básicas, relacionadas al trabajo, mientras que, en otras ocasiones, trataban sobre el servicio militar, ya que él era miembro de la reserva militar, y aunque yo solo tenía 17 años, tenía mi número de reclutamiento para la Guerra de Vietnam, asunto que constantemente ocupaba mi mente.
A medida que creció la confianza en nuestra amistad, Jack, en varias ocasiones, aprovechaba la oportunidad de introducir una dinámica sexual en la conversación, muy probablemente para ver mi reacción. En una ocasión, durante uno de los viajes al trabajo, me dio una revista pornográfica que tenía bajo el asiento. En otra ocasión, describió, de manera un tanto gráfica, un encuentro sexual que tuvo con una mujer de su pasado.
Había pasado un año, tiempo en el que me sentí atraído a una chica de mi clase con la que salí en un intento, poco confiado, de tener una relación. En ese tiempo también cumplí 18 años, alcanzando así la mayoría de edad, por lo que Jack comenzó a invitarme a su casa para pasar el rato, hablar y beber.
Una tarde de verano estaba sentado sobre el césped en la casa de Jack y me contó sobre un amigo suyo de la universidad con quien solía tomar cerveza y luego, de vez en cuando, luchaban por diversión. Luego, repentinamente, Jack me derribó y comenzamos a rodar por el suelo enfrascados en un juego de luchas.
Creo que esa fue la primera vez que sentí una conexión intensa con mi masculinidad. Disfruté el contacto físico no erótico con este chico e incluso deseaba poder experimentarlo más. Me fui a casa sintiéndome fuerte y alentado por el hecho de que este chico maduro disfrutaba de mi compañía. Hasta ese punto, mis pensamientos sobre nuestro juego de lucha nunca se erotizaron.
Sin embargo, lo que yo vi solo como un juego de chicos, Jack lo vio como una puerta abierta para llevar la situación a otro nivel y eso fue precisamente lo que hizo. Nada de lo que ocurrió la siguiente vez que visité a Jack me había pasado antes por la cabeza, sin embargo, aprovechándose de mi estado de vulnerabilidad a causa de haber bebido demasiado alcohol, me acorraló y logró llevarme a la cama.
Pasados ya tantos años, lo veo como un recuerdo borroso, sin embargo, recuerdo claramente que, en un momento de lucidez y asco pensé, «¡Oh no, soy uno de ellos!»
Como el «Señor Sensible» que era, me puse a llorar. Jack se dio cuenta de mi reacción y dijo, «Necesitas ser feliz con este aspecto de tu vida o buscar ayuda para tratar de cambiarlo», luego me reveló que había ido con un psicoterapeuta para buscar respuestas. No sabía si lo que acababa de suceder había sido el estúpido resultado de mi borrachera o algo que realmente deseaba.
Mi experiencia con Jack alteró para siempre todos los aspectos de mi vida a tal grado que me resulta imposible expresarlo ahora. Pasé por un campo minado de eventos y personas que, por cuestiones de tiempo, me limitaré a mencionar solo lo necesario para dar una mejor comprensión y perspectiva.
Jack tenía una novia, quien le había dado un ultimátum: o se comprometía a tener una relación seria o ella se iría. Fue así que puso fin a lo que yo consideraba nuestra amistad especial que, para mí, se había convertido en una dependencia emocional, aunque para él solo era una más de sus mentiras en la doble vida que llevaba.
Sintiéndome profundamente rechazado por el hermano mayor que nunca tuve o la figura paterna y atenta que deseaba haber tenido, caí en una profunda depresión. Perdí mucho peso y me convertí en una úlcera andante, teniendo como nueva compañera una botella de antiácido. Oculté esta parte de mi vida para evitar que mis padres y mis amigos se enteraran del infierno emocional por el que estaba pasando.
Mientras trataba de encajar socialmente en mi nuevo grupo de amigos en la universidad, la chica con la que tenía una relación cercana se fue a estudiar a otra ciudad, lo que truncó toda posibilidad de continuar con esa relación en el futuro, porque ella no merecía enredarse en mi vida de confusión sexual, baja autoestima y mentiras. Era tan humillante decir la verdad sobre mí y mucho más fácil seguir adelante sin acercarme a ninguna otra mujer.
Innumerables circunstancias siguieron reforzando mi necesidad de formar parte de la mayoría heterosexual, por ejemplo, el comentario de uno de mis mejores amigos, «Si un día me enterara de que soy un maldito marica, me mataría». O la incansable obsesión de mi padre y mis tíos por mi vida amorosa, las relaciones y el matrimonio, que llegaba al punto de que mi padre siempre presentaba a cualquiera de mis amigas como mi prometida. O aquella ocasión en que un tipo en un bar al verme gritó «Malditos maricones», estrellando un vaso de cristal contra la pared, a pocos centímetros de mi cara.
Otro tío político que se había fijado en mí, se ganó mi confianza y organizó un paseo falso en el que terminamos en una tienda de pornografía donde me hizo insinuaciones sexuales inesperadas y no deseadas, lo que me hizo salir corriendo del lugar. Pese a rechazar contundentemente sus insinuaciones, continuó acosándome sexualmente durante años. ¿Cómo y a dónde huyes de este tipo de personas? Si mi padre se hubiera enterado, lo hubiera mandado al hospital.
Por tanto, seguí ocultando mis sentimientos y deseos más profundos esperando sobrevivir en un mundo que veía con asco a los chicos como yo, considerándonos pervertidos y pedófilos. ¿Quién quiere vivir así? Odiaba esa farsa y me sentía atrapado en ella.
Abre un nuevo bar...Mamá y yo
De la nada, abrió un nuevo bar gay precisamente en mi ciudad. El bar se convirtió en toda una curiosidad para algunos de mis amigos que querían ir como parte de una experiencia entretenida, como voyeristas de un constructo social emergente que, necesariamente, se había mantenido oculto durante siglos. Era mediados de los años 1970.
Así pues, tras juntarme con estos amigos para ir en la noche al bar, temiendo revelar mi fascinación por la abierta demostración de afecto prohibido, comencé a frecuentar el lugar solo, donde veía con un cierto grado de envidia a todos los hombres expresándose abiertamente de una manera aún considerada como tabú. A menudo me preguntaba lo que el Señor pensaba de mí y mis atracciones, que sentía que ocurrían «sin culpa mía», una frase escrita por mi futuro mentor, el padre John Harvey.
Entonces, un día mi vida secreta, que había ocultado tan cuidadosamente, salió a la luz. Fue un momento lleno de gracia que, de hecho, se convirtió en el primer paso de un camino largo y agridulce hacia la sanación y la paz.
Estaba en la cocina de la casa de mis padres. Mi madre entró y se acercó a mí con algo en la mano, me mostró lo que tenía y me preguntó, «¿Vas a este lugar?» Vi lo que me mostraba e inmediatamente comencé a sudar frío. Tenía en su mano una ficha para una bebida gratis del nuevo bar gay que debió haberse caído de mi bolsillo en el cesto de la ropa sucia. Intuitiva como era y llegando a su propia conclusión, caminó hacia la mesa de la cocina, se sentó y comenzó a llorar. Al principio no dije nada, pero me invadió la culpa cuando vi a mi pobre madre abrumada por el peso de lo que entendió como la inimaginable verdad sobre mi vida. Estaba inconsolable y, en medio de sus lágrimas, trató de preguntarme lo que me pasaba, cómo me sucedió esto a mí, y quiénes eran las personas con las que me juntaba. Traté de tranquilizarla diciendo, «Mamá, no te preocupes por mí, tengo buenos amigos». Con dificultad para hablar, continuó, «¿Entonces traerás a un amigo a la casa?» No estaba preparado para escuchar esto, ya que no había ningún amigo especial en mi vida, porque mi vergüenza era mayor que la nerviosa, pero generosa, invitación de mi madre. Y aunque tenía claramente el corazón roto y no podía contener las lágrimas, me dijo, «Solo quiero que seas feliz».
