«La cirugía de cambio de género no es la solución»

La cirugía de cambio de género

no es la solución

 

La alianza entre gobierno y medios de comunicación que promueve la causa transgénero se ha desbocado en las últimas semanas. El 30 de mayo, un comité de revisión del Departamento de Salud y Servicios Humanos de los Estados Unidos dictaminó que Medicare puede pagar la cirugía de «reasignación» que buscan los transexuales, es decir, aquellos que dicen no identificarse con su sexo biológico. Antes, el mes pasado, el Secretario de Defensa, Chuck Hagel, dijo estar «dispuesto» a levantar la prohibición impuesta a personas transgénero que sirven en el ejército. Viendo la tendencia, la revista Time publicó una historia de portada para su número del 9 de junio que tituló «The  Transgender Tiping Point: America’s next civil rights frontier» (El punto clave del transgénero: la próxima frontera de los derechos civiles en los Estados Unidos).  

Los legisladores y los medios, sin embargo, no están haciéndole ningún favor ni al público ni a las personas transgénero al tratar sus confusiones como un derecho que requiere defensa antes que como un trastorno mental que merece comprensión, tratamiento y prevención. Esta intensa autopercepción de ser transgénero constituye un trastorno mental en dos aspectos.  El primero es que la idea de desfase sexual es sencillamente errónea: no  corresponde con la realidad física. El segundo es que puede conducir a nefastos resultados psicológicos.  

Las personas transgénero sufren un desorden de «aceptación» como el de otros desórdenes con que los psiquiatras están muy familiarizados. En las personas transgénero, la aceptación desordenada es que la persona difiere de lo que parece serle naturalmente dado -es decir, su masculinidad o su feminidad. Otros tipos de aceptación desordenada son los que tienen quienes sufren de anorexia y bulimia nerviosa, donde la aceptación que se aparta de la realidad física es que los peligrosamente delgados creen tener sobrepeso.  

Con el trastorno dismórfico corporal, condición que suele ser socialmente paralizante, el individuo se consume bajo la suposición de «ser feo». Estos trastornos ocurren en sujetos que han llegado a creer que algunos de sus conflictos o problemas psicosociales se resolverán si pueden cambiar la forma en que se muestran a los demás. Tales ideas funcionan como pasiones que rigen la mente de los sujetos y tienden a estar acompañadas por un argumento solipsista.  

En el caso de las personas transgénero, este argumento sostiene que la sensación del propio «género» es consciente y subjetiva que, al estar en la propia mente, no puede ser cuestionada por otros. A menudo el individuo busca no solo la tolerancia de la sociedad hacia esta «verdad personal» sino la afirmación de la misma. En ello se basa el apoyo a la «igualdad transgénero|, las demandas de pago gubernamental de los tratamientos médicos y quirúrgicos, y el acceso a todos los roles y privilegios públicos relativos al sexo.  

Con este argumento, los defensores de las personas transgénero han convencido a varios estados –como California, Nueva Jersey y Massachusetts– de aprobar leyes que prohíban a los psiquiatras (aunque tengan el permiso de los progenitores) esforzarse por restaurar los sentimientos naturales de género en los menores transgénero. Que el gobierno pueda inmiscuirse en los derechos de los progenitores de buscar ayuda para guiar a sus hijos indica cuán poderosos se han vuelto estos defensores.  

¿Cómo responder? Los psiquiatras obviamente deben desafiar el concepto solipsista de que lo que está en la mente no puede ser cuestionado. Los desórdenes de la conciencia, después de todo, constituyen el ámbito de la psiquiatría; declararlos fuera de límite eliminaría el campo. Muchos recordarán cómo, en la década de 1990, los solipsistas de la locura de la «memoria recuperada» consideraron incuestionable una acusación de abuso sexual infantil por parte de los padres.  

No escucharemos esto de boca de quienes defienden la igualdad de los transgénero, pero hay estudios controlados y de seguimiento que revelan problemas fundamentales en este movimiento. Cuando en Vanderbilt University y en la Clínica Portman de Londres se hizo un seguimiento sin tratamiento médico o quirúrgico a niños que manifestaron sentimientos transgénero, entre el 70% y el 80% de ellos perdió esos sentimientos espontáneamente. Aún queda por discernir qué diferencia al 25% de individuos que tuvieron sentimientos persistentes. 

En la Universidad Johns Hopkins, que en la década de 1960 fue el primer centro médico estadounidense en incursionar en la «cirugía de reasignación de sexo|, lanzamos en la década de 1970 un estudio que comparaba los resultados de las personas transgénero que se sometieron a la cirugía respecto de los resultados de otros que no lo hicieron. La mayoría de los pacientes tratados quirúrgicamente se describieron a sí mismos como «satisfechos» por los resultados, pero sus ulteriores adaptaciones psicosociales no fueron mejores que las de quienes no se habían sometido a la cirugía. Y, así, en Hopkins dejamos de hacer cirugía de reasignación de sexo, ya que producir un paciente «satisfecho» pero aún conflictuado no nos pareció una razón apropiada como para amputar quirúrgicamente órganos normales.  

 

Hoy en día parece que nuestra decisión de hace mucho tiempo fue sabia. Un estudio realizado en el 2011 en el Instituto Karolinska, en Suecia, produjo los resultados hasta ahora más esclarecedores con respecto a las personas transgénero, evidencia que debería dar pausa a los defensores. El estudio de largo plazo -hasta 30 años- hizo el seguimiento de 324 personas que se sometieron a una cirugía de reasignación sexual. El estudio reveló que unos 10 años después de la cirugía, los transgénero comenzaron a experimentar dificultades mentales cada vez mayores. Lo más inquietante es que su mortalidad por suicidio aumentó a 20 veces por encima de la población comparable no transgénero. Este perturbador resultado aún no tiene explicación, pero probablemente refleja la creciente sensación de aislamiento que los trangénero reportaban después de la cirugía al ir envejeciendo. La alta tasa de suicidios sin duda plantea un desafío a la prescripción de la cirugía.  

Entre las personas transgénero hay subgrupos y para ninguno parece apta la «reasignación». Un grupo incluye prisioneros varones como el soldado raso Bradley Manning (http://topics.wsj.com/person/M/Bradley-Manning/ 6200), violador de seguridad nacional bajo condena que ahora desea ser llamado Chelsea. Cuando afrontan sentencias largas y los rigores de una prisión para varones, tienen un motivo obvio para querer cambiar de sexo y, por lo tanto, de cárcel. Dado que cometieron sus delitos como varones, deberían ser castigados como tales; tras cumplir su periodo, serán libres de reconsiderar su género. Otro subgrupo está compuesto por jóvenes hombres y mujeres susceptibles a la sugerencia de la educación sexual de que «todo es normal», amplificada por los grupos de chat en la Internet. Estos son los sujetos transgénero con más similitud a los pacientes de anorexia nerviosa. Llegan a estar convencidos de que buscar un cambio físico drástico eliminará sus problemas psicosociales. Sus consejeros escolares de «diversidad», casi como líderes de culto, podrían alentar a estos jóvenes a distanciarse de sus familias y ofrecerles consejos para refutar los argumentos contrarios a la cirugía transgénero. En este caso, los tratamientos deben comenzar por retirar al joven del ambiente sugerente y ofrecerle un mensaje contrario en la terapia familiar.  

También hay un subgrupo de niños muy jóvenes, a menudo púberos, que notan distintos roles sexuales en la cultura y que, al explorar cómo encajan, empiezan a imitar al sexo opuesto. Médicos equivocados de centros médicos como el Boston's Children's Hospital han comenzado a tratar este comportamiento administrando hormonas que retrasan la pubertad para hacer que las ulteriores cirugías de cambio de género sean menos onerosas, a pesar de que los medicamentos entorpecen el crecimiento de los niños e implican un riesgo de causar esterilidad. Dado que cerca del 80% de estos niños abandonarían su confusión y crecerían naturalmente hasta la adultez si no recibieran tratamiento, estas intervenciones médicas se aproximan al abuso infantil. Una mejor manera de ayudar a estos niños: ofrecer una crianza parental dedicada.  

En el corazón del problema está la confusión sobre la naturaleza de las personas transgénero. El «cambio de género» es biológicamente imposible. Las personas que se someten a la cirugía de reasignación de sexo no cambian de hombre a mujer ni viceversa. Por el contrario, se convierten en varones afeminados o en mujeres masculinizadas. Afirmar que se trata de un asunto de derechos civiles y alentar la intervención quirúrgica es, en realidad, aportar a un trastorno mental y promoverlo.  

 


El Dr. McHugh, ex psiquiatra en jefe del Johns Hopkins Hospital, es el autor de Try to Remember: Psychiatry's Clash Over Meaning, Memory, and Mind (Dana Press, 2008). 
Este artículo fue publicado originalmente en el sitio web Truth & Love bajo el título  “Transgender Surgery Isn´t the Solution”.  Fue traducido por el equipo de Courage International.  Si tiene alguna preguntapuede escribirnos a: oficina@couragerc.org 

«Yo fui una mujer transgénero»     

Yo fui una mujer transgénero     

 

El alivio que proporcionaron la cirugía y la vida como mujer fueron solo temporales. Escondido bajo el maquillaje y la ropa femenina estaba el niño herido por un trauma infantil; y se estaba dando a conocer. 

Fue una escena crucial. La madre estaba cepillando el pelo largo de un niño, el niño giró lentamente la cabeza para mirarla y, con voz vacilante, le preguntó: «¿Me amarías si fuera un niño?». La mamá estaba criando a su hijo como para convertirlo en una «niña-trans». 

En esa fracción de segundo, me transporté a mi infancia. Recordé a mi abuela supervisándome, guiándome, vistiéndome con un vestido morado de chifón. El niño de ese brillante documental sobre padres que criaban «hijos-trans» se atrevió a hacer una pregunta que yo siempre había querido hacer. ¿Por qué ella no me amaba como yo era? 

Ese niño y su pregunta me capturaron. ¿Dentro de sesenta años cómo serán los niños trans del 2015?  Los documentales y los reportajes noticiosos solo nos brindan una imagen instantánea en el tiempo. Están editados para idealizar y romantizar la noción del cambio de género y para convencernos de que los progenitores iluminados deben ayudar a sus hijos a realizar sus sueños de ser del sexo opuesto. 

Quiero contarles mi historia. Quiero que tengan la oportunidad de ver la vida de un niño-trans no como se cuenta en un trabajado especial de televisión, sino a través de más de siete décadas de vida, con toda su confusión, dolor y redención. 

 

El «chico-trans» 

No fue mi madre, sino mi abuela, quien me vestía con un vestido de chifón morado, que había hecho para mí. Ese vestido puso en marcha una vida llena de disforia de género, abuso sexual, abuso de alcohol y drogas y, finalmente, una innecesaria cirugía de reasignación de género.  Mi vida fue desgarrada por un adulto de confianza que disfrutaba vistiéndome de niña. 

Mi mamá y mi papá no tenían idea de que cuando dejaban a su hijo por un fin de semana en casa de la abuela, ella en secreto lo vestía con ropa de niña. Mi abuela me decía que era nuestro secretito. Mi abuela se reservaba cualquier expresión que me reafirmara como niño, pero me prodigaba elogios encantadores cuando estaba vestido de niña.  Sus elogios me llenaban de euforia, pero luego me sobrevenían la depresión e inseguridad por el hecho de ser un niño. Sus acciones sembraron en mí la idea de haber nacido en el cuerpo equivocado. Ella nutrió y alentó esa idea, que con el tiempo adquirió vida propia. 

Me acostumbré tanto a usar el vestido morado en casa de la abuela que, sin decírselo, me lo llevé a casa para secretamente poder usarlo allí también. Lo escondí en el fondo de un cajón de mi cómoda. Cuando mi mamá lo encontró, estalló una explosión de gritos y alaridos entre mi mamá y mi papá. Mi padre estaba aterrorizado de que su hijo no estuviera desarrollándose como hombre, por lo que redobló su disciplina. Sentí que me trataban de forma diferente, ya que, a mi modo de ver, mi hermano mayor no recibía el mismo castigo de mano dura que yo. La injusticia me dolía más que cualquier otra cosa. 

Por fortuna, mis padres decidieron que nunca más se me permitiría ir a la casa de la abuela sin ellos.  No sabían que yo tenía miedo de ver a la abuela porque había expuesto su secreto. 

 

La influencia del tío Fred 

Mi peor pesadilla se hizo realidad cuando el hermano adoptivo de mi papá y mucho menor que él, el tío Fred, descubrió el secreto del vestido y comenzó a burlarse de mí. Él me bajaba los pantalones, se burlaba y hacía escarnio de mí. Con solo nueve años de edad, yo no podía defenderme suficientemente, así que recurrí a comer como una forma de lidiar con la ansiedad. Las burlas de Fred hicieron que una comida de seis emparedados de atún y un litro de leche se convirtiera en mi manera de suprimir el dolor. 

Un día, el tío Fred me llevó en su automóvil por un camino de tierra, hacia lo alto de una colina más allá de mi casa e intentó sacarme toda la ropa. Aterrorizado por lo que podría pasar, escapé, corrí a casa y se lo conté a mi madre. Ella me miró acusadoramente y dijo: «Eres un mentiroso. Fred nunca haría eso». Cuando mi padre llegó a casa, ella le contó lo que yo había dicho, y él fue a hablar con Fred. Pero Fred no le dio importancia a la historia y la encaró como si fuera un cuento chino; y mi padre le creyó a él en vez de a mí. Sentí que de nada me valdría contarle a la gente lo que Fred estaba haciendo, así que desde ese momento mantuve en silencio sus continuos abusos. 