Me mataba verla tan angustiada. Nunca quise que supiera por lo que estaba pasando porque sabía que se culparía. ¿Cómo puede un chico de 20 años, nuevo a este misterio centenario de la vida, explicar lo inexplicable a una madre en estado de shock y sorpresa? Juro que si hubiese habido una píldora que pudiera hacer que todo esto pasara, me hubiera tomado todo el frasco.
Mi madre, en su sabiduría, decidió no contarle a mi padre sobre nuestra conversación. Recurrió a su fe, a Nuestro Señor y a su Santísima Madre. Siempre practicaba sus devociones en lo oculto, como dice Nuestro Señor en Mateo 6, 6, «Tú, por el contrario, cuando te pongas a orar, entra en tu aposento y, con la puerta cerrada, ora a tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre, que ve en lo oculto, te recompensará». Y eso es lo que hizo. A menudo, durante mi niñez, y aún después, vi a mi madre arrodillarse para rezar al lado de su cama —una práctica diaria que continuó a lo largo de su vida. Ella bombardeaba el cielo con sus oraciones, rogando al Señor que salvara a su hijo y, en poco más de dos años, sus tantas lágrimas y sentidas peticiones comenzaron a dar fruto al punto de que tal vez un cierto arzobispo de Nueva York fue inspirado atender la necesidad de atención pastoral para individuos y familias que lidiaban con la atracción al mismo sexo.
A medida que seguí llevando una vida secreta, con mi espíritu en el último banco de mi parroquia y el resto de mí en los oscuros rincones del bar, conocí a un chico llamado Sam. Los siguientes dos años de mi vida con él me llevaron a experimentar tanto el ámbito del placer sexual pasajero, como el conflicto espiritual y social resultante, siempre presente en mi mente y mi corazón. El Señor me bendijo con una conciencia bien formada, pero es tortuoso saber lo que es bueno y verdadero y santo para luego no optar por ello, por cualquier razón, ya sea egoísmo, soledad, lujuria, cansancio, debilidad, lo que sea. (Romanos 7 se escribió pensando en mí - aun hasta este día de mi vida). Ignoraba a mi conciencia mientras seguía teniendo mis fantasías privadas, ya fuese con Sam o con mi reserva de pornografía, que se había convertido en una adicción con la que he luchado durante décadas. Deprimido y consumido por la culpa, fui a confesarme anónimamente para aligerar un poco la carga que cada vez se volvía más difícil de llevar. Confesé mi relación con Sam y el sacerdote me dijo que, a menos que dijese ahí y en ese momento que pondría fin a mis actos sexuales, no podría recibir la absolución. No recuerdo cómo terminó la confesión, pero en el fondo de mi corazón sabía lo que el sacerdote iba a decir y lo que el Señor me pedía.
Lo que me salvó de perderme completamente fue mi determinación de ir a la misa dominical, pues sabía que era pecado mortal no ir. También sabía, en el fondo de mi corazón que no debía recibir la Sagrada Comunión por los actos que cometía con Sam.
A medida que pasaron los meses, Sam comenzó a mostrar rasgos dañinos de su personalidad. Se volvió extremadamente inseguro y posesivo en nuestra relación, similar al modo en que mi padre había manipulado y controlado psicológicamente a mi madre. Yo me rehusé a tolerarlo. No era feliz para nada, así que le dije a Sam que necesitaba espacio para pensar sobre mi vida y, con suerte, encontrar la paz conmigo mismo y, en definitiva, con Dios.
Aun con todo lo necesaria que era nuestra separación, me resultó difícil, sobre todo considerando la manera en que Sam seguiría adelante porque aún lo recuerdo llorando mientras me rogaba que no lo dejara.
Mi intento de encontrar respuestas y paz no pasó desapercibido, pues el maligno y sus tentaciones parecían golpear con todo mientras el suave susurro del Espíritu Santo estuvo siempre presente, esperando a que soltara todo y dejara a Dios actuar.
Poco sabía que la ayuda habría de llegar en pocas semanas, pero no sino hasta después de un viaje no planeado y transformador a West Hollywood, California, para visitar a una pareja de mujeres homosexuales, amigas mías, originalmente de Nueva York. Era la semana del Día de Acción de Gracias de 1979. Mis experiencias durante esos 10 días parecieron iluminar lo que sería mi vida si seguía en este camino dañino de desenfreno sexual, consumo de cocaína y divagación espiritual.
Pero el Señor, que definitivamente tiene sentido del humor, me dio la oportunidad de reírme de mí mismo y me mostró que mi valor como hijo suyo no viene de lo físico, que es pasajero, sino de lo espiritual, que es eterno.
Entonces, después de devorar una cena de despedida de 5 tiempos con mis amigas, donde el ajo, el ingrediente principal, ahora rezumaba de debajo de mis párpados, decidí salir a la ciudad con la esperanza de resultar atractivo para alguien para pasar un buen rato y aumentar mi ego. Luego de entrar en un bar, recuerdo haber entablado conversación con un chico lo suficientemente amable. Tras un par de minutos de charla, sin ningún tipo de reparo, el chico me dijo, «Hombre, ¿cenaste ajo?» ¡Guau! ¡Era una cabeza de ajo andante y, probablemente, la persona menos atractiva de la Costa Oeste! Tras disculparme con el chico que estaba ahora probablemente a 3 metros de distancia, decidí mejor dejar el lugar antes de que me sacaran por contaminar el aire. Mi deseo de seguir la fantasía por una noche más terminó en un fiasco, mientras que el Señor me recordaba «No poner mi esperanza en los príncipes, sino en Dios", ¡un recordatorio que necesito aun hasta el día de hoy!
A los pocos días de haber vuelto a casa, el Señor puso su plan en acción.
Ocurrió en una misa dominical durante el tiempo de Adviento. En la procesión de entrada, en el pasillo central, estaba nuestro nuevo sacerdote recién ordenado, a quien veía por primera vez. Mostraba una reverencia en el altar como nunca antes había visto y su homilía fue brillante y profunda. Totalmente inspirado, comencé a reflexionar en lo admirable que era su vida y lo y desastrosa y vergonzosa que era la mía —al menos para mí. Me dije, «quiero ser más como él, respetable y puro». Fue así que me convencí de confesarme con él —afortunadamente aún no cara a cara— y entregarle mi vida al Señor y encontrar la paz que tanto necesitaba.
Con la gracia de Dios obrando, aún me resultaba muy difícil revelarle mi vida secreta a este nuevo sacerdote, desconocido para mí. Fue muy compasivo y me pidió que lo contactara para agendar una cita después de Navidad.
Vi al padre Jim poco después del Año Nuevo de 1980. Reconociendo mi evidente necesidad de ayuda y dirección, acordamos reunirnos semanalmente por una hora hasta que lo considerara necesario.