Yo iba a la escuela vestido como niño, pero en mi mente seguía ese vestido morado. Me podía ver a mí mismo llevando el vestido, parado frente al espejo de la casa de mi abuela. Era pequeño, pero participaba y destacaba en fútbol americano, atletismo y otros deportes. Mi forma de lidiar con mi confusión de género fue trabajar duro en todo lo que hiciera. Cortaba el césped, repartía periódicos y trabajé en una gasolinera. Tras graduarme de la escuela secundaria, trabajé en un taller automotor, luego tomé clases de diseño para calificar para un trabajo en el sector aeroespacial. En corto tiempo, logré un lugar en el proyecto de la misión espacial Apolo como ingeniero de diseño asociado. Siempre entusiasta por un siguiente desafío, me cambié a una posición de principiante en la industria automotriz y rápidamente ascendí en el escalafón corporativo en una importante empresa de automóviles en los Estados Unidos. Incluso me casé. Lo tenía todo: una carrera prometedora de potencial ilimitado y una magnífica familia. 

Pero también tenía un secreto. Después de treintaiséis años, aún no podía superar la persistente sensación de que en realidad yo era mujer. Las semillas sembradas por la abuela desarrollaron raíces profundas. Sin que mi esposa se enterara, comencé a actuar según mi deseo de ser mujer. Me travestía en público y lo disfrutaba. Incluso empecé a tomar hormonas femeninas para afeminar mi apariencia. ¿Quién imaginaría que el deseo de la abuela de mediados de la década de 1940 de tener una nieta llevaría a esto? 

Agregar alcohol fue como echar gasolina al fuego; beber aumentaba mi deseo. Mi esposa, al sentirse traicionada por los secretos que le había estado ocultando y harta de mis borracheras sin control, entabló una demanda de divorcio. 

 

Mi vida como mujer 

Busqué a un prominente psicólogo de género para una evaluación y rápidamente me aseguró que era obvio que yo sufría de disforia de género. Un cambio de género, me dijo, era la cura. Sintiendo que no tenía nada que perder y emocionado porque finalmente podría lograr el sueño de toda mi vida, a los cuarenta y dos años me sometí a un cambio quirúrgico. Mi nueva identidad como Laura Jensen, mujer, estaba legalmente establecida por mi registro de nacimiento, mi carné de la Seguridad Social y mi licencia de conducir.  Ahora yo era una mujer a la vista de todos. 

El conflicto de género pareció desvanecerse y, en general, estuve feliz por un tiempo. 

Me es difícil describir lo que ocurrió después. El alivio proporcionado por la cirugía y mi vida como mujer fueron solo temporales. Escondido bajo el maquillaje y la ropa femenina estaba el niño pequeño que cargaba las heridas de los hechos traumáticos de su infancia, y se estaba dando a conocer. Ser mujer resultó solo un encubrimiento, no una curación. 

Yo sabía que no era una mujer real, sin importar lo que dijeran mis documentos de identificación. Había tomado medidas extremas para resolver mi conflicto de género, pero cambiar los géneros no había funcionado. Obviamente fue una mascarada. Sentí que me habían mentido. ¿Cómo había llegado a este punto? ¿Cómo me convertí en una falsa mujer? Fui a otra psicóloga de género y ella me aseguró que estaría bien, que solo hacía falta darle un poco más de tiempo a mi nueva identidad como Laura. Yo tenía un pasado, una vida golpeada y rota, que mi vida como Laura no logró ahuyentar ni resolver. Sintiéndome perdido y deprimido, bebía mucho y llegué a pensar en suicidarme. 

A los tres años de vida como Laura, mi excesivo consumo de alcohol me hizo tocar fondo nuevamente.  En mi punto más bajo, en vez de suicidarme, busqué ayuda en un grupo de alcohólicos en recuperación. Mi patrocinador, una mano amiga de respaldo y responsabilidad, me guió en cómo vivir la vida libre del alcohol. 

La sobriedad fue el primero de varios momentos claves en mi vida transgénero. 

Como Laura, ingresé en un programa universitario de dos años para estudiar la psicología del abuso de sustancias y de alcohol. Logré calificaciones más altas que mis compañeros de clase, muchos de los cuales tenían doctorados. Aun así, luché contra mi identidad de género. Todo era tan desconcertante. ¿Para qué se cambiaría uno de género, si no era para resolver el conflicto? Tras ocho años de vivir como mujer, no tenía paz duradera. Mi confusión de género solo parecía empeorar. 

Durante mi pasantía en un hospital psiquiátrico, trabajé con un médico en una unidad de encierro. Después de algunas observaciones, me llevó aparte y me dijo que yo mostraba señales de sufrir un trastorno disociativo. ¿Tenía razón? ¿Había él hallado la llave que desbloquearía una infancia perdida? En vez de ir a psicólogos activistas del cambio de género como el que me había aprobado para la cirugía, busqué las opiniones de varios psicólogos y psiquiatras «comunes» que no trataban todos los trastornos de género como desórdenes transgénero. Estaban de acuerdo: yo encajo en los criterios del trastorno disociativo. 

Fue exasperante. Ahora era evidente que había desarrollado un trastorno disociativo en la infancia para escapar del trauma del reiterado travestismo impuesto por mi abuela y el abuso sexual por parte de mi tío. Eso debería haber sido diagnosticado y tratado con psicoterapia. En cambio, el especialista en género nunca tomó en consideración mi difícil infancia, ni mi alcoholismo, solo vio una identidad transgénero. El prescribirme hormonas y cirugía irreversible, fue un salto precipitado. Años después, cuando confronté a ese psicólogo, admitió que no debería haberme aprobado para la cirugía. 

 

Ser un ser completo 

Volver a ser un ser completo, como hombre, tras someterme a una innecesaria cirugía de género y vivir legal y socialmente como mujer durante años, no iba a ser fácil. Tuve que reconocer ante mí mismo que recurrir a un especialista en género cuando recién tenía problemas fue un gran error. Tuve que vivir con el hecho real de ya no tener algunas partes de mi cuerpo. No fue posible la restauración completa de mis genitales--- la triste consecuencia de tratar con cirugía una enfermedad psicológica. Se requeriría psicoterapia intensiva para resolver el trastorno disociativo que comenzó cuando era un niño. 

Pero tenía un sólido cimiento para empezar mi viaje hacia la restauración. Estaba viviendo una vida libre de drogas y de alcohol, y estaba listo para convertirme en el hombre que había estado destinado a ser. 

A la edad de cincuenta y seis años, experimenté algo que excedía mis más locos sueños. Me enamoré, me casé y empecé de nuevo a vivir plenamente la vida como hombre. Me tomó más de cincuenta años, pero finalmente pude desenmarañar todo el daño que el vestido morado de chifón me había hecho. Hoy tengo setenta y cuatro años de edad, estoy casado con mi esposa desde hace dieciocho y llevo veintinueve años de vida sobria. 

Cambiar de género es una ganancia a corto plazo con un dolor a largo plazo. Entre sus consecuencias están la mortalidad temprana, el arrepentimiento, la enfermedad mental y el suicidio. En vez de alentar a los jóvenes a someterse a una cirugía innecesaria y destructiva, fortalezcámoslos y amémoslos  tal como son. 


Walt Heyer es autor y orador público apasionado por ayudar a otros que lamentan el cambio de género. A través de su sitio web, SexChangeRegret.com, y su blog, WaltHeyer.com, Heyer genera conciencia en el público sobre la incidencia del arrepentimiento y las trágicas consecuencias que se sufren como resultado. La historia de Heyer se puede leer en forma de novela en Kid Dakota y and The Secret at Grandma's House y en su autobiografía, A Transgender's FaithOtros libros de Heyer son Paper Genders y Gender, Lies and Suicide. 
Este artículo fue publicado originalmente en el sitio web The Public Discourse bajo el título “I was a transgender woman”.  Fue traducido por el equipo de Courage International.  Si tiene alguna preguntapuede escribirnos a: oficina@couragerc.org 

 


«Inducir a niños y jóvenes al cambio de género es una mala práctica médica» 

Inducir a niños y jóvenes al cambio de género es una mala práctica médica  

 

Es sádico utilizar el sistema de escuelas públicas, que tiene una audiencia cautiva para desarrollar un experimento social de identidad de género con los jóvenes de la nación. 

Adoctrinar socialmente a infantes para que acepten la noción de transgénero es algo muy extendido en las escuelas públicas de los Estados Unidos. En el estado de Washington, las escuelas públicas comenzarán a enseñar expresión de género a los estudiantes del jardín de la infancia a partir del otoño boreal de 2017, bajo los nuevos estándares aprobados del aprendizaje de educación para la salud. En el 2011, la red GLSEN de defensa gay recibió de los Centros Federales para el Control de Enfermedades una subvención de $1,425 millones por cinco años para promover la agenda LGBT en las escuelas públicas a expensas de los contribuyentes. 

Mediante la infiltración en el currículo de nuestras escuelas públicas, los activistas LGBT pueden dar forma a la próxima generación de participantes. La gente joven está cuestionando su propia identidad de género en una tasa alarmante que parece ir en aumento y están siendo alentados por educadores y profesionales médicos a experimentar la transición de género. Desafortunadamente, la experimentación puede causar aun más confusión. 

 

Los sentimientos cambian, los cuerpos no 

El problema de dar pasos hacia una transición física –hormonas y cirugías de cambio de género– es que los cambios físicos probablemente sean permanentes pero los sentimientos que impulsan el deseo pueden cambiar, sobre todo entre la gente joven. Hace poco recibí un correo electrónico de un hombre de actualmente unos treinta años de edad que comprueba esta realidad: 

«Yo hice la transición a mujer a fines de mi adolescencia y cambié de nombre a inicios alrededor de mis veinte años, hace casi una década. Pero no me resultó bien; ahora solo siento disconformidad en el rol femenino. Me dijeron que mis sentimientos transgénero eran permanentes, inmutables, que estaban profundamente arraigados en mi cerebro y que NUNCA podrían cambiar, y que la única manera en que alguna vez hallaría la paz sería volviéndome mujer. El problema es que ya no tengo esos sentimientos. 

Cuando empecé a ver a un psicólogo hace unos años para que me ayudara a superar algunos asuntos traumáticos de la infancia, mi depresión y mi ansiedad comenzaron a menguar, pero también menguaron mis sentimientos transgénero. De modo que hace dos años empecé a contemplar la posibilidad de volver a mi género original y me siento bien con ello.  No tengo dudas. ¡Quiero ser hombre!» 

Los sentimientos pueden cambiar. En el caso de este hombre, los sentimientos que en su adolescencia eran avasalladores cambiaron después de que acudiera a la asesoría sicológica para tratar sus traumas de infancia. 

Mi historia es similar. Cambiar de género fue una promesa vacía, un alivio temporal que nada solucionó. Tras mucho asesoramiento psicológico, llegué a ver que mi sueño de convertirme en mujer había sido simplemente un escape para afrontar el profundo dolor de sucesos de mi infancia. Desafortunadamente, el así llamado tratamiento temprano de hormonas y cirugía transgénero fue destructivo para mi familia, mi matrimonio y mi carrera, y me llevó a casi querer quitarme la vida. 

 

Ignorar la ciencia para impulsar una agenda política 

Ahora a los niños y niñas del estado de Washington se les enseñará desde el jardín de la infancia sobre la normalidad de querer ser del otro sexo. Las escuelas públicas no deberían ser caldo de cultivo para ningún activismo sexual por parte de ningún grupo en ningún momento. El sistema de escuelas públicas está manteniendo a los chicos como rehenes mientras los activistas dan forma a la siguiente generación de activistas transgénero, pese al serio daño que esto constituye para los niños. 

Por ejemplo, las escuelas de Charlotte-Mecklenburg en Carolina del Norte han eliminado el uso de los términos «niños| y «niñas», exigiendo que los maestros llamen a sus alumnos con términos sexualmente neutros como «estudiantes» o «escolares». También requieren que los educadores mantengan a los padres desinformados sobre la solicitud que sus hijos o hijas hagan de un nombre o pronombre diferente. 

Los activistas que impulsan esta agenda en los programas de estudio de las escuelas públicas ignoran la ciencia relativa al sexo innato. Una revisión de la literatura científica hecha en agosto del 2016 no encuentra evidencia definitiva en la investigación que sugiera que las personas transgénero nacen como tales. Este informe de 143 páginas hecho por dos distinguidos médicos de Johns Hopkins University halla que no hay suficiente evidencia científica definitiva para sugerir que las personas homosexuales, lesbianas y transgénero nazcan como tales. Y de modo aun más importante, afirmaron que el sexo biológico innato es fijo e inmutable. Solo el aspecto del género –la apariencia y la conducta– puede cambiarse. 

Yo era un niño que comenzó a travestirse con su abuela a la edad de cuatro años. Puedo decirles por propia experiencia que el travestismo es un adoctrinamiento psicológico. Es sádico utilizar el sistema de escuelas públicas, que tiene un público cautivo, para realizar experimentos de identidad social de género con los jóvenes del país. 

 

La experimentación médica puede devastar a las personas 

A partir de informes de fines de la década de 1970 hemos sabido que el cambio de género conduce al suicidio, lo cual brinda una visión reveladora de las consecuencias de ignorar la ciencia. El endocrinólogo Dr. Charles Ihlenfeld advirtió sobre los suicidios y la infelicidad de los pacientes transgénero sobre la base de su experiencia en tratar con hormonas a más de 500 pacientes transgénero durante un período de seis años en la clínica de género de su colega el Dr. Harry Benjamin. 

Ihlenfeld observó que el cambio de género condujo a malos resultados y llegó a la conclusión de que el 80 por ciento de los pacientes que desean cambiar su apariencia física de este modo no deberían hacerlo. La denuncia de Ihlenfeld fue más fuerte cuando afirmó que «Hay demasiada infelicidad entre las personas que se han sometido a la cirugía. Demasiados de estos casos terminan en suicidio». Uno se pregunta por qué se ignoró a un médico como éste, conocedor de los primeros experimentos sobre el cambio de género. 

La medicina tiene una larga historia de no poder ayudar adecuada y eficazmente a personas que batallan con problemas emocionales y psicológicos poco comunes. Experimentar con la cirugía como tratamiento para un trastorno psicológico no es algo nuevo. Mi libro, «Paper Genders» («Géneros de papel»), relata una historia de 100 años de este tipo de fallas. 

Esto incluye al psicólogo Dr. Henry Cotton. En la primera parte del siglo XX, Cotton era el jefe del principal hospital psiquiátrico público de Nueva Jersey, en Trenton. Su enfoque teórico era que las infecciones causaban enfermedades mentales, y se esforzó con celo para curar enfermedades mentales eliminando el supuesto origen de la infección. Empezó con la remoción de piezas dentales infectadas. Cuando esto falló, extrajo los restantes dientes y las amígdalas, y luego pasó a extirpar secciones del colon, el estómago, la vesícula biliar, así como los testículos y los ovarios. 

Cotton reportó una tasa de éxito del 85 por ciento. El New York Times elogió a Cotton como un genio científico cuyas investigaciones daban «grandes esperanzas» para el futuro y Cotton se hizo famoso en los Estados Unidos y en Europa. Personas desesperadas llevaron a sufrientes seres queridos al hospital de Trenton para el innovador tratamiento. Quedaron fuera de la vista pública las escalofriantes estadísticas de mortalidad: del 30 al 40 por ciento de sus pacientes quirúrgicos murieron a causa de su así llamado tratamiento. 

Encuentro similitudes sorprendentes entre Cotton y los cirujanos de cambio de género de hoy. Los medios celebran a personas que cambian de género «valientemente», como Caitlyn Jenner. Personas desesperadas que sienten que deberían ser del sexo opuesto solicitan tratamiento de cirujanos compasivos que amputan partes corporales de hombres y mujeres y de endocrinólogos que inyectan hormonas de diferente sexo. Suena brutal y loco; y lo es. 

 

Del corte de cuerpos a la combinación de cerebros 

La locura quirúrgica no terminó con Cotton. Desde mediados de la década de 1930, el neurólogo Dr. Walter Freeman se asoció con el neurocirujano Dr. Watts para realizar lobotomías como tratamiento de trastornos mentales. Freeman creía que cortar ciertos nervios en el cerebro podría eliminar el exceso de emoción y estabilizar una personalidad. 

Las primeras lobotomías implicaron la perforación de agujeros en el cráneo y la inserción de un cuchillo giratorio para destruir células cerebrales en los lóbulos prefrontales del cerebro. Más tarde, Freeman desarrolló una lobotomía transorbital de 10 minutos, en la que se accedía al cerebro a través de las cuencas oculares, con un instrumento similar a una pica de hielo. El procedimiento de Freeman no requería de cirujano o sala de operaciones, lo que le permitió a Freeman, que no era cirujano, realizar las lobotomías. Freeman realizó más de 2,500 lobotomías durante su vida. 

Para los pacientes, los resultados fueron diversos. En «The Lobotomy Files: One Doctor's Legacy» («Los archivos de la lobotomía: El legado de un médico»), el Wall Street Journal dice: «Los doctores Freeman y Watts consideraron que aproximadamente un tercio de sus operaciones fueron un éxito en tanto el paciente pudo llevar una “vida productiva”, dice el hijo del Dr. Freeman. Otro tercio pudo regresar a su hogar, pero no pudo mantenerse por sí solo. Según el Dr. Watts, el último tercio fueron “fracasos”». 

Durante su apogeo, ambos médicos fueron considerados en alta estima, pero los resultados desfavorables en el largo plazo para la mayoría de sus pacientes fueron otro resultado lamentable en la historia de aplicar cirugía al tratamiento de enfermedades mentales. 

 

La cirugía no es el tratamiento para el trastorno del transgénero 

Cotton, Freeman y Watts fueron precursores del actual tratamiento del trastorno del transgénero (un trastorno mental) con otro conjunto de cirugías. Trataron a los pacientes con extracciones dentales, recorte de intestinos y alteraciones del tejido cerebral, lo que condujo a tasas de mortalidad del 30 al 40 por ciento y a una tasa de fracasos del 33 por ciento. En retrospectiva, estos métodos de tratamiento parecen brutales.  La respuesta compasiva es explorar primero otras opciones menos extremas, en vez de recurrir a la cirugía. 

El tratamiento hoy en día aceptado para problemas de género –cortar partes del cuerpo y reacondicionar todo, desde la manzana de Adán, las caderas y los senos hasta los genitales– también parece bárbaro y carente de compasión. La actitud compasiva es primero explorar opciones menos extremas antes de recurrir a la cirugía. 

Nuestra larga historia con el tratamiento del trastorno de transgénero sugiere enfáticamente que la cirugía no ha sido efectiva. En mi trayecto hacia el cambio de género, mi psicóloga me dijo que la cirugía era la única respuesta a mis problemas; y nunca planteé preguntas para descubrir otras posibles causas de mi incomodidad con el género. 

Hoy, hay personas que me escriben sobre sus experiencias de cambio de género. Constantemente comentan cómo en el momento de su transición se les dijo que el cambio de género era el único tratamiento para su condición. Hay padres de familia que me escriben sobre sus hijos adultos que desean la transición, preocupados porque saben que nadie está tomando en cuenta que un trauma infantil podría estar conduciéndolos a ese deseo inusual. Padres y madres informan que los terapeutas de género no quieren saber sobre eventos infantiles. El terapeuta dice que si un adulto quiere una transición, puede obtenerla. 

Al igual que lo ocurrido con Cotton, Freeman y Watts, los actuales tratamientos quirúrgicos de cambio de género no son sometidos a riguroso estudio científico para evaluar su seguridad, su eficacia a lo largo del tiempo ni sus consecuencias imprevistas. Porque los investigadores no pueden encontrarlos, los estudios no cuentan a quienes lamentan haber hecho la transición, a quienes regresan a su género de nacimiento o a quienes se pierden por suicidio. Las estadísticas están sesgadas a favor de resultados positivos porque las personas que experimentan resultados negativos, en lenguaje científico, han sido "perdidas durante el seguimiento". 

 

Las amenazas de suicidio indican enfermedad mental 

Los adolescentes con problemas de género a menudo dirán algo así como «Si no recibo inhibidores de la pubertad u hormonas y cirugía para la transición, me voy a suicidar». Quieren demostrar la fuerza de sus sentimientos transgénero y la urgencia de su necesidad de transición a todos los que pudieran contrariamente invocar precaución, tales como los progenitores, los psicoterapeutas y los endocrinólogos. 

La amenaza de suicidio es un asunto serio que señala la presencia de problemas graves de salud mental. Cuando un niño transgénero utiliza el chantaje emocional y psicológico para conseguir una ruta rápida hacia la cirugía extrema, debe tenerse cautela y cuidado con la salud emocional y psicológica de la persona. Una amenaza de suicidio señala la necesidad urgente de intervención y psicoterapia, no de hormonas y cirugía. 

Considérense sucesos de la vida temprana que se desarrollan del siguiente modo, según un correo electrónico que recibí hace poco: 

Auxilio, mi hija está tratando de vivir como hombre y quiere desesperadamente que se le practique la cirugía de reasignación de género

Su padre era un pedófilo de niños varonesÉl abusó de nuestro hijo. Años más tarde, mi hijo se convirtió en homosexual y está casado con un hombre. 

Por otra parte, mi hija  fue rechazada por su papá. Pasó su adolescencia odiando a los hombres. Ella comenzó a engordar para que los chicos la rechazaran. Desarrolló trastornos obsesivos y se aseguró de lucir poco atractiva para los hombres. Logró ser poco atractiva y los hombres se alejaron de ella. Decidió ser lesbiana. Tras una mala ruptura de una relación lesbiana, ha decidido que eso no era para ella. Ahora quiere convertirse en transgénero. 

No es completamente inesperado que una mujer joven como ésta busque convertirse en transgénero, dado el rechazo del padre, su apariencia calculada para alejar a los varones y una fallida relación lésbica. La pedofilia, las inclinaciones homosexuales y el rechazo de su padre hacia ella naturalmente le impedirían desarrollar una autoimagen positiva y relaciones saludables. 

Ella ve lo transgénero como la solución a todo este rechazo. Como transgénero, puede enamorarse de sí misma y evitar el rechazo. Sí, es un comportamiento psicológicamente nocivo, pero proporcionará un alivio temporal del rechazo que hasta ahora ha experimentado en su vida. 

Los jóvenes que se consideran desatendidos, maltratados o abandonados pueden recurrir a conductas autoagresivas o de búsqueda de atención. Cuando todo parece fuera de control, se aferran a cualquier cosa que puedan controlar. Obsérvese que dije «se consideran».  Un niño puede sentirse rechazado, aunque no exista rechazo. La percepción de rechazo puede conducir a un niño hacia la homosexualidad o al trastorno transgénero porque le parece más atractivo que la vida que lleva o porque le permite sentir control sobre su vida. 

Los progenitores deben asumir una posición contra las escuelas públicas y las políticas gubernamentales que tienen como objetivo modelar a los niños y niñas hacia el cambio de género y eliminar las distinciones sexuales entre hombres y mujeres. Los padres y madres no pueden darse el lujo de permanecer en silencio mientras su derecho de paternidad sobre sus hijos se ve deteriorado. 


Walt Heyer es un consumado autor y orador público con pasión por ser mentor de personas cuyas vidas han sido destrozadas por la innecesaria cirugía de cambio de género. 
Este artículo fue publicado originalmente en el sitio weThe Federalist  bajo el título “Pushing kids into transgenderismo is medical malpractice”.   Fue traducido por el equipo de Courage International.  Si tiene alguna preguntapuede escribirnos a: oficina@couragerc.org 

 


«Catequesis sobre la homosexualidad: Hagamos las distinciones »

Catequesis sobre la homosexualidad: Hagamos las distinciones  

 

William Newton ayuda a catequistas a pensar en categorías que se necesitan utilizar para presentar la comprensión que tiene la Iglesia sobre la homosexualidad y las uniones del mismo sexo. 

 Al transmitir la fe o al ayudar a las personas a profundizar en la comprensión de ésta, es evidente que se debe abordar la visión de la Iglesia sobre la sexualidad humana. Tal catequesis tiene como primer objetivo exaltar las bendiciones de la sexualidad, especialmente en su relación con el matrimonio; pero, como nos dice la Iglesia, debería «proporcionar un contexto óptimo dentro del cual se pueda tratar también la cuestión de la homosexualidad».  

Además del comprensible temor de tocar este tema, dada la cargada atmósfera que en la actualidad lo rodea, también existe la dificultad de que los argumentos involucrados tengan cierta complejidad. Intentaré aquí desentrañar algunos de los argumentos de la Iglesia de tal manera que sean claros y, espero, comunicables. La clave para esto, me parece, es tener claridad sobre un conjunto de tres distinciones. Una vez que se hayan entendido, la convincente lógica de la posición de la Iglesia sale a la luz. Las tres distinciones son: la distinción entre acto, inclinación y persona; entre tolerancia y promoción; y entre el bien privado y el bien común.  

 

Acto, Inclinación y Persona 

La distinción entre actos homosexuales, inclinación homosexual y la persona que es homosexual es crucial para hacer una verdadera y justa evaluación moral de la homosexualidad. Debemos mantener unidas tres verdades: primera, los actos homosexuales son objetivamente pecaminosos; segunda, la inclinación homosexual es desordenada, pero no objetivamente pecaminosa; y, tercera, toda discriminación injusta contra personas homosexuales debe ser condenada. 

La parte más delicada y difícil de presentar las enseñanzas de la Iglesia sobre la homosexualidad es explicar por qué la Iglesia no puede aprobar el sexo homosexual. Esto es difícil porque la sociedad moderna no entiende el significado del sexo y punto. El sexo homosexual es incorrecto, según la Iglesia, porque no puede alcanzar el objetivo de las relaciones sexuales. El primer objetivo del sexo es la procreación. La relación sexual es el uso de nuestra facultad procreadora o generativa. La facultad procreadora, desencadenada en las relaciones sexuales, tiene por objeto la procreación, y utilizarla de un modo que no la respete es hacer mal uso de ella. Este axioma se aplica a todas las facultades que están bajo nuestro control. Así, por ejemplo, podemos usar nuestra facultad de comunicación para comunicar la verdad o para engañar: el primero es un buen uso; el otro es un uso indebido. De hecho, se le atribuye una responsabilidad especial a la facultad de procreación porque en esta facultad Dios está más involucrado que en cualquier otra. Para que la facultad procreadora alcance su propósito, Dios debe intervenir o cooperar con la pareja de una manera especial, es decir, infundir el alma inmortal que proviene únicamente de Él. Se podría decir que Él tiene un interés especial en el uso de esta facultad y, por lo tanto, nosotros tenemos una obligación especial. Esto se aplica a otros posibles usos indebidos de nuestra facultad procreadora, como la masturbación o el sexo heterosexual esterilizado, y no solo a la homosexualidad. Las enseñanzas de la Iglesia sobre la homosexualidad no son enseñanzas especiales sino una continuación de lo que ella dice sobre el significado del sexo en general. En realidad, no es sorprendente que tanta gente no comprenda la oposición de la Iglesia al sexo homosexual, porque la cultura de la anticoncepción ha cortado toda conexión entre el sexo y la procreación en la mente de la mayoría de personas. 

El segundo objetivo del sexo es la comunión. Aquí hay más terreno común, tal parece, entre la Iglesia y la sociedad moderna, ya que ambas podrían estar de acuerdo (quizás usando diferentes palabras) en que el sexo se trata de la donación de uno mismo y la unión. Pero incluso aquí, si escarbamos bajo la superficie, hay una diferencia profunda. La diferencia es que la Iglesia niega que el sexo homosexual pueda ser un momento auténtico de entrega personal y unidad, porque el dar y recibir que es parte de la relación sexual y la comunión sexual presupone la diferencia sexual. En las relaciones sexuales, la comunión personal se logra por medio de una comunión física, ya que el cuerpo es parte integral de la persona. Entonces, donde no hay verdadera unión corporal -un volverse “una sola carne”- no hay unión personal. Más aun, parte del don de sí mismo en las relaciones sexuales es la ofrenda única de la facultad procreadora de la mujer hacia el hombre y viceversa. En ninguno de los casos pueden personas del mismo sexo alcanzar este don y esta unión por medio del sexo. 