Tomó algo de trabajo reordenar mi vida espiritual. El padre me guió en una confesión que cubrió todos los pecados de mi pasado, que ni siquiera podía recordar. Esto me trajo la paz que tanto necesitaba. Lo que más elogio del padre, fue la penitencia tan poco convencional que me dio, la cual duró meses, como una serie de oraciones y lecturas diarias continuas. No era cosa de un día. La penitencia consistía en un ofrecimiento matutino; dos misterios del rosario; el salmo 32; 15 minutos de lectura espiritual. Y antes de dormir, el salmo 6; 10 minutos de lectura de los Evangelios, comenzando por el Evangelio de San Mateo; 1 misterio del rosario; y el Acto de contrición. Esta penitencia podría parecer algo extrema, sin embargo, realmente me ayudó a establecer una vida de oración estructurada. Espero que también ayude a cualquiera que tenga dificultad con la oración.
Llevo conmigo, entre otras, una medalla de San Dimas, «el Buen ladrón», como recordatorio de la compasión y la misericordia de Jesús. Y para luchar contra la avalancha de recuerdos pornográficos que inundaban mi mente cuando me iba a dormir por la noche, puse un crucifijo debajo de mi almohada, que permaneció ahí por muchos años. El padre también me pidió que enfrentara mi adicción a la pornografía deshaciéndome de la pesada colección que había acumulado.
Y para todos aquellos que estuvieron fuera a principios de la primavera de 1980 (si ya habían nacido) y vieron una gran luz que brillaba en el cielo del noreste de los Estados Unidos, específicamente del estado de Nueva York, como a 120 kilómetros al norte de Manhattan —era yo que estaba quemando toda mi pornografía en un viejo barril. Sin embargo, lo terrible de esta “ceremonia” fue que tuve que ver nuevamente todo una vez más antes de que ardiera en las llamas. ¡La batalla continúa hasta este día!
Durante una de mis sesiones con el padre, en marzo de 1980, abrió el cajón de su escritorio y sacó un sobre que luego me dio diciendo, «Esto es para ti, creo que te interesará leerlo». Era una carta que el cardenal Cooke, mi arzobispo de la Diócesis de Nueva York, había enviado a todas las parroquias en la que hablaba sobre la necesidad de ofrecer acompañamiento pastoral a hombres y mujeres que lidiaban con la homosexualidad y sobre la posibilidad de formar un grupo de apoyo espiritual para ellos. Básicamente, tenía en mis manos la primera página de lo que sería el mapa de ruta del resto de mi vida. Me sentí feliz al instante por este regalo de apoyo tan oportuno y, al mismo tiempo, sentía temor ante lo desconocido y el compromiso que imaginaba se esperaría de mí.
Nuestra primera reunión se llevó a cabo el viernes 26 de septiembre de 1980 en el Santuario de Santa Elizabeth Ann Seaton en el bajo Manhattan.
Al llegar, fui conducido al salón de reuniones después de pasar un momento a la capilla para orar. Al cabo de unos minutos se abrió la puerta y este sacerdote, amable y modesto, entró en la habitación. Con una voz muy suave, que para mí era reflejo de su paciencia y carácter, se presentó el padre John Harvey.
Las primeras reuniones fueron abrumadoras para mí porque estaba rodeado de un pequeño grupo de hombres, que probablemente me doblaban la edad, y a quienes imaginaba que tenían una fe sólida y sus tendencias sexuales mucho más controladas que las mías.
Recuerdo que pensé. «¿Esto será realmente para mí?», «¿puedo parar o controlar mi atracción por alguien de mi sexo por el resto de mi vida?», «¿No se suponía que este sería el lugar donde encontraría la paz que tanto buscaba?» La batalla interior continuaba, luego comprendí, «¡Lo es! ¡Es hora de tomarlo con seriedad!» «Pero, espera, ¡no quiero estar solo por el resto de mi vida! ¿Castidad ahora y para siempre?» «¿Puedo pensarlo por un tiempo como mi amigo San Agustín que dijo, “Señor, hazme casto, pero aún no”?»
No, esta llamada de atención del Señor no fue nada fácil y por ese motivo, uno de nuestros primeros miembros llamado Bob sugirió que consideráramos la verdaderamente inspiradora virtud de la valentía (courage) para el nombre del apostolado. Y así fue. En pocas palabras, se necesita valentía (courage) para vivir una vida casta.
A medida que continuaban nuestras reuniones, sentí que el Espíritu me llevaba a considerar el plan de Dios para mí, que era reconfortante y decía, «Tal vez el Señor te quiere para él» y quizás «Fuiste elegido junto con tus compañeros miembros de Courage, para ser sus testigos de la verdad del Evangelio». Luego, sentí un golpe de realidad cuando pensé en cómo el Señor, para sus propios propósitos, me había protegido justo a tiempo del trágico desenlace que tantos de mis amigos habían sufrido ante la aparición de un nuevo virus llamado SIDA.
Recordando las palabras de San Agustín, «Nos hiciste para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti», seguí preguntándole al Señor, «¿Por qué permitiste esto?» y «¿De qué manera te sirve mi orientación sexual?» Este era el misterio de mi vida y la pregunta que he contemplado durante años.
Con las Metas de Courage, que me ayudaban a mantenerme enfocado, y ya encaminado hacia la paz y la sanación espiritual, estaba en mejores condiciones de integrar mejor mis relaciones en casa. Comencé a servir como ministro extraordinario de la Eucaristía y llevaba la comunión a los asilos de ancianos de mi ciudad; me uní al coro de mi parroquia y a un ministerio local para jóvenes adultos. En una Cuaresma en particular, me propuse ir a misa diaria y continué con esta devoción por cerca de 20 años, hasta que, en el 2006, el cuidado de mi madre se convirtió en mi prioridad.
Me sentía muy bien sobre el estado de mi vida espiritual y mi madre también notó el cambio en mí. No me lo dijo, pero sí se lo comentó a Judy, una buena amiga mía de la escuela, pues había notado que estaba más contento y que me había vuelto muy religioso.
Cuando lo escuché, no podía agradecer a Dios lo suficiente por haber levantado la carga de angustia que había pesado durante años en el corazón de mi madre por mi causa. Sin embargo, todo esto se vería ensombrecido por una confrontación inesperada e injusta con mi padre.
Una noche llegué a casa de mis padres sin saber que mi madre ya se había ido a dormir. Estaba en la cocina cuando mi padre, ya jubilado, entró en la habitación. Rápidamente supuse que debía haber estado tomando. Tenía una mirada incómoda y yo no estaba preparado para escuchar lo que iba a decir. Fue directo al punto y dijo, «Sé lo que has estado haciendo...no quiero que avergüences a esta familia». Y luego me dijo esa frase clásica, «Dios hizo a Adán y Eva, no a Adán y Esteban». Literalmente, casi me ahogo por la incredulidad de que mi padre, que últimamente parecía poco interesado en nuestra relación, hubiese abordado el tema y, más aún, de que conociera la condenada frase de Adán y Eva. Mi sangre comenzó a hervir preparándome para gritarle mi respuesta mientras pensaba en todo lo que había rezado a diario durante años rogándole al Señor que mi padre nunca se enterara de mi mayor secreto.
Instintivamente ignoré su acusación sobre mis actividades sexuales ya que verdaderamente no había tenido actos sexuales desde que había comenzado Courage aproximadamente hace 7 años atrás. Mi furia, por haber sido tomado por sorpresa, comenzó a apoderarse de mí desatando 25 años de ira reprimida por su adicción al alcohol y la manera que había afectado a nuestra familia. En este punto comencé a gritar, lo que despertó a mi mamá que, al entrar a la cocina, vio lo mal que estaba. En ese momento, finalmente tuve el valor de defenderla de todas las acusaciones que soportó durante años, gritándole, lamentablemente, a mi padre esta desafortunada verdad, «¡Has arruinado su vida con tu vicio por la bebida!»