La Sagrada Escritura es clara en su condena del sexo homosexual, y para algunos esto es suficiente y decisivo (Lv. 18, 22; 20,13; 1 Cor. 6, 9; 1 Tim. 1, 10). No obstante, es valioso preguntar por qué la Biblia lo condena. La Iglesia señala que «elegir a alguien del mismo sexo para la propia actividad sexual es anular el rico simbolismo y significado . . . del diseño sexual del Creador». Este «rico simbolismo» está en el corazón de la autorrevelación de Dios al ser humano, ya que la sexualidad humana, y más aún la diferencia sexual, es quizás la forma que Dios ha elegido para revelar su relación con la humanidad: en la Antigua Alianza, Dios se revela como el esposo celoso de Israel, su novia infiel (véase Oseas 1, 3; Jer. 2). En el Nuevo Testamento, Dios convertido en hombre se revela a sí mismo como este mismo Novio (véase Jn 3, 29; Mc. 2,19, Rev. 19,7; 9). Además, una reflexión más profunda de los relatos bíblicos de la creación ha llevado a un reconocimiento creciente de que la diferencia sexual es parte constitutiva de lo que significa ser creado a imagen de Dios (Gn 1, 27). Este es un punto central de la Teología del Cuerpo de Juan Pablo II. Las implicaciones de esta verdad y una más clara articulación de su significado para la homosexualidad son objeto de intenso estudio teológico.  

Al hacer una justa evaluación moral del sexo homosexual, debe recordarse que aunque estos actos siempre son pecaminosos objetivamente, no son censurables en lo personal cuando el individuo desconoce sinceramente la naturaleza desordenada de los mismos. ¡Por supuesto, esto no significa que se deba dejar a la gente en la ignorancia! La vida moral es más que evitar el pecado; es un llamado a la madurez humana. Y esto solo se logra al adoptar lo que es verdaderamente bueno. 

Finalmente, vale la pena recordar que el pecado sexual no es el peor tipo de pecado. De hecho, dado que los pecados pueden clasificarse en gravedad según la virtud a la que se oponen, y dado que la templanza es la más baja de las virtudes cardinales, los pecados contra la templanza (incluidos los pecados sexuales) son menos graves que aquellos contra la justicia, como son el robo y la mentira: «la moralidad sexual, por lo tanto, no es la única ni la principal cuestión moral que involucra a la persona». Si ello es así, ¿por qué la Iglesia está tan «enganchada» con el pecado sexual? ¿Por qué no sencillamente seguir las actitudes predominantes en la sociedad occidental y acabamos con toda esta confrontación? La respuesta es que hay más en juego que la cuestión de las diferentes formas de sexo: hay en juego profundas verdades antropológicas. La sexualidad humana, inscrita como está en la naturaleza humana, está destinada a revelar a cada varón y mujer su vocación de donación de sí mismo, de comunión y de fecundidad. Un error sobre el significado de la sexualidad es un error sobre el propósito de la vida.  

Pasando ahora de los actos homosexuales a la inclinación homosexual, el Catecismo habla de "tendencias homosexuales profundamente arraigadas" que no son pecaminosas sino "objetivamente desordenadas". El pecado es algo elegido, algo voluntario. Entonces, la inclinación homosexual, entendida como orientación sexual o atracción hacia el mismo sexo, no puede ser pecado, siempre que no sea elegida o fomentada. Sin embargo, sí puede ser evaluada moralmente; y, en tanto impulsa a la persona a una forma de relación sexual que nunca puede ser buena, debe decirse que está desordenada. 

Por supuesto, los deseos sexuales de una persona heterosexual también pueden ser desordenados, cuando está inclinada hacia la inmoralidad sexual tal como la fornicación o el adulterio. La diferencia, sin embargo, es que la inclinación heterosexual puede encontrar una salida legítima, es decir, una relación sexual matrimonial casta, mientras que la inclinación homosexual no puede. Lo que es lo mismo, sin embargo, es que los deseos que surgen de la orientación tanto heterosexual como homosexual necesitan ser puestos bajo el control de la razón, mediante la virtud de la castidad. En este sentido, la Iglesia no está imponiendo a las personas homosexuales ninguna exigencia que no aplique del mismo modo a los heterosexuales. Lo que definitivamente se debe evitar es la actitud degradante de que los impulsos sexuales sean tan fuertes en las personas al punto de que éstas no puedan controlarse sexualmente. Decir eso es no reconocer «la libertad fundamental que caracteriza a la persona humana y le da su dignidad»; una dignidad que debe «reconocerse como perteneciente también a la persona homosexual». La Iglesia (sola) defiende la dignidad de las personas homosexuales invitándolas a la castidad. 

Cabe señalar que el Catecismo dice que esta inclinación a menudo está profundamente arraigada. Esto no es lo mismo que decir que la inclinación sea innata. Decir que es innata significaría que una persona nació con ella y que es parte de su constitución personal. Tal vez sea cierto que hay factores fisiológicos que hacen que sea más probable que una persona vaya a experimentar tendencias homosexuales pero, aun así, mucho depende de las experiencias del individuo, especialmente en la infancia. El molde no está definido al momento de la concepción, y esto también significa que no se trata de una característica tan marcada en una persona como para que nunca se pueda cambiar. Si una inclinación homosexual fuera parte de la identidad personal de un individuo, entonces, decir que está desordenada sería decir que la persona estaba corrompida en su fondo mismo. Además, en tales casos, negarle a una persona el derecho al sexo homosexual equivaldría a negarle el derecho a la realización personal. 

 

 

Tolerancia y Promoción 

Si consideramos de qué modo podría una sociedad tratar la cuestión de la homosexualidad, hay una gama de posibilidades. En un extremo está la criminalización del sexo homosexual; en el otro, hacer que la unión homosexual sea equivalente al matrimonio. En medio de esto –entre la criminalización y la equivalencia- está la tolerancia, leyes que prohíben la discriminación por la orientación sexual y, finalmente, otorgar a las parejas homosexuales un estado legal,  que de alguna manera todavía sería inferior al estado del matrimonio. 

Dada la valoración moral negativa de la Iglesia sobre el sexo homosexual, la primera pregunta que surge es ¿debería éste ser un delito penal? La respuesta es no, no necesariamente. La Iglesia acepta la posibilidad de una política de tolerancia. El principio de tolerancia fue expresado claramente hace más de un siglo por León XIII cuando dijo: 

[S]in conceder ningún derecho a nada salvo a lo que es verdadero y honesto, [la Iglesia] . . . no prohíbe a la autoridad pública tolerar lo que es contrario a la verdad y la justicia, con el fin de evitar un mal mayor, o de obtener o preservar un bien mayor. 

Aplicando este principio a la homosexualidad, podríamos argumentar que criminalizar el sexo homosexual quizás acarrearía otros males, como lo hizo en el pasado, como (sic) el chantaje y la incriminación. Además, la tolerancia (y, por tanto, la despenalización del sexo homosexual) podría ayudar a preservar «un bien mayor», es decir, el carácter correcto del Estado que, en general, no debería preocuparse demasiado por la vida privada de las personas. Para decirlo de otra manera, la ley civil es más estrecha que la ley moral; y no es apropiado ni saludable que el Estado promulgue leyes que prohíban cada cosa que la ley moral prohíbe. Si lo hiciera, el Estado sería intolerablemente intrusivo en la vida de las personas. Por lo tanto, no hay leyes civiles contra la masturbación o la fornicación a pesar de que éstas, como el sexo homosexual, son inmorales. 

Sin embargo, la Iglesia es clara: la tolerancia nunca debe convertirse en promoción de lo que está mal. Aquí, entonces, la Iglesia toma distancia de una interpretación más vaga de la tolerancia. Tolerancia, en verdad, significa dejar estos actos privados en privado; y esto requiere una cierta vigilancia, a menos que la tolerancia se torne silenciosamente en promoción. Por lo tanto, la tolerancia no significa tratar el sexo homosexual como equivalente al sexo heterosexual y, por ejemplo, permitir (y mucho menos alentar) que las escuelas enseñen esto como parte de su plan de estudios. Eso sería promoción, no tolerancia, según lo entiende la Iglesia. 

Como hemos señalado, entre la tolerancia y hacer que las uniones homosexuales sean equivalentes al matrimonio, está la cuestión de las leyes contra la discriminación. ¿Qué podemos decir sobre éstas? ¿Podría un cristiano dueño de un hotel negarse a aceptar huéspedes abiertamente homosexuales en su hotel? ¿Es legítimo que una escuela católica considere relevante la orientación sexual de un postulante a una plaza de enseñanza, al evaluar su postulación? 

Claramente, en tanto todos los seres humanos son esencialmente iguales, una persona no debería ser excluida, por ser homosexual, de lo que merece como ser humano, como los servicios de salud, la vivienda o la oportunidad de trabajar. Si fuera realmente el caso que a las personas homosexuales se les impide realizar estos derechos humanos básicos, entonces la ley necesita protegerlos. 

Sin embargo, la legislación antidiscriminatoria que está en marcha actualmente va más allá y otorga derechos exagerados que delatan no tanto una preocupación por las personas sino la promoción de un estilo de vida homosexual. La orientación sexual no es necesariamente «pública», como la raza, la edad y el sexo. Por lo general, no es manifiesta a menos que la persona decida revelarla. Si la orientación sexual fuere a permanecer como asunto privado -como la tolerancia correctamente entendía las demandas-, entonces la necesidad de estas leyes antidiscriminatorias se hace menos evidente, porque un empleador, por ejemplo, no conocería la orientación sexual de un solicitante de empleo, y entonces esto no sería un problema. El hecho es que estas leyes antidiscriminatorias parecen ir de la mano con un deseo de hacer de la homosexualidad un estilo de vida públicamente reconocido y aceptable; en una palabra, de promoverla. 

Pero la sigilosa sospecha permanece. ¿No exige el concepto de derechos humanos estas leyes antidiscriminatorias? Primero, debemos recordar que la edad, el sexo y la raza son diferentes de la orientación homosexual ya que no están desordenados. Por lo tanto, meterlos en el mismo saco es falso, tal vez engañoso. Además, pese al error común de percepción, los derechos humanos no son absolutos. Estamos tan acostumbrados a hablar sobre la naturaleza inviolable de los derechos humanos, que a veces pasamos esto por alto. Empero, un momento de reflexión nos recordará que la sociedad a menudo limita los derechos de las personas en aras del bien de toda la sociedad: por ejemplo, el derecho de un criminal a la libertad de movimiento está limitado por el encarcelamiento, en aras del bien de la sociedad. Por supuesto, la orientación homosexual no es delito ni necesariamente ha sido elegida, pero es un desorden y en tales casos la sociedad también limita los derechos correctamente; por ejemplo, el derecho de las personas con enfermedades contagiosas a la libre asociación, el derecho de los cortos de vista a conducir vehículos, o el derecho de las personas con discapacidad mental a contraer matrimonio. 

También es importante recordar que los derechos humanos son jerárquicos. El derecho más fundamental es el derecho a la vida, ya que todos los demás derechos lo presuponen. Pero el derecho más elevado es el derecho a la libertad religiosa porque protege la meta final de la vida humana, la comunión con Dios. Por lo tanto, podemos estar seguros de que algo ha ido muy mal en el concepto de los derechos humanos cuando las leyes que otorgan derechos sobre la base de la orientación homosexual socavan el derecho a la libertad religiosa; como es el caso en los anteriores ejemplos del cristiano propietario de un hotel y el de la escuela católica. La libertad religiosa es un gran bien común y los derechos de las personas homosexuales a ciertas formas de empleo o servicios están justamente limitados en estos casos. No es, como algunos denuncian, una concesión mal juzgada hecha por un gobierno indulgente con el voto religioso o agobiado por la presión del lobby religioso. ¡Es el gobierno cumpliendo su obligación civil! 

 

El Bien Común y el Bien Privado 

Esto nos lleva, entonces, al tema final. La razón de la autoridad política, su razón de ser, es la promoción del bien común, no la promoción de bienes privados. Si falla en esto, falla –¡y punto! Ahora bien, la familia construida sobre el matrimonio es absolutamente necesaria para el bien de la sociedad. Solo ella da el contexto para la saludable procreación y educación de los ciudadanos: en palabras del Vaticano II, [ella] es "la célula primera y vital de la sociedad". Por lo tanto, ¡si el Estado no promueve el matrimonio (y la vida familiar basada en el matrimonio) fracasa en su primer y principal deber! 

Las uniones homosexuales no sirven a la sociedad del mismo modo que el matrimonio. No pueden ser procreativos de forma natural y no tienen la complementariedad sexual necesaria para crear el entorno adecuado para criar a los hijos. Considerar tales uniones como equivalentes al matrimonio es disminuir la especial estima que una sociedad que quiere prosperar debe tener hacia el matrimonio. La ley forma actitudes, como sabemos en el caso del aborto y la eutanasia. Una ley que otorgue la equivalencia a las uniones del mismo sexo comunica que el matrimonio no es nada especial; y las personas, sobre todo los jóvenes, empezarán a relacionarse con él de esta manera. Pero esto es desastroso para la estabilidad de cualquier sociedad. Cuando un gobierno actúa de esta manera, actúa en contra de su propósito y se socava a sí mismo y a la sociedad; «actúa arbitrariamente y en contradicción con sus deberes». 

Al decir que las uniones homosexuales no contribuyen al bien común, la Iglesia no está «persiguiendo» a los homosexuales, pues dice exactamente lo mismo sobre las uniones de facto, más familiarmente conocidas como concubinato. Este tipo de uniones se basa explícitamente en una negativa a asumir el compromiso tan necesario para el bien de los hijos y la estabilidad de la sociedad. Son acuerdos privados que no sirven a la sociedad como el matrimonio y, por tanto, no deberían disfrutar de los beneficios que la sociedad puede ofrecer. Son uniones acordadas solo para el bien privado de los socios y no para el bien común. En consecuencia, estas uniones, igual que las homosexuales, no garantizan la afirmación pública ni sus beneficios.  