Mi mamá volvió a la cama y mi padre se sentó en silencio, inclinado sobre la mesa en un gesto de derrota total. Es una imagen que llevo grabada en mi memoria y aún ahora deseo que nunca hubiese ocurrido. No podía imaginar cómo podríamos reparar nuestra relación tan profundamente dañada. En verdad, fue la segunda peor noche de mi vida, siendo la primera aquella noche que descubrí que me atraían los hombres.
Con el paso del tiempo y con la gracia de Dios, mi padre comenzó a ir a misa con mi madre y nuestra relación pareció sosegarse cuando me vio sirviendo como ministro extraordinario de la Eucaristía en la parroquia. Le pedía a Dios que mi padre pudiera ver y apreciar la vida que estaba tratando de llevar, pero supongo que no puedo culparlo por querer verme casado, porque así es como la vida normal debe transcurrir para la mayoría de las personas, ¿cierto?
Fue necesario un evento trágico en la vida de un amigo mío de la infancia y el amoroso toque de Dios para restaurar el vínculo que siempre estuvo ahí pero que había sido enterrado bajo el peso de expectativas insatisfechas y egos heridos.
Mark, un amigo cercano de la escuela primaria, era un profesional en la administración de hospitales en Washington, D.C. Cuando me reveló que era gay le conté sobre mi participación en Courage y sus metas, que no estuvo dispuesto a aceptar. Tristemente, llegó el día en que me contó que tenía SIDA y, en los años 1980s nadie sobrevivía a la enfermedad. En las últimas semanas de su batalla contra esta horrible enfermedad me disuadió de que fuera a visitarlo al hospital, pero finalmente me llamó y dijo que estaba en el hospital y que sería mejor que fuera a visitarlo pronto porque se acercaba el fin. Como era de esperarse, sus padres estaban devastados y me prohibieron contarle a mis padres o a cualquier otra persona la verdad: que Mark tenía SIDA. Vi con mis propios ojos la manera en que los padres de Mark manejaron esta crisis, quizás de manera similar que mis padres. El padre estaba en el pasillo, enojado y humillado por tener un hijo gay, mientras que la madre estaba al lado de su cama, con un paño húmedo sobre la cabeza de su hijo y un tazón de sopa para darle fuerzas. Me dejaron un momento a solas con Mark, tomé su mano despacio y le ofrecí mi amor y mis oraciones, que he continuado hasta el día de hoy. Era el caparazón del hombre que había sido, ciego por el cáncer que había invadido su cuerpo. Lo recuerdo diciendo, «Bien, creo que es mejor que te vayas ahora». Cuando dejé la habitación, la madre de Mark me dio las gracias y me pidió que ayudara a cargar el féretro en el funeral. Intenté, torpemente, consolarla pensando en cómo se habría sentido mi madre si hubiese sido yo quien estuviera en una cama de hospital. Mark murió 4 días después a la edad de 34 años.
Durante la enfermedad de Mark, mantuve a mis padres informados sobre su estado, sin revelarles que su cáncer estaba relacionado al SIDA. Mi padre decidió ir solo al velorio. Después de dar mis condolencias a la familia, pasé a la casa de mis padres y los encontré en la cocina. Mi padre, que estaba sentado a la mesa, se puso inmediatamente de pie y caminó hacia mí. Tenía una gran sonrisa y lágrimas en sus ojos. Tomó mi cara entre sus manos y me acercó a él como diciendo, «Estoy tan feliz de que estés vivo y bien».
Su evidente amor por mí estaba escrito en su rostro y yo quería creer que aún era... su campeón. Por ese breve momento se desvanecieron todas las decepciones y juicios del pasado. Vi a un hombre que siempre había querido lo mejor para mí porque lo había demostrado a lo largo de mi vida, y yo solo quería que estuviera orgulloso de mí.
Este día inolvidable de sanación fue en verdad un regalo de lo más oportuno pues tan solo 6 semanas después el Señor, en su misericordia, llamó a mi padre a su encuentro, hace ya 30 años. Supongo que puedo decir con seguridad que, con el Señor, el don de la redención siempre está ahí a la espera de todos aquellos que clamen a Él, sin importar lo imperfecto o débil que sea nuestro clamor, incluso si es solo un susurro, porque Aquel que hizo el oído siempre nos escuchará y nos responderá.
Reflexionando sobre mis 41 años como miembro de Courage
Mirando 41 años atrás la manera en que se desarrolló el plan del Señor en mi vida, puedo decir que el apostolado Courage/EnCourage, inspirado y creado por el poder del Espíritu Santo y mantenido por la fe, el amor y la perseverancia de la familia de miembros reunida aquí, en este auditorio, y ahora alrededor del mundo, en verdad continúa salvando mi vida espiritual cada día, un día a la vez.
Mi mayor consuelo, después de todos estos años de tratar de aceptar mi debilidad, es que la victoria sobre el pecado —y el crecimiento en la virtud— no se logran en un solo momento definitivo de gracia. La victoria se gana cada día con perseverancia, cuando decidimos levantarnos cada vez que caemos, sin importar cuántas veces suceda, con la confianza de pedir al Señor su misericordia para comenzar de nuevo. ¡Yo lo sigo haciendo constantemente!
Los pensamientos que he intentado controlar, los he tenido. Los lugares que me he dicho que tengo que evitar, los he visitado. Los pecados que dije que jamás cometería, los he cometido. Pido a Dios por todos aquellos a quienes alejé del buen camino y por aquellos que me alejaron de él.
Me ha resultado difícil creer y, peor aún, perdonarme sabiendo que el Señor me perdona en la confesión porque ningún pecado es más grande que el perdón de Dios y su misericordia. ¡Decir lo contrario es blasfemia! Como nos dijo Santa Teresa de Calcuta, «Hemos sido llamados a ser fieles, no exitosos».
Estamos en una guerra para salvar nuestras almas inmortales, que dura toda la vida. Nuestro Señor sabía que no podríamos vivir las enseñanzas de nuestra fe católica solos, por eso, en su sabiduría, trajo a la vida este movimiento contracultural, este remanente de la verdadera Iglesia, con nuestro querido director y amigo el padre John Harvey sus sucesores para guiarnos.
Para mí, el padre Harvey se convirtió en mi padre espiritual, en el amable y dulce buen pastor que admiré y al que recurría cuando necesitaba dirección en mi camino de fe renovado. Estaré eternamente agradecido con el Señor por habernos reunido y por haber tenido el honor de ser llamado uno de sus combatientes veteranos.
A mi familia de Courage
Nunca me hubiese imaginado en aquel septiembre de 1980 hacia dónde me llevaría mi caminar en este apostolado único llamado Courage.
Las amistades forjadas en el sufrimiento compartido en el Señor han sido lo que verdaderamente me ha dado la fortaleza para perseverar en este camino. Si reconociera a cada persona nos quedaríamos aquí toda la noche y sé que terminaría olvidando a alguien, pero estoy tan agradecido de estar ante ustedes a pesar de mi fragilidad, que quiero darles las «gracias» por llevarme en esta misión al cielo por medio de su propio testimonio de la verdad de nuestra vida eterna en Jesucristo.
Gracias a mis hermanos y hermanas de Courage —quienes me han abierto sus hogares y sus corazones durante alguna visita o alguna llamada telefónica en la que han escuchado pacientemente los eventos felices y tristes de mi vida, y han soportado mi incorregible y alocado sentido del humor que espero sea un ingrediente útil para una vida espiritual en vías de recuperación.
Gracias, querida Tina, por tu incansable ayuda y aliento durante el proceso de escritura y edición de este testimonio.