Sin embargo, algunos, si bien realmente ven el servicio especial que el matrimonio presta a la sociedad, se problematizan por su percepción de que, al negar a las uniones homosexuales el mismo estatus que tiene el matrimonio, están siendo injustos. ¡Aquí, otra distinción viene en nuestra ayuda! La justicia tiene dos caras, por así decirlo. Por un lado, y esto es con lo que estamos más familiarizados, exige que tratemos de igual manera las cosas iguales. La otra cara es que la justicia también exige que tratemos las cosas diferentes de manera diferente. Así, claramente, si el matrimonio contribuye de modo único a la sociedad, entonces tratar como equivalentes a otras cosas que no contribuyen del mismo modo es una injusticia para con el matrimonio. 

 

 

Conclusión 

¿Cuál es entonces el deber que corresponde a los fieles en esta área? En primer lugar, es el de explicar paciente y humildemente -dentro y fuera de temporada (2 Tim 4,2)- por qué la Iglesia enseña lo que enseña sobre la sexualidad humana. Esto significa entender las importantes distinciones que aquí he tratado de explicar. El meollo del asunto es comunicar que la sexualidad humana, entendida como la facultad de ser progenitor, se nos da necesariamente para el bien común. Es un fenómeno curioso (podría decirse una paradoja) que, a medida que el sexo se vuelve cada vez menos un tema tabú, en tanto sale cada vez más de la privacidad del dormitorio y entra en la esfera pública, ¡se vuelve cada vez más un asunto privado! La sexualidad ha perdido su orientación hacia el otro, en especial su relación con la sociedad y con Dios. La sexualidad se ve cada vez más, solo en términos de preferencia y satisfacción personales. Explicar la “dimensión social del sexo” es decisivo. Lo segundo que hay que hacer, especialmente dada la dificultad de lograr en el clima actual que alguien escuche esta verdad, es vivir esta verdad en alegría y generosidad. Las parejas y familias cristianas deben demostrar la belleza y la alegría de esta enseñanza. Para resucitar el significado original de la palabra, necesitan ser más alegres [«gay»]1 que otros. 


NOTAS  

  1. 1. CongregationFor The Doctrine Of The Faith, Letter To The Bishops Of The Catholic Church On The Pastoral Care Of Homosexual Persons, 17.  
  2. 2.Lo queaquí tengo que decir se puede encontrar expresado en forma directa y clara por el Magisterio de la Iglesia. Las fuentes más importantes son: Catechism of the Catholic Church (2357-2359) and three documents from the Congregation for the Doctrine of the Faith, namely: Declaration On Certain Questions Concerning Sexual Ethics, Persona Humana, (29 diciembre 1975); Letter To The Bishops Of The Catholic Church On The Pastoral Care of Homosexual Persons, Homosexualitatis Problema (1 octubre 1986); Some Considerations Concerning The Response To Legislative Proposals On Non-Discrimination Of Homosexual Persons (23 julio 1992), y; Considerations Regarding Proposals To Give Legal Recognition To Unions Between Homosexual Persons (31 julio 2003).  
  3. 3.LivioMelina, ‘Homosexual Inclination As An ‘Objective Disorder’: Reflections Of Theological Anthropology,’ Communio 25 (Primavera 1998).  
  4. 4.‘[A]ccordingto the objective moral order, homosexual relations are acts which lack an essential and indispensable finality’ (Congregation for the Doctrine of the Faith, Persona Humana, 8); ‘They close the sexual act to the gift of life’ (CCC 2357).  
  5. 5.Livio Melina,‘Moral Criteria For Evaluating Homosexuality,’ L’Osservatore Romano (edición en inglés), 11 de junio,   
  6. 6.CongregationFor The Doctrine Of The Faith, Letter To The Bishops Of The Catholic Church On The Pastoral Care Of Homosexual Persons, 7.  
  7. 7.Ver:Angelo Scola, The Nuptial Mystery, traduc. Michelle Borras, (Cambridge: William B. Eerdmans, 2005), 12.  
  8. 8.Juan PabloII, Veritatis Splendor, 63.  

9.Arzobispo Dionigi Teltamanzi, ‘Homosexuality In The Context Of Christian Anthropology,’ en L’Osservatore Romano (edición en inglés), 12 marzo 1997.  

  1. 10.CCC, 2358. 
  2. 11.CongregationFor The Doctrine Of The FaithLetter To The Bishops Of The Catholic Church On The Pastoral Care Of Homosexual Persons, 11.  
  3. 12.Las primeras ediciones del Catecismo en inglés (1992) usaron la palabra "innato", pero esto fue cambiado a "profundamente arraigado" (profunde radicatas) en la edición oficial en latín de 1997. 
  4. 13.Jeffery Keefe,‘Key Aspects Of Homosexuality,’ en The Truth About Homosexuality, (San Francisco: Igantius Press, 1996), 31-67.  
  5. 14.A la luz del hecho de que la tendencia homosexual es profunda pero no innata, el término "persona homosexual" es bastante desafortunado, ya que las personas solo podrían ser homosexuales si la tendencia fuese innata. Por supuesto, incluso la palabra homosexual es engañosa, ya que implica que la sexualidad es neutral y se puede realizar en una de las dos formas igualmente válidas, expresadas por losprefijos hetero- u homo-.  
  6. 15.LeónXIII, Libertas Praestantissimum, 33.  
  7. 16.Juan PabloII, Evangelium Vitae, 71.  
  8. 17.Esto no quiere decir que un gobierno no puedapromulgar leyes sobre moralidad sexual. La pregunta que debe hacerse es si la moralidad en cuestión toca el bien común. Entonces, por ejemplo, en algunos Estados el adulterio es ilegal porque, con cierta razón, se considera un comportamiento antisocial. No obstante, un Estado puede decidir legítimamente que el sexo homosexual no es de por sí un asunto de interés público. Por lo tanto, podría despenalizarse y tolerarse. 
  9. 18.CongregationFor The Doctrine of the FaithSome Considerations Concerning the Response to Legislative Proposals on Non-discrimination of Homosexual Persons, 13-14.  
  10. 19.Congregation for the Doctrine of the Faith, Some Considerations Concerning the Response to Legislative Proposals on Non-discrimination of Homosexual Persons,  
  11. 20.Juan Pablo II,Centesimus Annus, 47.  
  12. 21.VaticanoII, Gaudium et Spes, 74.  
  13. 22.VaticanoII, Apostolicam Actuositatem, 11.  
  14. 23.Congregation for the Doctrine of the Faith, Some Considerations ConcerningThe Response To Legislative Proposals On Non-discrimination of Homosexual Persons,   
  15. 24.Pontifical Council for the Family, Marriage, Family, and ‘De Facto’ Unions.  

El Dr. William Newton es Profesor Asistente en el International Theological Institute, en Viena. Es también miembro de la facultad de Maryvale Institute, donde enseña en el programa de matrimonio y familia.  
 
Este artículo fue publicado originalmente en el sitio web Truth and Love bajo el título “Catechesis on Homosexuality: making the distinctions”.  Fue traducido por el equipo de Courage International.  Si tiene alguna preguntapuede escribirnos a: oficina@couragerc.org 

 


«La Homosexualidad: Un llamado especial al amor de Dios y del ser humano»

La Homosexualidad:

Un llamado especial al amor de Dios y del ser humano 

 

A la mayoría de nosotros las circunstancias culturales nos obligan a decir sobre la homosexualidad mucho más de lo que quisiéramos. Debido al persistente desafío moral que impone la abogacía por la homosexualidad, la mayor parte de lo que tenemos que decir es negativo. Esto me preocupa porque no es sino una carga más para las personas con inclinaciones homosexuales que tienen el compromiso de vivir en castidad conforme a las enseñanzas de Cristo y Su Iglesia. Así que, por un momento, me gustaría tomar distancia de las guerras culturales para ver las cosas desde la perspectiva de estos valientes hombres y mujeres, con quienes creo que tenemos una deuda significativa. 

La sexualidad es parte importante de nuestra identidad como personas. Con ello me refiero básicamente a la cuestión de si somos hombres o mujeres, que es parte de la definición central de quiénes somos. No quiero decir que, en tal sentido, nuestras inclinaciones sexuales sean parte de nuestra autodefinición. Por profundas que sean, las inclinaciones no nos definen por la sencilla razón de que podemos controlarlas. Por ejemplo, no puedo cambiar el hecho de ser varón independientemente de cuánto dominio tenga sobre mí mismo, pero puedo controlar en gran medida cómo se expresa mi masculinidad; e incluso a través del tiempo puedo modificar el grado en que estoy sujeto a las tentaciones que típicamente afectan a los varones. Sí, mis inclinaciones son parte de mí. Pero ellas no me definen. 

Al mismo tiempo, las inclinaciones sexuales tienen un papel muy importante en nuestra vida porque están muy estrechamente relacionadas con nuestra identidad central. El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa muy bien en el número 2332: «La sexualidad abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. Concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro».1 El Catecismo continúa diciendo que deberíamos «reconocer y aceptar» nuestra «identidad sexual» –es decir, nuestra masculinidad o feminidad: 

La diferencia y la complementariedad físicas, morales y espirituales, están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de la vida familiar. La armonía de la pareja humana y de la sociedad depende en parte de la manera en que son vividas entre los sexos la complementariedad, la necesidad y el apoyo mutuos. (2333) 

 

La prueba y la cruz 

Para una abrumadora mayoría de hombres y de mujeres, uno de los proyectos morales, espirituales y psicológicos más importantes de la vida es integrar, controlar y canalizar un amplio conjunto de inclinaciones sexuales que calcen esencialmente en este modelo natural, este modelo de complementariedad y apoyo mutuo entre el hombre  y la mujer. Algunos podrían negar voluntariamente la expresión física directa de esta complementariedad, adoptando la virginidad en aras del Reino; otros podrían hacerlo por no tener la oportunidad de casarse y desean ser castos. Claramente, ambas situaciones pueden ser desafiantes y la aceptación de un estado involuntario de soltería puede ser una pesada cruz. 

Pero una persona con inclinaciones homosexuales enfrenta un desafío incluso mayor. Él o ella no debe simplemente integrar, controlar y canalizar inclinaciones sexuales, sino que debe negarlas en su totalidad, no solo en su expresión física, sino también en un rango de afectividad mucho más amplio, que está condicionado incluso en aspectos menores por la interacción sexual: un interés mayor, un sentido del romance, una ternura especial. Es cierto que un sacerdote célibe debe tener mucho cuidado con lo que podríamos llamar afectividad con matices sexuales, bajo la teoría completamente razonable de que una cosa lleva a la otra. Pero la persona con inclinaciones homosexuales persistentes debe suprimir o reorientar tales inclinaciones en un grado aún mayor. Este es un desafío enorme. 

Imaginemos ahora a tal persona en una cultura que presiona a toda máquina en favor de adoptar, aprobar e incluso glorificar esta misma afectividad que Cristo llama a suprimir o redirigir. Y, finalmente, consideremos a este hombre (o esta mujer) en una subcultura de castidad en la que debe constantemente escuchar argumentos en contra de los puntos de vista homosexuales (es decir, los de quienes abogan por un estilo de vida específicamente homosexual), argumentos que a veces se expresan torpemente, de maneras que en general denigran a los "homosexuales" y que, aunque no fuesen torpes, le hacen mantener sus conflictuadas inclinaciones sexuales siempre en mente. En esta subcultura de la castidad –con suerte una subcultura cristiana– otros quizás hallen alivio a una larga y fatigosa preocupación por sus defensas sexuales, pero él (o ella) no. 

¿Quién de nosotros, en nuestro más descomunal vuelo de piedad sacrificial, imploraría a Dios por esta cruz en particular? 

 

Percepción y desorden 

En un espacio cultural vacío, debería ser relativamente fácil entender de modo intelectual que las inclinaciones homosexuales están desordenadas. Debería quedar bastante claro que las facultades sexuales están ordenadas tanto naturalmente para la propagación y preservación de la especie como están sobrenaturalmente ordenadas para una especie de unión entre el hombre, la mujer y el niño, la cual refleja la fecundidad esencial del amor Divino. Cuando uno se percata de que las propias inclinaciones sexuales no tienden hacia este tipo de unión y de fecundidad –o siquiera a esta capacidad de reproducción– entonces uno puede percibir un definitivo desorden en tales inclinaciones. Podría haber algo que uno pueda hacer para modificarlas; podrían ser un conjunto muy confuso de inclinaciones vinculadas con experiencias o hábitos del pasado y, de tal modo, capaces de cambiar a medida que uno se reconcilia con dichas experiencias o hábitos. O podría no haber forma alguna de eliminar las inclinaciones. No obstante, se puede captar intelectualmente que están desordenadas. 

Pero estamos deprimidos, y nuestro intelecto está oscuro, y las ideas predominantes de la cultura que nos rodea a menudo lo oscurecen aún más. Puede ser muy difícil ver lo que debería ser obvio. En nuestra propia cultura, la sexualidad se enfoca comúnmente desde el punto de vista del placer inmediato que puede proporcionar; por lo general, se ignoran sus significados más profundos y consecuencias de más largo plazo. La mayoría de las personas se sumerge en un estilo de vida basado en esta comprensión relativamente superficial de la sexualidad a través de la práctica de la anticoncepción, que distorsiona la naturaleza de la sexualidad y parece permitir una definición más ligera. Por eso, al tratar el asunto de la anticoncepción dentro del matrimonio, el Catecismo cita la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio (Sobre la Familia) de Juan Pablo II: 

«Al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal. [...] Esta diferencia antropológica y moral entre la anticoncepción y el recurso a los ritmos periódicos implica [...] dos concepciones de la persona y de la sexualidad humana irreconciliables entre sí» (Cat 2370; FC 32)

Una cultura basada en la premisa de que el sentido de la sexualidad se agota por su capacidad de manipularse para el placer inmediato no se presta a juicios intelectuales informados sobre lo que está desordenado o no. La pregunta simplemente no surge. Nuestra cultura, por lo tanto, es una barrera enorme a la auto-comprensión de todos los hombres y las mujeres; y pone obstáculos particulares en los caminos de quienes intentan comprender, modificar o al menos vivir en paz respecto de sus inclinaciones hacia otras personas del mismo sexo. 