Gracias, padre Timone por ser mi amigo y mentor espiritual por más de 40 años y gracias padre Barnabas Keck, primer capellán de Courage y mi fiel guía hacia el cielo.
Gracias a las increíbles familias de EnCourage que me han mostrado tanto amor y apoyo aun a cientos de kilómetros de distancia, además de brindarme el diálogo paternal que no tuve con mis propios padres.
Gracias a las Hijas de San Pablo que han brindado a Courage su amistad y apoyo inquebrantables desde hace 30 años a partir de la Conferencia Nacional en el Assumption College en 1991.
Gracias a las Hermanas de la Vida (Sisters of Life) por organizar nuestro maravilloso retiro anual para hombres (que desearía hubiese durado más).
Gracias a los Frailes de la Renovación (Friars of the Renewal) por continuar con la obra de nuestro cofundador, el P. Benedict Groeschel.
Meditación final
Me gustaría terminar con la siguiente meditación que realmente me conmovió cuando la escuché narrada tan bellamente el Viernes Santo del 2020 desde la catedral de Notre Dame en París, un año después del terrible incendio que casi destruyó la estructura. Supe que Nuestro Señor me hablaba directamente a mí y de una manera que nunca había escuchado.
Jesús nos habla desde la cruz
«Tengo sed»
He venido a consolarte y darte fuerza.A levantarle y vendar tus heridas.
A disipar con mi luz tu oscuridad y tus dudas.
Vengo con mi poder que me permite llevarte a ti y todas tus cargas.
Vengo con mi gracia para tocar tu corazón y transformar tu vida.
Vengo con mi paz para calmar tu alma.
Te conozco como a la palma de mi mano.
Sé todo sobre ti.
He contado incluso los cabellos de tu cabeza.
No hay nada en tu vida que no sea importante para mí.
Te he seguido a través de los años y siempre te he amado, aun cuando te alejaste de mí.
Conozco todos tus problemas, tus necesidades y tus preocupaciones.
Conozco todos tus pecados, pero como dije, te amo.
No por lo que haces o has dejado de hacer. Te amo por quien eres,
por la belleza y la dignidad que mi Padre te dio al crearte a su propia imagen.
Una dignidad que has olvidado,
una belleza que has empañado por el pecado,
pero te amo como eres y he derramado mi sangre para recuperarte.
Si me lo pides con fe, mi gracia tocará todo aquello que necesita cambiar en tu vida.
Te daré la fuerza para liberarte del pecado y su poder destructor.
Sé lo que hay en tu corazón.
Conozco tu soledad y todas tus heridas,
los rechazos, los juicios, las humillaciones.
Cargué con todo ello antes que tú para que pudieras compartir mi fuerza y mi victoria.
Conozco, sobre todo, tu necesidad de amor, tu sed de amor y de ternura,
y lo mucho que has deseado satisfacer tu sed en vano,
buscando ese amor egoístamente,
tratando de llenar el vacío con placeres efímeros,
con el vacío, aun mayor, del pecado.
¿Tienes sed de amor?
Ah, las palabras del Amante más grande que el mundo jamás conocerá y suena como si hubiera respondido a mi pregunta de toda la vida... «Tal vez el Señor nos quiere a todos para Él».
¡Finalmente, quisiera agradecer a todos aquellos que han orado por mi madre durante todos estos años! Algún día conocerá finalmente a mi familia de Courage que me ayudó a llegar al cielo!
¡Gracias por escucharme!
«Pongámonos las armas de la luz» - La pureza cristiana
P. Raniero Cantalamessa
Predicación de Cuaresma (2018)
«Pongámonos las armas de la luz»
La pureza cristiana
En nuestro comentario de la parénesis de la Carta a los Romanos, hemos llegado al punto donde se dice:
«La noche está avanzada, el día está cerca: dejemos, pues, las obras de las tinieblas y pongámonos las armas de la luz. Andemos como en pleno día, con dignidad. Nada de comilonas y borracheras, nada de lujuria y desenfreno, nada de riñas y envidias. Revestíos más bien del Señor Jesucristo, y no deis pábulo a la carne siguiendo sus deseos» (Rom 13,12-14).
San Agustín, en las Confesiones, nos narra el lugar que este pasaje tuvo en su conversión. Había llegado ya a una adhesión casi total a la fe; sus objeciones fueron eliminadas una tras otra, y la voz de Dios se había ido haciendo cada vez más apremiante. Pero había una cosa que lo retenía: el miedo de no lograr vivir casto. Vivía, como se sabe, con una mujer sin estar casado. Estaba en el jardín de la casa que lo albergaba, preso de esta lucha interior y con lágrimas en los ojos, cuando, desde una casa cercana, oyó que provenía una voz, como de niño o niña, que iba repitiendo: «Tolle, lege!, ¡Toma, lee; toma, lee!». Interpretó dichas palabras como una invitación de Dios y, teniendo al alcance de la mano el libro de las Cartas de san Pablo, lo abrió al azar, decidido a considerar como voluntad de Dios la primera frase sobre la cual cayera su mirada. La palabra sobre la cual cayó su mirada fue, precisamente, la de la Carta a los Romanos que acabamos de recordar. Dentro de él brilló una luz de seguridad (lux securitatis), que hizo desaparecer todas las tinieblas de la incertidumbre. Sabía ya que, con la ayuda de Dios, podía ser casto [1].
Las cosas que el Apóstol, en ese pasaje, llama «obras de las tinieblas» son las mismas que en otros lugares define como «deseos, u obras, de la carne» (cf. Rom 8,13; Gál 5,19) y las cosas que llama «armas de la luz» son las mismas que en otros lugares llama «obras del Espíritu» o «frutos del Espíritu» (cf. Gál 5,22). Entre estas obras de la carne se pone de relieve, con dos términos (koite y aselgeia), el desenfreno sexual, al cual se contrapone el arma de la luz que es la pureza.
En el presente contexto, el Apóstol no se alarga hablando de este aspecto de la vida cristiana; pero sabemos qué importancia revestía a sus ojos la lista de vicios, puesta al comienzo de la Carta (cf. Rom 1,26ss). San Pablo establece un vínculo estrechísimo entre pureza y santidad, y entre pureza y Espíritu Santo:
«Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación, que os apartéis de la impureza, que cada uno de vosotros trate su cuerpo con santidad y respeto, no dominado por la pasión, como hacen los gentiles que no conocen a Dios. Y que en este asunto nadie pase por encima de su hermano ni se aproveche con engaño, porque el Señor venga todo esto, como ya os dijimos y os aseguramos: Dios no nos ha llamado a una vida impura, sino santa. Por tanto, quien esto desprecia, no desprecia a un hombre, sino a Dios, que os ha dado su Espíritu Santo» (1 Tes 4,3-8).
Por lo tanto, tratemos de recoger esta última «exhortación» de la palabra de Dios, profundizando el fruto del Espíritu que es la pureza.
1. Las motivaciones cristianas de la pureza
San Pablo, en la carta a los Gálatas, escribe: «El fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, benignidad bondad, fidelidad, mansedumbre, dominio de sí» (Gál 5,22). El término griego original, que traducimos con «dominio de sí», es enkrateia. Tiene una gama de significados muy amplia; se puede ejercer, en efecto, el dominio de sí en el comer, en el hablar, en contenerse de la ira, etc. Sin embargo, aquí, como por lo demás casi siempre en el Nuevo Testamento, significa el dominio de sí en una esfera muy precisa de la persona, es decir, en el marco de la sexualidad. Lo deducimos por el hecho de que, poco más arriba, al enumerar las «obras de la carne», el Apóstol llama porneia, es decir, impureza, lo que se opone al dominio de sí (¡es el mismo término que deriva de «pornografía»!)