 

Alcance afectivo 

Aquellos de nosotros cuya afectividad humana no se vuelve fundamentalmente problemática por el desorden de las inclinaciones homosexuales podríamos hallar difícil percibir cuán profundamente y qué tan extensamente nuestra afectividad influye en nuestras vidas y en todas nuestras relaciones. Todos debemos aprender a controlar lo que nos gusta y lo que no nos gusta, nuestras reacciones emocionales, nuestra tendencia a favorecer a algunas personas e ignorar a otras, la forma en que hacemos cumplidos, la cantidad de galanteo que es aceptable y el grado en que permitimos que las atracciones que son al menos parcialmente sexuales maticen nuestro comportamiento. También suavizando los bordes ásperos, ejercitando la moderación, adaptándonos a la situación, aprendemos a dar forma de varias maneras a la expresión de nuestra masculinidad o feminidad. 

Para aquellos con una afectividad heterosexual apropiadamente ordenada, hay en la interacción entre el hombre y la mujer un deleite subconsciente general, una sensación de diferencia y complementariedad y un misterio gozoso. En las ocasiones en que actuamos de manera inapropiada, las consecuencias pueden ser desagradables, pero generalmente son comprendidos tanto nuestro alcance como nuestros errores afectivos. Es posible que tengamos que aprender a comportarnos de manera diferente –para guiar y canalizar nuestra afectividad de manera más adecuada y más productiva– pero no tenemos que desconfiar de su orientación básica, rechazarla ni modificarla. Aunque nuestra sexualidad da un cariz e influye en gran parte o en la mayoría de lo que hacemos, nada hay en ella que debamos fundamentalmente cuestionar o poner en duda. 

Este no es el caso para aquellos cuya afectividad está persistentemente imbuida de inclinaciones homosexuales. Las atracciones que ellos encuentran naturales, misteriosas o incluso estimulantes serán percibidas por la mayoría de las personas como inexplicables o hasta repulsivas. Si uno busca consuelo y solaz en compañía de la pequeña minoría que comparte estas atracciones, los peligros son obvios. Sin embargo, no hacerlo puede forzarle a cuestionar su propia afectividad en casi todos los niveles. ¿Por qué en lo que siento y en cómo interactúo con otros hay tanto que está imbuido en un patrón sexual que otros no pueden entender y que es probable que rechacen violentamente? ¿Toda mi perspectiva, mi actitud completa hacia la vida y el amor están fundamentalmente quebrados? ¿Soy, por lo tanto, incapaz de amar?  ¿Soy incluso indigno de ello? 

¿Soy indigno? Si nuestra propia afectividad es incierta, ¿cómo puede no surgir esta pregunta? No deseo exagerar el problema. A pesar de que cada dificultad humana puede catalogarse dentro de alguna clasificación, todas las dificultades siguen siendo sobre todo personales. La profundidad y la consistencia de nuestros sentimientos son muy personales, y seguramente diferentes personas experimentarán el problema de las inclinaciones homosexuales de diferentes maneras, en diferentes grados, y con mayor o menor impacto en las cuestiones más amplias acerca de su integridad y su valor fundamental como personas humanas. En general, sin embargo, parece justo decir que la pregunta por la autoestima debe emerger cada vez que se cuestione la naturaleza fundamental de la propia afectividad. Por lo tanto, con esta cruz en particular, es muy probable que la pregunta emerja. 

 

Afirmación misión  

Algunos maravillosos seguidores de CatholicCulture.org me han escrito sobre esto, compartiendo algunas de sus pruebas, sus luchas, sus esperanzas y su fe.  Para mí, esto ha sido inspirador y a partir de estos intercambios estoy aún más convencido de que cada vez que surgen preguntas devastadoras en la mente y el corazón de cualquier persona con inclinaciones homosexuales persistentes, estas preguntas deben responderse decisivamente –y sin un instante de titubeo– de una manera que afirme a la persona como alguien tan amado por Dios como para haber sido encargado de una misión especial. 

La tradición católica es rica en comprender a almas víctimas, aquellas que parecen haber sido puestas en esta tierra principalmente para sufrir físicamente, tal vez estando enfermas o incluso paralizadas durante toda su vida, pero que abrazan una misión de amor por las almas y crecen en unión intensa y fructífera con Dios. Todos nosotros, por supuesto, somos almas víctimas de modo menor en tanto cada uno de nosotros tiene sus propias cruces, que a su vez son otras tantas oportunidades de crecimiento espiritual y cooperación con Cristo: «En mi carne», dice San Pablo, «completo (en mi carne) lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia», (Col 1:24). Todos debemos hacer de igual manera, si somos cristianos, y debemos alegrarnos ante esta oportunidad. Sin embargo, está claro que algunas almas son elegidas para una misión particularmente obvia de sufrimiento redentor. 

Todos sufrimos por deficiencias, defectos y desórdenes en nuestra naturaleza humana como resultado de la Caída, pero ninguna deficiencia, defecto o desorden llega a cualquiera de nosotros por casualidad. En todos los casos, entonces, estas cosas son cruces que debemos asumir para nuestro propio bien y el bien de los demás. Y en algunos casos, la deficiencia, defecto o trastorno en particular brinda una oportunidad señalada. Es una oportunidad para cargar la cruz como testigo de un aspecto particular de la vida cristiana que necesita fortalecerse para que las almas crezcan y prosperen en el amor de Dios. 

Ahora bien, algunas personas podrían descubrir que pueden liberarse de las inclinaciones homosexuales mediante un cambio en su estilo de vida, mediante terapia y mediante la oración. Pero está igualmente claro que, mientras estén afligidos por este desorden, están llamados a ser castos. Volvamos a tener en cuenta el Catecismo

Las personas homosexuales están llamadas a la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo que eduquen la libertad interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana. (2359) 

Pero téngase en cuenta que algo precioso se deriva de esto. Las personas homosexuales, por la misma naturaleza de su cruz particular, deben elevar la castidad a una altura especial, encarando no solo la tentación física sino también la amplia gama de su propia afectividad humana. De esto se deduce que, aquellos que deben sufrir este desorden a lo largo de sus vidas, han sido elegidos por Dios para dar un testimonio particular y exaltado de la virtud de la castidad. Esta es una vocación tan hermosa como ardua, y es dudoso que se pueda sobreestimar su importancia para nuestra época saturada de sexo. 

Uno debe ser cauteloso con el uso de términos únicos para describir a alguien, ya que tales términos oscurecen más de lo que aclaran, en tanto minimizan la rica diversidad de la personalidad humana. Pero aquí usaré el término llano por primera y única vez en este ensayo: el homosexual está llamado a ser un testigo especial y extraordinario del triunfo del amor sobre el sentimiento. Hay en esto, creo, una analogía de la noche oscura del alma. Es el Amor Mismo quien llama al homosexual, tal vez en un tipo especial de oscuridad, y es solo en el Amor –y no en el sentimiento- que en su despertar él traerá muchas almas al cielo. 


Jeffrey Mirus tiene un Ph.D. en Historia Intelectual por la Universidad de Princeton. Es uno de los co-fundadores de Christendom College, y también fue pionero en los servicios católicos por Internet. Es el fundador de Trinity Communications y CatholicCulture.org  
Este artículo fue publicado originalmente  www.CatholicCulture.org bajo el título “Homosexuality: a especial call to the love of God and man”  y fue traducido por el equipo de Courage International Si tiene alguna pregunta, nos puede escribir a: oficina@couragerc.org 

  

 

 


«No soy gay... soy David»

No soy gay...soy David 

 

¿Las personas nacen gays o eligen ser gays

La respuesta a ambas preguntas es no, aunque en muchos apasionados debates generados por este tema, estamos prestos a desterrar la objetividad. En realidad, estas interrogantes son una cortina de humo que cubren un problema mucho mayor que atraviesa nuestra sociedad, en los círculos religiosos, en la política y en escenarios clínicos. El problema al que me refiero es la idea de que la homosexualidad es una identidad. 

El catecismo de la Iglesia Católica afirma que cada individuo debe “reconocer y aceptar su identidad sexual” (n° 2333). Esto remite a la «diferencia y la complementariedad física, moral y espiritual» de ambos géneros que «tienden hacia las bondades del matrimonio y al florecimiento de la vida familiar» (Ibid.). En el nivel más básico, nuestra identidad se arraiga en el hecho de que somos creados a imagen y semejanza de Dios: «Varón y mujer los creó» (Gn. 1, 27). 

Yo, solía creer que era una persona «gay». Desde que tenía memoria, me había sentido atraído hacia el mismo sexo. Llegué a la conclusión de que debí de haber nacido de esta manera, porque esta atracción estaba presente desde el inicio de mi vida, sin mi elección consciente.  Después de todo, es una conclusión lógica, ¿no es así? 

Siendo muy pequeño, mi atracción hacia el mismo sexo era normal y similar a la que muchos niños experimentan. Los niños buscan héroes, modelos a los que respetan y a los que desean emular. En mi caso, la atracción por los varones comenzó con una admiración normal, pero luego empezó a dar algunos giros disfuncionales. De niño, mis compañeros solían burlarse de mí y me decían que yo no era como ellos. Esto me llevó a preguntarme cuál era la diferencia entre ellos y yo. Hasta este punto, mi admiración tenía un matiz de envidia. Me preguntaba en secreto: «Si me pareciera a fulano, ¿me aceptarían?» 

En la pubertad, esta atracción o admiración se erotizó. Mis compañeros me pegaron la despectiva etiqueta de «homosexual», y cedí a sus acusaciones porque realmente experimentaba una atracción sexualizada hacia el mismo sexo. A la postre, abracé esta etiqueta y me declaré «gay»

Aunque yo no elegí libremente mis atracciones hacia el mismo sexo, voluntariamente decidí actuar según ellas. Mi decisión de pecar me trajo dolor intenso, soledad y, lo peor de todo, separación de Dios. La Congregación para la Doctrina de la Fe explicó esta realidad en una declaración que señalaba: «Como sucede en cualquier otro desorden moral, la actividad homosexual impide la propia realización y felicidad porque es contraria a la sabiduría creadora de Dios. La Iglesia, cuando rechaza las doctrinas erróneas en relación con la homosexualidad, no limita sino que más bien defiende la libertad y la dignidad de la persona, entendidas de modo realista y auténtico».[1] 

Con el tiempo, en mi quebranto, respondí al amoroso llamado del Señor al perdón y la sanación. Él me ha hecho atravesar el valle de la vergüenza, sacándome de la oscuridad de mi pasado y ha arrojado Su luz de verdad sobre las muchas mentiras que yo creía sobre mí mismo -en especial, sobre aquella que decía que yo era una persona «gay»

 

Definiendo términos 

Al definirme como un hombre «gay», había asumido una identidad falsa. Cualquier etiqueta de «lesbiana», «bisexual» o incluso «homosexual» insinúa un tipo de persona equivalente a un hombre o una mujer. Esto simplemente no es verdad. Uno no es una atracción hacia el mismo sexo, sino que experimenta esta atracción. 

En su libro, Growth Into Manhood, Alan Medinger muestra que las tendencias y conductas homosexuales han existido por miles de años; pero la idea de una identidad homosexual comenzó hace apenas unos 150 años con la aparición del término «homosexual».[2] 

En un ulterior estudio, Medinger profundiza en la demostración de sus hallazgos, revelando una serie de no-verdades que tienden a emerger cuando uno acepta la homosexualidad como una identidad: 

– Debo de haber nacido así. 

– Si así nací, así me hizo Dios. 

– Si Dios me hizo así, ¿cómo puede tener algo de malo? 

– Está en mi naturaleza y debo ser fiel a mi naturaleza. 

– Si es mi naturaleza, no puedo cambiar. 

– Si intentara cambiar, estaría tratando de ir contra mi naturaleza y eso sería perjudicial. 

– Aceptarme como gay se siente tan bien: siento que me han quitado una carga de mil libras de la espalda, así que debe de estar bien. 

– Si la gente no puede aceptar que yo sea gay, entonces ellos están mal en algo. 

– Si la gente no puede aceptar que yo sea gay, entonces no me aceptan porque esto es quien yo soy.[3] 

 

Cuando leí estas ideas, me quedé pasmado. En el fondo de mi corazón, yo creía absolutamente todas y cada una de esas declaraciones. Mientras estuve metido en este estilo de vida, tenía completo sentido seguir aquello que parecía natural. Sin embargo, era lógico solo porque parecía ser verdad. En realidad, las mentiras necesitaban construirse sobre mentiras para dar en conjunto la apariencia de verdad. 

Yo creía ser gay. Pero también estaba seguro de que yo no había elegido eso para mí, así que creí que Dios me había hecho así. Sin embargo, versículos bíblicos como los siguientes no tenían sentido a la luz de mis sentimientos «Si alguien se acuesta con varón como se hace con mujer, ambos han cometido abominación; morirán sin remedio; su sangre caerá sobre ellos» (Levítico 20, 13). 

¿Cómo podría un Dios de amor crearme de esta manera y luego condenarme al infierno? Comencé a hacer lo que hacen muchos otros cristianos que luchan contra la atracción hacia el mismo sexo y busqué explicaciones en teologías «progay». Quería desesperadamente estar en una relación amorosa con el mismo sexo, pero al mismo tiempo tenía en mi corazón la tormentosa sensación de que esto estaba mal. 

La hora de la verdad 

Mirando al pasado, creo que mi búsqueda de la verdad y mi batalla por no aceptar este estilo de vida fue en última instancia la forma en que el Espíritu Santo me tocó. Aun así, esta amarga sensación –de que la atracción hacia el mismo sexo no era el plan de Dios para mi vida– no era algo con lo cual me resultara fácil reconciliarme, pues creía que solo mi sexualidad era mi identidad. 

El desconocimiento de esta distinción es peligroso. Mis falsas creencias sobre mi identidad me impedían aceptar en mi corazón la convicción que provenía del Espíritu Santo. San Pablo reconoció este mismo proceso, explicando: 

«… a ellos que cambiaron la verdad de Dios por la mentira; y adoraron y sirvieron a la criatura en vez del Creador [...], por eso los entregó Dios a pasiones infames; pues sus mujeres invirtieron las relaciones naturales por otras contra la naturaleza; igualmente los hombres, abandonando el uso natural de la mujer, se abrazaron en deseos los unos por los otros, cometiendo la infamia de hombre con hombre, recibiendo en sí mismos el pago merecido de su extravío» (Rom. 1, 25 -27). 

Solo después de que acepté la verdad de que actuar según las atracciones homosexuales era pecado, comencé a pedir la fuerza y la gracia para cargar esa cruz, y el Señor las derramó abundantemente sobre mí. Varios años después, me mostró que la homosexualidad era una falsa identidad que yo había abrazado. Y en ese momento, comenzó mi sanación integral, mientras buscaba quién era yo realmente. Mis reflexiones me llevaron al descubrimiento de que nunca creí realmente ser un hombre y, sin embargo, no pensaba que fuese mujer. En ese proceso de búsqueda, me di cuenta de que no me había identificado por completo con ninguno de los dos géneros. 

A través de los sacramentos, especialmente de la Eucaristía, así como la consejería, retiros espirituales de sanación y mucha oración, Cristo me reveló que soy un hombre. Tengo muchos rasgos masculinos que nunca me di cuenta que poseía, como la valentía y la fuerza. Nunca puedo expresar adecuadamente la inmensa alegría que sentí cuando comencé a reconocer y a aceptar internamente el hecho de que soy un hombre, soy masculino y pertenezco al mundo de los hombres. Al mismo tiempo que me sucedió este reconocimiento, mi atracción por los hombres continuó disminuyendo drásticamente y aumentó mi atracción por las mujeres. 

La identidad y la Iglesia 

Al principio de este artículo, comenté la discusión acerca de si las personas nacen homosexuales o si eligen serlo. Ninguna de estas ideas es cierta porque la atracción hacia el mismo sexo es una experiencia, no un tipo de persona. Aceptar la homosexualidad como una identidad, lo cual se ha consolidado ampliamente en nuestra cultura, genera mucha confusión. Para que un cristiano justifique el comportamiento homosexual, él o ella necesita alterar y distorsionar la Sagrada Escritura. 

Muchas personas dentro de la Iglesia Católica están tratando de forzarla a cambiar su postura hacia la homosexualidad porque parece una discriminación contra quienes sencillamente están «siendo ellos mismos». Pero no es discriminación cuando identificamos y buscamos corregir creencias falsamente sostenidas. 

El problema no solo ha causado impacto en los disidentes de nuestra Iglesia. Hay muy buenos católicos e incluso buenos sacerdotes que afirman erróneamente que las personas no pueden cambiar su orientación sexual. Estas personas pueden tener las mejores intenciones pero por alguna razón han creído en la mentira de que la homosexualidad es un tipo de persona. 

La respuesta de la Iglesia a quienes sufren de atracción hacia el mismo sexo nos ofrece esta perspectiva: 

Un número apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas. Esta inclinación, objetivamente desordenada, constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba. Deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta. Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, y, si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición.  (CIC, núm. 2358). 

Hay esperanza para aquellos que experimentan atracción hacia el mismo sexo; y no debemos cesar en el esfuerzo por ayudar a otros a entender la verdad. Esto no quiere decir que Dios «cambiará» a Su creación, la persona, porque Él no los hizo así ni pretendió que experimentaran esta atracción. Más bien, Dios puede cambiar la forma de pensar de la persona al revelar la mentira que el individuo ha aceptado e internalizado en la conciencia de sí mismo. 

Una vez que la mentira es expuesta, pueden abordarse las heridas que condujeron a esta mentira -como el abuso, el rechazo o la falta de afirmación en la propia identidad de género, y puede comenzar la curación y emerger la verdadera identidad de la persona. Cuando comienza este proceso de curación, la atracción hacia el sexo opuesto aumenta para muchos. 

Courage, el grupo católico de apoyo a personas con atracción hacia el mismo sexo, así como muchos cristianos, se abstienen de usar palabras como «gay», «lesbiana», «bisexual», «transgénero» o incluso «homosexual». Las palabras pueden tener efectos poderosos. Porque estas palabras son etiquetas que insinúan que la homosexualidad es una identidad, refuerzan las mentiras y continúan intensificando los problemas en nuestra sociedad y nuestra Iglesia. Como cristianos católicos, aliento a cada uno de nosotros a ser cuidadosos con nuestro discurso y a eliminar el uso de etiquetas y a usar en cambio la expresión «atracción hacia el mismo sexo», que describe con más precisión la experiencia que estos hombres y mujeres atraviesan. 

El conocimiento del corazón 

Anteriormente hablé de la importancia de reconocer que soy un hombre y sentirlo internamente en mi corazón. El desafiante libro Be a Man! (¡Sé un hombre!),  del padre Larry Richards, me ayudó a lograr una sanación aun más profunda. Intelectualmente, sabía que Dios era mi Padre Celestial, pero en realidad no lo sabía ni lo creía con todo mi ser. Y luego leí el siguiente pasaje en el libro del padre Larry: 

«Cuando fuimos bautizados, el cielo se abrió tal como lo hizo para Jesús; y, espiritualmente, Dios Padre, el Creador del universo, nos miró a ti y a mí y dijo: “Tú eres mi Hijo amado”. Dejaste de ser una creación y te convertiste en un hijo del Padre por el poder del Espíritu Santo».[4]  

¡Habla sobre el poder de las palabras! En Jesús, somos hijos e hijas del Creador del universo. Él realmente nos ama más de lo que podríamos imaginar. Esta es nuestra verdadera identidad: es quien cada uno de nosotros realmente es. 

Isaías 43, 4 dice: «Dado que eres precioso a mis ojos, eres estimado y yo te amo ...». El padre Larry trajo hasta mí este verso de manera muy personal cuando explica: 

Debemos entrar en una relación con Dios sabiendo esa verdad. Debemos saber que nuestra relación comienza donde comenzó Jesús, con el conocimiento de que somos amados por el Padre. El Dios del universo te mira y dice: «¡Te amo!»[5] 

 Esto me tocó hondamente. Antes de que ocurriera esta sanación interna, sabía con certeza que Dios amaba a todos. Pero cuando se trataba de que Él me amara personalmente, lo sabía solo intelectualmente, no en mi corazón. El padre Larry me ayudó a conectar esta verdad de mi mente con mi corazón. 

Estoy agradecido con Dios por mostrarme mi verdadera identidad en Él. Ahora, abrazo mi masculinidad y sé que soy un hombre de Dios. En Jesús, sé que soy un hijo amado de Dios que ha sido creado única y maravillosamente y cuyo nombre es David. 

 


[1] Congregation for the Doctrine of the Faith, “Some Considerations Concerning the Response to Legislative Proposals on the Non-Discrimination of Homosexual Persons,” 22 de julio de 1992, n° 3. 

[2] Alan Medinger, Growth into Manhood (Colorado Springs, CO: Waterbrook Press, 2000). 

[3] Medinger, “Calling Oneself ‘gay’ or ‘lesbian’ Clouds one’s Self-Perception” de Same-Sex Attraction: A Parent’s Guide. Eds. John F. Harvey, OSFS, y Gerard V. Bradley (South Bend, EN St. Augustine’s Press, 2003) p. 173. 

[4] Fr. Larry Richards, Be a Man! (San Francisco, Ignatius Press, 2009), p. 43. 

[5] Ibid., p. 37. 

 

David Prosen, terapeuta y líder de un capítulo, un grupo de apoyo, de Courage, detenta un MA en Terapia de Franciscan University of Steubenville. Es miembro tanto de la American Association of Christian Counselors (AACC) como de la National Association for Research and Therapy of Homosexuality (NARTH). 
 
Para más información sobre Courage, grupo de apoyo para hombres y mujeres con atracción hacia el mismo sexo que busca seguir las enseñanzas de la Iglesia Católica Romana, visite www.couragerc.org
 
Este artículo fue publicado originalmente en el sitio web Life Site News bajo el título “I am not gay… I am David”.  Fue traducido por el equipo de Courage International.  Si tiene alguna preguntapuede escribirnos a: oficina@couragerc.org 

 


Saludo de Cuaresma 2019

Saludo de Cuaresma

 

Querida familia de Courage y EnCourage:

Es un don especial de la Providencia Divina que el sexto mandamiento y la sexta bienaventuranza estén conectadas. En la ley Mosaica, Dios le ordena a su pueblo a respetar la alianza matrimonial y a evitar la inmoralidad sexual –«No cometerás adulterio» (Ex 20, 14). La virtud de la continencia permite que uno pueda practicar el control personal y abstenerse de deseos y acciones pecaminosas. En el Sermón de la Montaña, Jesús nos invita a profundizar, a pasar de la continencia a la castidad, que es «la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual» (Catecismo, 2337). Y nos promete que nuestros esfuerzos por ser íntegros, auténticos y castos serán recompensados con la posibilidad de «ver a Dios» -- comprendiéndonos a nosotros mismos, comprendiendo nuestra relación con Dios y los demás, así como el plan de Dios para nuestras vidas, desde Su perspectiva. Los pensamientos y los deseos impuros nublan nuestra visión y se convierten en obstáculos. Cuando somos capaces de ponerlos de lado, podremos ver más claramente lo que Dios ve. Podremos «ver a Dios».

Aquí está el secreto para todas nuestras prácticas cuaresmales. En las próximas seis semanas haremos muchos sacrificios: dedicando más tiempo a la oración; ayunando y dejando nuestras cosas favoritas; donando tiempo y recursos a los más necesitados. Todas estas tradiciones cuaresmales son provechosas, pero solo si reconocemos que ellas no son el fin en sí mismas, sino que son dadas para conducirnos a una relación más profunda con Dios.

La Iglesia nos recuerda que estamos llamados a «realizar la voluntad de Dios» en nuestras vidas, «uniendo al sacrificio de la cruz del Señor todo sufrimiento y dificultad» que experimentemos «a causa de su condición» (CDF, Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la Atención Pastoral a las Personas Homosexuales, 1986, no. 12). Estamos familiarizados con la idea de «ofrecer» nuestros dolores y dificultades diarios como un sacrificio, y la Cuaresma es un tiempo para hacer esto de forma más intencional. Este sacrificio «se interpreta mal cuando se le considera solamente como un esfuerzo inútil de autorenuncia. La cruz constituye ciertamente una renuncia de sí, pero en el abandono en la voluntad de aquel Dios que de la muerte hace brotar la vida y capacita a aquellos que ponen su confianza en Él para que puedan practicar la virtud en vez del vicio» (ibid). En otras palabras, no hacemos sacrificios cuaresmales porque sí, sino porque haciendo esos sacrificios abre el camino para que emerja un nuevo tipo de vida. En la medida que damos la espalda al mundo y nos dirigimos hacia la Cruz, dependemos menos de placeres terrenales que nos dan comodidad y seguridad, y encontramos nuestro consuelo y paz de forma más plena solo en Dios. En la medida que quitemos nuestra mirada de las cosas terrenales, podremos ver más claramente a Dios y su plan para nosotros. Rezo para que este tiempo de Cuaresma esté colmado de paz y dé muchos frutos, que sea un tiempo de conversión, sanación e iluminación, y que nuestros sacrificios de oración, ayuno y limosna fortalezcan y purifiquen a la familia de Courage y EnCourage, a la que estamos unidos por el amor que nos unifica en Cristo.

Cuenten con mis oraciones por ustedes y sus seres queridos, especialmente cada vez que el equipo de Courage se reúna en nuestra capilla para celebrar la Misa. Que este tiempo sagrado purifique sus corazones, para que con una mirada renovada, puedan ver como nunca antes la Gloria del Señor Resucitado en Pascua.

Sinceramente,

Padre Philip Bochanski
Director Ejecutivo

 


¿Clóset, jaula o cruz? Una respuesta al New York Times

 «Cristo Crucificado», Diego Velázquez
«Cristo Crucificado», Diego Velázquez

¿Clóset, jaula o cruz?

Una respuesta al New York Times

«La Iglesia dice "no" a ciertas acciones y deseos, para decir un "sí" mayor al plan divino para el pleno florecimiento humano»

Trabajar con miembros del apostolado Courage, fieles católicos que experimentan atracciones hacia el mismo sexo y han decidido vivir en castidad, ha sido uno de los grandes privilegios de mi sacerdocio. He encontrado un gozo inesperado en este trabajo que ha impactado profundamente mi vida y mi ministerio, especialmente la oportunidad de apoyar a hermanos sacerdotes que experimentan atracciones hacia el mismo sexo. Su compromiso de conocerse y comprenderse mejor a sí mismos y su vocación mientras se esfuerzan por alcanzar esa «integración lograda de la sexualidad» y la «unidad interior» que define la virtud de la castidad (Catecismo de la Iglesia Católica, 2337), ha sido una inspiración para mí y un estímulo para vivir mis propios compromisos sacerdotales de manera más auténtica.

A menudo resulta complicado para un sacerdote que ha sido formado para ser generoso al proveer cuidado pastoral, pedir ayuda y atención para sí mismo en momentos de necesidad propia. El amor que los parroquianos demuestran a sus párrocos debería ayudar, sin embargo, en ocasiones, reafirma el recelo del sacerdote si supone que, al revelar su propia debilidad, significaría perder su respeto. Con frecuencia, los sacerdotes viven alejados unos de otros y en medio de sus apretadas agendas, la simple idea de llamar a un hermano sacerdote puede parecer abrumadora. No subestimo la fortaleza y el valor que les tomó, a los sacerdotes que sirvo, buscar apoyo, y me maravillo de su compromiso por vivir las Metas de Courage, establecidas por nuestros fundadores en 1980. La tercera meta de Courage es particularmente importante para ellos: «Fomentar un espíritu de hermandad en el cual podamos compartir unos con otros nuestros pensamientos y experiencias» para que nadie tenga que vivir esta experiencia solo.