En las traducciones modernas de la Biblia, el término porneia se traduce como prostitución, como impureza, como fornicación o adulterio y con otros vocablos. La idea de fondo contenida en el término es, sin embargo, la de «venderse», enajenar el propio cuerpo, y, por tanto, prostituirse (pernemi, en griego, significa «me vendo»). Al emplear dicho término para indicar casi todas las manifestaciones de desorden sexual, la Biblia viene a decir que todo pecado de impureza es, en cierto sentido, un prostituirse, un venderse.
Los términos usados por san Pablo nos dicen, pues, que son posibles, hacia el propio cuerpo y la propia sexualidad, dos actitudes opuestas: una fruto del Espíritu y, la otra, obra de la carne; una de virtud y otra de vicio. La primera actitud es conservar el dominio de sí y del propio cuerpo; la segunda es, en cambio, vender o enajenar el propio cuerpo, es decir, disponer de la sexualidad según el propio antojo, para fines utilitaristas y distintos de aquellos para los cuales fue creada; un hacer del acto sexual un acto venal, aunque lo útil no siempre está constituido por el dinero, como en el caso de la auténtica prostitución, sino también por el placer egoísta fin en sí mismo.
Cuando se habla de la pureza y de la impureza en simples listas de virtudes o de vicios, sin profundizar en la materia, el lenguaje del Nuevo Testamento no difiere mucho del de los moralistas paganos. También los Estoicos y los Epicúreos exaltaban el dominio de sí, pero sólo en función de la quietud interior, de la impasibilidad (apatheia), del autodominio; la pureza era gobernada, según ellos, por el principio de la «recta razón».
En realidad, sin embargo, dentro de estos antiguos vocablos paganos, hay ya un contenido totalmente nuevo que brota, como siempre, del kerigma. Esto es ya visible en nuestro texto, donde al desenfreno sexual se opuso, de modo muy significativo, como su contrario, el «revestirse del Señor Jesucristo». Los primeros cristianos eran capaces de captar este contenido nuevo, porque era objeto de catequesis específica en otros contextos.
Examinemos ahora una de estas catequesis específicas sobre la pureza, para descubrir el verdadero contenido y las verdaderas motivaciones cristianas de esta virtud que se derivan del acontecimiento pascual de Cristo. Se trata del texto de 1 Cor 6,12-20. Parece que los Corintios —quizás tergiversando una frase del Apóstol— adujeron el principio: «Todo me es lícito», para justificar también los pecados de impureza. En la respuesta del Apóstol está contenida una motivación totalmente nueva de la pureza que brota del misterio de Cristo. No es lícito —dice— darse a la impureza (porneia), no es lícito venderse o disponer de sí según el propio antojo, por el simple hecho de que nosotros ya no nos pertenecemos, no somos nuestros, sino de Cristo. No se puede disponer de lo que no es nuestro: «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo [...] y que no os pertenecéis?» (1 Cor 6,15.19).
La motivación pagana es, en cierto sentido, puesta del revés; el valor supremo que hay que salvaguardar ya no es el dominio de sí, sino el «no-dominio de sí». «¡El cuerpo no es para la impureza, sino para el Señor!» (1 Cor 6,13): la motivación última de la pureza es, pues, que «¡Jesús es el Señor!». La pureza cristiana, en otras palabras, no consiste tanto en establecer el dominio de la razón sobre los instintos, cuanto en establecer el dominio de Cristo sobre toda la persona, razón e instintos.
Hay un salto de cualidad casi infinito entre las dos perspectivas; en el primer caso, la pureza está en función de mí mismo, yo soy el objetivo; en el segundo caso, la pureza está en función de Jesús. Esta motivación cristológica de la pureza se hace más apremiante por lo que san Pablo añade en el mismo texto: nosotros no somos sólo genéricamente «de» Cristo, como su propiedad o cosa suya; ¡somos el cuerpo mismo de Cristo, sus miembros! Esto hace todo inmensamente más delicado, porque quiere decir que, cometiendo la impureza, yo prostituyo el cuerpo de Cristo, realizo una especie de sacrilegio odioso; «violento» al Cuerpo del Hijo de Dios. Dice el Apóstol: «¿Tomaré pues los miembros de Cristo y haré de ellos los miembros de una prostituta?» (1 Cor 6,15).
A esta motivación cristológica, se agrega luego enseguida la pneumatológica, es decir, referida al Espíritu Santo: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros?» (1 Cor 6,19). Abusar del propio cuerpo es, pues, profanar el templo de Dios; pero si uno destruye el templo de Dios, Dios le destruirá a él (cf. 1 Cor 3,17). Cometer impurezas es «entristecer al Espíritu Santo de Dios» (cf. Ef 4,30).
Junto a las motivaciones cristológica y pneumatológica, el Apóstol alude también a una motivación escatológica, es decir, que se refiere al destino último del hombre: «Dios, que ha resucitado al Señor, nos resucitará también a nosotros» (1 Cor 6, 14). Nuestro cuerpo está destinado a la resurrección; está destinado a participar, un día, en la bienaventuranza y en la gloria del alma. La pureza cristiana no se basa en el desprecio del cuerpo, sino, por el contrario, en la gran estima de su dignidad. El Evangelio —decían los padres de la Iglesia al combatir a los gnósticos— no predica salvarse «de» la carne, sino la salvación «de la» carne. Los que consideran el cuerpo como un «vestido extraño», destinado a ser abandonado aquí abajo, no poseen los motivos que tiene el cristiano para conservarlo inmaculado.
El Apóstol concluye esta catequesis suya sobre la pureza con la apasionada invitación: «¡Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo!» (1 Cor 6,20). El cuerpo humano es, pues, para la gloria de Dios, y expresa esta gloria cuando la persona vive la propia sexualidad y toda su corporeidad en obediencia amorosa a la voluntad de Dios, que es como decir: en obediencia al sentido mismo de la sexualidad, a su naturaleza intrínseca y original que no es la de venderse, sino la de donarse. Esta glorificación de Dios a través del propio cuerpo no requiere necesariamente la renuncia al ejercicio de la propia sexualidad. En el capítulo inmediatamente posterior, es decir en 1 Cor 7, san Pablo explica, en efecto, que dicha glorificación de Dios se expresa de dos maneras y en dos carismas distintos: o a través del matrimonio, o a través de la virginidad. Glorifica a Dios en su cuerpo la virgen y el célibe, pero lo glorifica también quien se casa, siempre que cada uno viva las exigencias del propio estado.
2. Pureza, belleza y amor al prójimo
A la luz nueva que brota del misterio pascual y que san Pablo nos ha ilustrado hasta aquí, el ideal de la pureza ocupa un lugar privilegiado en cualquier síntesis de moral cristiana del Nuevo Testamento. Se puede decir que no hay una carta de san Pablo en la que no le dedique un espacio, cuando describe la vida nueva en el Espíritu (cf. por ejemplo, Ef 4,17-5,33; Col 3,5-12). Esta exigencia fundamental de pureza se específica, de vez en cuando, según los diversos estados de vida de los cristianos. Las cartas pastorales muestran cómo debe configurarse la pureza en los jóvenes, en las mujeres, en los casados, en los ancianos, en las viudas, en los presbíteros y en los obispos; nos presentan la pureza en sus diferentes caras de castidad, fidelidad conyugal, sobriedad, continencia, virginidad, pudor.
En su conjunto, este aspecto de la vida cristiana determina lo que el Nuevo Testamento —de modo especial, las cartas pastorales— llama la «belleza» o el carácter «hermoso» de la vocación cristiana, que, fusionándose con el otro rasgo, el de la bondad, forma el ideal único de la « belleza buena », o la «bella bondad», por lo que se habla indistintamente tanto de buenas obras como de obras hermosas. La tradición cristiana, al llamar a la pureza «virtud bella», ha recogido esta visión bíblica, que expresa, a pesar de los abusos y las acentuaciones demasiado unilaterales que también han existido, algo profundamente verdadero. ¡La pureza, en efecto, es belleza!
Esta pureza es un estilo de vida, más que una virtud particular. Tiene una gama de manifestaciones que va más allá de la esfera propiamente sexual. Existe una pureza del cuerpo, pero hay también una pureza del corazón que huye, no sólo de los actos, sino también de los deseos y los pensamientos «malos» (cf. Mt 5,8.27-28). Existe una pureza de la boca que consiste, negativamente, en abstenerse de palabras deshonestas, vulgaridades y necedades (cf. Ef 5,4; Col 3,8) y, positivamente, en la sinceridad y franqueza en el hablar, es decir, en decir: «Sí, sí» y «no, no», a imitación del Cordero Inmaculado «en cuya boca no se halló engaño» (cf. 1 Pe 2,22). Existe, finalmente, una pureza o limpidez de los ojos y de la mirada. El ojo —decía Jesús— es la lámpara del cuerpo; si el ojo es puro y claro, todo el cuerpo está en la luz (cf. Mt 6,22s; Lc 11,34). San Pablo usa una imagen muy sugestiva para indicar este estilo de vida nuevo: dice que los cristianos, nacidos de la Pascua de Cristo, deben ser los «panes sin levadura de pureza y de sinceridad» (cf. 1 Cor 5,8). El término empleado aquí por el Apóstol —eilikrinéia— contiene, en sí, la imagen de una «transparencia solar». En nuestro propio texto, él habla de la pureza como de un «arma de la luz».
Actualmente, se tiende a contraponer los pecados contra la pureza y los pecados contra el prójimo y se tiende a considerar verdadero pecado sólo el contrario al prójimo; se ironiza, a veces, sobre el culto excesivo concedido, en el pasado, a la «bella virtud». Esta actitud, en parte, es explicable; la moral había acentuado demasiado unilateralmente, en el pasado, los pecados de la carne, hasta crear, a veces, auténticas neurosis, en detrimento de la atención a los deberes hacia el prójimo y en detrimento de la misma virtud de la pureza que, de este modo, era empobrecida y reducida a virtud casi sólo negativa, la virtud de saber decir no. Ahora, sin embargo, se ha pasado al exceso opuesto y se tiende a minimizar los pecados contra la pureza, a favor de una atención (a menudo sólo verbal) al prójimo. El error de fondo está en contraponer estas dos virtudes. La Palabra de Dios, lejos de contraponer pureza y caridad, las vincula, en cambio, estrechamente entre sí. Basta leer la continuación del pasaje de la Primera Carta a los Tesalonicenses que he mencionado al principio, para darse cuenta de cómo las dos cosas son interdependientes entre sí, según el Apóstol (cf. 1 Tes 4,3-12). El fin único de pureza y caridad es poder llevar una vida «llena de decoro», es decir, íntegra en todas sus relaciones, tanto en relación a uno mismo como en relación a los demás. En nuestro texto, el Apóstol resume todo esto con la expresión: «Comportarse honestamente como en pleno día» (cf. Rom 13,13).
Pureza y amor del prójimo se relacionan entre sí como el dominio de sí y la donación a los demás. ¿Cómo puedo donarme, si no me poseo, sino que soy esclavo de mis pasiones? ¿Cómo puedo donarme a los demás, si no he entendido todavía lo que me ha dicho el Apóstol, es decir, que no me pertenezco y que mi propio cuerpo no es mío, sino del Señor? Es una ilusión creer que se puede juntar un verdadero servicio a los hermanos, que exige siempre sacrificio, altruismo, olvido de sí y generosidad, con una vida personal turbulenta, que tiende toda ella a complacerse a uno mismo y a las propias pasiones. Inevitablemente se termina por instrumentalizar a los hermanos, como se instrumentaliza el propio cuerpo. No sabe decir los «síes» a los hermanos quien no sabe decir los «noes» a sí mismo.
Una de las «excusas» que más contribuyen a favorecer el pecado de impureza, en la mentalidad de la gente, y a descargarlo de toda responsabilidad es que, como mucho, no hace daño a nadie, no viola los derechos y libertades de los demás, a menos —se dice— que se trate de violencia carnal. Pero aparte del hecho de que viola el derecho fundamental de Dios de dar una ley a sus criaturas, esta «excusa» es falsa también respecto del prójimo. No es verdad que el pecado de impureza termina con quien lo comete. Hay una solidaridad de todos los pecados entre sí. Todo pecado, dondequiera y por cualquiera que lo cometa, contagia y contamina el ambiente moral del hombre; este contagio es llamado por Jesús «el escándalo» y está condenado por él con algunas de las palabras más terribles de todo el Evangelio (cf. Mt 18,6ss; Mc 9,42ss; Lc 17,1ss.). Según Jesús, también los malos pensamientos que están estancados en el corazón, contaminan al hombre y, por tanto, al mundo: «Del corazón salen los malos pensamientos; los asesinatos, los adulterios, las fornicaciones:.. Estas son las cosas que contaminan el hombre» (Mt 15,19-20).
Todo pecado produce una erosión de los valores y, todos juntos, crean lo que Pablo define como «la ley del pecado» del que describe su terrible poder sobre todos los hombres (cf. Rom 7,14ss). En el Talmud hebreo se lee un apólogo que ilustra bien la solidaridad que existe en el pecado y el daño que todo pecado, incluso personal, lleva a los demás: «Algunas personas se encontraban a bordo de un barco. Una de ellas tomó un taladro y comenzó a hacer un agujero debajo de sí mismo. Los demás pasajeros, al verlo, le dijeron: —¿Qué haces? — Él respondió: ¿Qué os importa a vosotros? ¿No estoy caso haciendo el agujero debajo de mi asiento? — Pero ellos replicaron: — ¡Sí, pero el agua entrará y nos ahogará a todos!». La naturaleza misma ha comenzado a enviarnos signos siniestros de protesta contra ciertos abusos y excesos modernos en la esfera de la sexualidad.
3. Pureza y renovación
Estudiando la historia de los orígenes cristianos, se ve con claridad que los principales instrumentos con que la Iglesia logró transformar el mundo pagano de entonces fueron dos; el primero, fue el anuncio de la Palabra, el kerigma, y el segundo, el testimonio de vida de los cristianos, el martirio; y se ve cómo, en el marco del testimonio de vida, dos fueron, de nuevo, las cosas que más admiraban y convertían a los paganos: el amor fraterno y la pureza de las costumbres. Ya la primera carta de Pedro alude al asombro del mundo pagano frente al tenor de vida tan diferente de los cristianos. Escribe:
«Ya es bastante el tiempo transcurrido llevando una vida de gentiles, andando entre libertinajes, instintos, borracheras, comilonas, orgías e idolatrías nefastas. Por eso se extrañan y os insultan cuando no acudís con ellos a ese derroche de inmoralidad» (1 Pe 4,3-4).