Muchas de las historias que he escuchado de estos valientes sacerdotes se reflejaron en el reciente artículo del New York Times sobre sacerdotes que se identifican como «gay». Ellos temen no ser comprendidos por sus superiores, compañeros de trabajo, o por sus parroquianos. Sospechan que la gente pasará por alto el tono y carácter de la enseñanza de la Iglesia al respecto, que dice que «la Iglesia no enseña que la experiencia de la atracción homosexual sea en sí misma un pecado» (Conferencia Episcopal de los Estados Unidos, «Ministerio a las personas con inclinación homosexual: Directrices para la atención pastoral», pág. 5), y que al no tomar esto en consideración, por tanto, los condenarán como pecadores por lo que sienten. A estos sacerdotes les preocupa el reciente discurso de la Iglesia que sugiere que el simple hecho de experimentar atracciones hacia el mismo sexo descalifica a un hombre para poder servir en el ministerio sacerdotal. Comprendo estas preocupaciones y lo difícil que puede ser para un sacerdote buscar ayuda cuando estos temores lo paralizan.

Pero no puedo comprender y no aceptaré la acusación que aparece en el encabezado del New York Times, de que la enseñanza de la Iglesia en materia de homosexualidad es una «jaula» diseñada para atrapar y torturar a sacerdotes que experimentan atracciones hacia el mismo sexo. Esta idea, de que la enseñanza moral de la Iglesia es intrínsecamente dañina e intencionalmente llena de desprecio, es falsa y un impedimento para comprender plenamente dicha enseñanza.

Digámoslo claramente con la Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la atención pastoral a las personas homosexuales, publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe en el Vaticano: «Es de deplorar con firmeza que las personas homosexuales hayan sido y sean todavía objeto de expresiones malévolas y de acciones violentas» (CDF, núm. 10). Es un pecado grave contra la dignidad de la persona humana, y cuando proviene de algún miembro de la Iglesia, no solo es un pecado, sino también motivo de escándalo, y «merecen la condena de los pastores de la Iglesia, dondequiera que se verifiquen» (ibid.). La manera en que algunos de los sacerdotes entrevistados por el New York Times dicen que fueron tratados por obispos y compañeros sacerdotes me avergüenza y me hace sentir profundamente apenado. Sin embargo, que esto ocurra, no se deriva de la naturaleza de la Iglesia, ni de su enseñanza sobre el pecado. La respuesta apropiada no es rechazar ni cambiar la doctrina, sino convocar al cambio y exhortar a todos en la Iglesia a vivirlo más plenamente.

Esa enseñanza se expresa en dos párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica que han sido ampliamente criticada por el lenguaje que emplean, cuando el Catecismo dice que «los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados «(núm. 2357) y que la inclinación homosexual «es objetivamente desordenada» (núm. 2358). Porque, como el Cardenal Francis George escribió una vez, «la Iglesia habla, de cuestiones morales y doctrinales, con un lenguaje filosófico y teológico, a una sociedad que comprende, en el mejor de los casos, solamente términos psicológicos y políticos», estos términos han sido deliberadamente malinterpretados para dar a entender que la Iglesia cree que una persona que experimenta atracciones hacia el mismo sexo sufre un desorden mental, o que «todo su amor, incluso el más casto, es desordenado» (James Martin, S.J., Tender un puente, 2da. ed., pág. 74).

Esto no es a lo que la Iglesia se refiere. «Es crucialmente importante comprender», escribió la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos en el 2006, «que decir que una persona tiene una inclinación particular que es desordenada no es lo mismo que decir que la persona, en su conjunto, sea desordenada» (Conferencia Episcopal de los Estados Unidos, pág. 6). El término se utiliza para indicar que una acción, y los deseos que conducen a esa acción, no forman parte del plan de Dios para la vida humana. Algo es desordenado precisamente en la medida en que se aparta de este plan, este orden para la creación, para el cuerpo, para la sexualidad. Dicho deseo, «no está ordenado hacia la realización de los fines naturales de la sexualidad humana. Debido a esto, actuar de acuerdo con tal inclinación simplemente no puede contribuir al verdadero bien de la persona humana» (ibid.). La Iglesia dice «no» a ciertas acciones y deseos, para decir un «sí» mayor al plan divino para el pleno florecimiento humano.

Pero algo mucho más importante está en juego, que solamente el término «desordenado», como vemos en la forma en que sacerdotes como el P. Martin y los entrevistados en el artículo del New York Times, hablan sobre la identidad. Como muchos en el amplio sector de la comunidad «LGBTQ», estos sacerdotes hablan de «ser gay» de una manera que afirma que las atracciones hacia el mismo sexo son naturales, dadas por Dios y parte constitutiva de su identidad. Pero esto es teológicamente imposible. Como he dicho en otra ocasión, no es posible afirmar que Dios crea deliberadamente a una persona para que tenga una inclinación homosexual, para «ser gay» ---Dios no está creando un tipo diferente de naturaleza humana, con un tipo diferente de moralidad sexual, tampoco crea personas para darles deseos irrealizables. Si es verdad que los actos sexuales entre dos personas del mismo sexo son inmorales, y si también es cierto que «Dios…no tienta» (Santiago 1, 13), entonces los deseos eróticos o románticos por una persona del mismo sexo no pueden originarse en Dios, y no pueden ser vistos como una bendición o un bien que defina la identidad de la persona.

Por tanto, en la adopción de la identidad gay, o al decir que «Dios me hizo así», está implícito el rechazo a la enseñanza de la Iglesia sobre las inclinaciones y los actos homosexuales. Pero esta no es una enseñanza cualquiera. El párrafo 2357 del Catecismo usa un lenguaje técnico particular para presentar esta enseñanza, enfatizando que «apoyándose en la Sagrada Escritura… la Tradición ha declarado siempre que “los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados” ... No pueden recibir aprobación en ningún caso». Esta invocación de la Sagrada Escritura y la Tradición, rara, si no es que única en el Catecismo, debe significar que esta enseñanza debe considerarse parte del depósito de la fe. Es decir, no es un juicio prudencial por parte de la jerarquía, mucho menos una suposición culturalmente condicionada que puede cambiar con el tiempo; más bien, es una verdad que debe tomarse como revelación divina y enseñada de forma infalible por el magisterio ordinario universal. No está abierta a debate o revisión; dicha enseñanza debe «ser creída por fe divina y católica» y, «por tanto, todos están obligados a evitar cualquier doctrina contraria» (Código de Derecho Canónico, c. 750).

Esta obligación de creer que ha sido revelada de forma divina es responsabilidad de todo fiel cristiano; forma parte de lo que significa decir «creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica». Pero es una obligación especial de los sacerdotes y de todos aquellos que enseñan en nombre de la Iglesia, que hacen una profesión de fe y fidelidad antes de ser ordenados y de tomar algún puesto en la Iglesia. «En el ejercicio del ministerio que me ha sido confiado en nombre de la Iglesia, conservaré íntegro el depósito de la fe y lo transmitiré y explicaré fielmente; evitando, por tanto, cualquier doctrina que le sea contraria». Así pues, el hecho de que un sacerdote abrace la identidad homosexual, por una parte, impide la comprensión de sí mismo y, por otra, obstruye la presentación de la fe en su plenitud a personas que tienen el derecho de recibir una enseñanza auténtica por parte de sus pastores. «Todo alejamiento de la enseñanza de la Iglesia, o el silencio acerca de ella, so pretexto de ofrecer un cuidado pastoral no constituye una forma de auténtica atención ni de pastoral válida. Sólo lo que es verdadero puede finalmente ser también pastoral. Cuando no se tiene presente la posición de la Iglesia se impide que los hombres y las mujeres homosexuales reciban aquella atención que necesitan y a la que tienen derecho» (CDF, núm. 15).

«¿Qué debe hacer entonces una persona homosexual que busca seguir al Señor? Fundamentalmente, estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, uniendo al sacrificio de la cruz del Señor todo sufrimiento y dificultad que puedan experimentar a causa de su condición» (CDF, núm. 12).Para el sacerdote que experimenta atracciones hacia el mismo sexo, esto comienza con una fiel y humilde sumisión a las enseñanzas de la Iglesia respecto a su identidad: que sus atracciones son una parte importante de su experiencia, pero que su verdadera naturaleza consiste en ser un hombre creado a la imagen de Dios; un hijo redimido y adoptado de Dios; un cristiano bautizado; y un hombre ordenado al servicio profético y sacerdotal en imitación de Cristo. Su vocación al celibato requiere continencia perpetua; es decir, el abstenerse de pensamientos, palabras, relaciones y actos sexualmente íntimos. Pero está llamado de manera más profunda a adquirir la virtud de la castidad, que significa integración ---comprender su identidad como hombre y como sacerdote, como un llamado a la paternidad espiritual, al sacrificio viril por el bien de quienes están bajo su cuidado—y a dominar los pensamientos y sentimientos desordenados para poder amar libre y auténticamente.

Por lo regular, la castidad no es una virtud fácil de adquirir, particularmente en el mundo moderno, y el sacerdote, al igual que cualquier otro hombre, necesita apoyo y acompañamiento a lo largo del camino. «Poca esperanza puede haber de vivir una vida saludable y casta sin cultivar lazos humanos», ha escrito la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos. «Vivir en aislamiento puede, en último término, exacerbar las tendencias desordenadas y socavar la práctica de la castidad» (Conferencia Episcopal de los Estados Unidos, pág. 11). En ninguna parte de las enseñanzas de la Iglesia, o en su práctica, se le prohíbe a un sacerdote compartir su experiencia de vivir con atracciones hacia el mismo sexo a personas de confianza. «Para algunas personas, revelar sus tendencias homosexuales a ciertos amigos íntimos, familiares, director espiritual, confesor o miembros de un grupo de apoyo de la Iglesia puede proporcionar algún auxilio espiritual y emocional, y ayudarlas en su crecimiento en la vida cristiana» (Conferencia Episcopal de los Estados Unidos, pág. 19), y ha sido un gran privilegio para mí que mis hermanos sacerdotes compartan conmigo esta íntima confidencia.

Pero como padres espirituales, no deben compartir cada conflicto personal con sus hijos espirituales: «En el contexto de la vida parroquial», han escrito los obispos de Estados Unidos, «las auto-revelaciones públicas generales no son útiles y no deben ser animadas» (ibid.). Los parroquianos, que solo tienen una relación ministerial con su párroco, con frecuencia quedan confundidos y no saben si esa relación ha cambiado: «¿Por qué el padre me está diciendo esto? ¿Necesita que haga algo para ayudarlo?» No se trata de una promoción del clericalismo o de una falta de autenticidad pedirle al sacerdote que mantenga en privado las cuestiones privadas, con el fin de no agobiar sus relaciones pastorales, y para compartir sus propias dificultades y necesidades particulares con su director espiritual, mentores, y amigos cercanos, en vez de hacerlo desde el púlpito.

Así pues, lo que la Iglesia propone a los sacerdotes que experimentan atracciones hacia el mismo sexo, es una cruz, no una jaula ni un clóset. El mundo dice, «¿Cuál es la diferencia?» Pero el cristiano sabe que la paradoja de la cruz es que, entre más se configura uno con Cristo, más libre se vuelve para ser uno mismo. El Crucificado tomó cargas adicionales para liberar de sus cargas a otros; fue crucificado para liberar a otros; «dio testimonio de la verdad» (cf. Juan 18, 37) pagando el precio con su propia vida, para que creyéramos. El sacerdote que experimenta atracciones hacia el mismo sexo está llamado a hacer sacrificios particulares, que la Iglesia conoce bien y por los que se interesa y se solidariza. Pero esta es la naturaleza de su vocación: en su ordenación, el obispo exhorta al recién ordenado a «considerar lo que realiza e imitar lo que conmemora y conformar su vida con el misterio de la Cruz del Señor». La oración de todo fiel católico debe ser que nuestros sacerdotes que experimentan atracciones hacia el mismo sexo acojan plenamente las enseñanzas de la Iglesia, que busquen apoyo y acompañamiento en su lucha por alcanzar la virtud, y que cada vez se configuren más y más, incluso a través de su experiencia de sufrimiento, en Cristo, Sumo Sacerdote.


El padre Philip G. Bochanski, sacerdote de la Arquidiócesis de Filadelfia, es el director ejecutivo de Courage International.
Este artículo fue originalmente publicado bajo el título: Closet, Cage, or Cross? A Response to the New York Times, en el sitio de internet First Things. Fue traducido al español por Lorena E. Tabares, del equipo Courage International. Si gusta leer el artículo original, puede encontrarlo aquí.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


«Extracto de las enseñanzas del Catecismo de la Iglesia Católica sobre la castidad y la homosexualidad: Numerales 2357-2359»

Castidad y homosexualidad

(Extracto de las enseñanzas del Catecismo de la Iglesia Católica: Numerales 2357-2359)

2357 La homosexualidad designa las relaciones entre hombres o mujeres que experimentan una atracción sexual, exclusiva o predominante, hacia personas del mismo sexo. Reviste formas muy variadas a través de los siglos y las culturas. Su origen psíquico permanece en gran medida inexplicado. Apoyándose en la Sagrada Escritura que los presenta como depravaciones graves (cf Gn 19, 1-29; Rm 1, 24-27; 1 Co 6, 10; 1 Tm 1, 10), la Tradición ha declarado siempre que “los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados” (Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Persona humana, 8). Son contrarios a la ley natural. Cierran el acto sexual al don de la vida. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual. No pueden recibir aprobación en ningún caso.

2358 Un número apreciable de hombres y mujeres presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas. Esta inclinación, objetivamente desordenada, constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba. Deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta. Estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, y, si son cristianas, a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que pueden encontrar a causa de su condición.

2359 Las personas homosexuales están llamadas a la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo que eduquen la libertad interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana.

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