Los Apologetas —es decir, los escritores cristianos que escribían en defensa de la fe, en los primeros siglos de la Iglesia— atestiguan que el tenor de vida puro y casto de los cristianos era, para los paganos, algo «extraordinario e increíble». En particular, tuvo un impacto extraordinario sobre la sociedad pagana el saneamiento de la familia, que las autoridades del tiempo querían reformar, pero cuyo desmoronamiento eran impotentes de frenar. Uno de los temas sobre los cuales san Justino mártir basa su Apología dirigida al emperador Antonino Pío, es este: los emperadores romanos están preocupados de sanear las costumbres y la familia, y se esfuerzan por promulgar, a tal fin, leyes oportunas, que, sin embargo, se revelan insuficientes. Pues bien, ¿por qué no reconocer lo que han sido capaces de obtener las leyes cristianas en aquellos que las han acogido y la ayuda que pueden prestar también a la sociedad civil? Algunas luminosas muchachas cristianas, muertas mártires, mostraron hasta dónde llegaba, en este punto, la fuerza del cristianismo.
No hay que pensar que la comunidad cristiana estuviera toda exenta de desordenes y pecados en materia sexual. San Pablo tuvo que reprender incluso un caso de incesto en la comunidad de Corinto. Pero tales pecados eran claramente reconocidos como tales, denunciados y corregidos. No se exigía estar sin pecado, en esta materia, como en lo demás, sino luchar contra el pecado.
Ahora hacemos un salto desde los orígenes cristianos hasta nuestros días. ¿Cuál es la situación del mundo de hoy respecto a la pureza? ¡La misma, si no peor, que la de entonces! Nosotros vivimos en una sociedad que, en asunto de costumbres, ha caído de lleno en el paganismo y en la idolatría del sexo. La tremenda denuncia que san Pablo hace del mundo pagano, al comienzo de la Carta a los Romanos, se aplica, punto por punto, al mundo de hoy, especialmente en las sociedades llamadas del bienestar (cf. Rom 1,26-27.32).
También hoy, no sólo se hacen estas cosas y otras peores, sino que se intenta incluso justificarlas, es decir, justificar toda licencia moral y toda perversión sexual, con tal de que —se dice— no violente a los demás y no ofenda la libertad ajena. Se destruyen familias enteras y se dice: ¿qué mal hay? Es indudable que ciertos juicios de la moral sexual tradicional debían ser revisados y que las modernas ciencias del hombre han contribuido a iluminar algunos mecanismos y condicionamientos de la psique humana que eliminan o disminuyen la responsabilidad moral de algunos comportamientos considerados, un tiempo, como pecaminosos.
Pero este progreso nada tiene que ver con el pansexualismo de ciertas teorías pseudocientíficas y permisivistas que tiende a negar toda norma objetiva en materia de moral sexual, reduciendo todo a un hecho de evolución espontánea de las costumbres, es decir, a un asunto de cultura. Si examinamos de cerca lo que se llama la revolución sexual de nuestros días, nos damos cuenta, con pavor, de que no es simplemente una revolución contra el pasado, sino que es también, a menudo, una revolución contra Dios y a veces contra la misma naturaleza humana.
4. ¡Puros de corazón!
Pero no quiero detenerme demasiado en describir la situación actual en torno a nosotros, que, por lo demás, todos conocemos bien. A mí me interesa, en efecto, descubrir y transmitir lo que Dios quiere de nosotros cristianos en esta situación. Dios nos llama a la misma empresa a la que llamó a nuestros primeros hermanos de fe: a «oponernos a este torrente de perdición». Nos llama a hacer resplandecer de nuevo, ante los ojos del mundo, la «belleza» de la vida cristiana. Nos llama a luchar por la pureza. A luchar con tenacidad y humildad; no necesariamente a ser, todos y enseguida, perfectos. Esta lucha es tan antigua como la Iglesia misma.
Hoy hay algo nuevo que el Espíritu Santo nos llama a hacer: nos llama a testimoniar al mundo la inocencia originaria de las criaturas y de las cosas. El mundo ha caído muy bajo; el sexo —se ha escrito— se nos ha subido a todos al cerebro. Hace falta algo muy fuerte para romper esta especie de embotamiento y borrachera de sexo. Hay que despertar en el hombre la nostalgia de inocencia y sencillez que él lleva anhelante en su corazón, aunque muy a menudo recubierta de barro. No de una inocencia de creación que ya no existe, sino de una inocencia de redención que nos fue devuelta por Cristo y que se nos ofrece en los sacramentos y en la Palabra de Dios. San Pablo apunta este programa cuando escribe a los Filipenses: «Sed irreprochables y sencillos, hijos de Dios sin tacha, en medio de una generación perversa y depravada, entre la cual brilláis como lumbreras del mundo, manteniendo firme la palabra de la vida» (Flp 2,15s). Esto es lo que el Apóstol llama, en nuestro texto, «ponernos las armas de la luz».
Ya no basta con una pureza hecha de miedos, de tabúes, de prohibiciones, de fuga recíproca entre el hombre y la mujer, como si la una fuera, siempre y necesariamente, una insidia para el otro y un potencial enemigo, más que una «ayuda». En el pasado, la pureza se había reducido, a veces, al menos en la práctica, precisamente a este conjunto de tabúes, de prohibiciones y de miedos, como si la virtud tuviera que avergonzarse ante el vicio y no, en cambio, el vicio el que debiera avergonzarse ante la virtud. Debemos aspirar, gracias a la presencia en nosotros del Espíritu, a una pureza que sea más fuerte que el vicio contrario; una pureza positiva, no sólo negativa, que sea capaz de hacernos experimentar la verdad de esa palabra del Apóstol: «¡Todo es puro para quien es puro!» (Tt 1,15) y de esta otra palabra de la Escritura: «Aquel que está en vosotros es más grande que aquel que está en el mundo» (1 Jn 4,4).
Debemos empezar con sanear la raíz que es el «corazón», porque de allí sale todo lo que contamina realmente la vida de una persona (cf. Mt 15,18s). Decía Jesús: «¡Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios!» (Mt 5,8). Ellos verán realmente, es decir, tendrán ojos nuevos para ver el mundo y a Dios, ojos límpidos que saben vislumbrar lo que es bello y lo que es feo, lo que es verdad y lo que es mentira, lo que es vida y lo que es muerte. Ojos, en definitiva, como los de Jesús. Con qué libertad Jesús podía hablar de todo: de los niños, de la mujer, de la gestación, del parto... Ojos como los de María. La pureza ya no consiste, entonces, en decir «no» a las criaturas, sino en decirlas «sí»; sí en cuanto criaturas de Dios que eran, y siguen siendo, «muy buenas».
Nosotros no nos hacemos ilusiones. Para poder decir este «sí», hay que pasar a través de la cruz, porque después del pecado, nuestra mirada sobre las criaturas se enturbió; se desencadenó en nosotros la concupiscencia; la sexualidad ya no es pacífica, se ha convertido en una fuerza ambigua y amenazadora, que nos arrastra contra la ley de Dios, a pesar de nuestra propia voluntad. En la primera meditación de esta Cuaresma hemos insistido en un aspecto particularmente actual y necesario de la mortificación: la de los ojos. Un sano ayuno de las imágenes es hoy más importante que el ayuno de los alimentos y las bebidas. Concluimos recordando la experiencia de San Agustín que hemos evocado al comienzo. Después de aquella experiencia él comenzó a rezar para obtener la castidad de manera nueva. “Señor, dijo, tú me pides de ser casto: dame lo que me pides y pídeme lo que quieras”. Una oración que todos podemos hacer nuestra, sabiendo que en este campo, como in cualquier otro, sin la gracia de Dios no podemos hacer nada.
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1. S. AGUSTÍN, Confesiones, VIII, 11-12.
©Traducción del original italiano PABLO CERVERA BARRANCO