Vivir el silencio, ¿en qué ayuda?

Author: Por Lícia Pereira de Oliveira*

Vivir el silencio, ¿en qué ayuda?

Por Lícia Pereira de Oliveira*

El tema del silencio es, al mismo tiempo, inquietante y fascinante. Deducimos que es inquietante porque no pocas personas -creyentes incluidos- no soportan estar mucho tiempo en silencio; basta que él se presente, para que huyan, llenándose de una diversidad de sonidos provenientes, por ejemplo, de las redes sociales y de los múltiples y variados entretenimientos ofrecidos por las plataformas streaming.

¿Pero, por qué se soporta poco el silencio? No podemos dar una respuesta única y absoluta, pues son variadas las posibilidades de explicación para una situación existencial. Sin embargo, podemos arriesgar dar una respuesta general y luego cada cual podrá contextualizarla y aplicarla a su realidad: el silencio es inquietante porque nos obliga a estar con nosotros mismos, nos obliga estar a solas con nuestra conciencia, «núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquélla»[1]. Así, cuando el silencio se impone, él nos interpela y nos conduce, de alguna manera, a tomar la decisión de «adentrarnos» en él o de evadirlo. Lo curioso, es que, sin darnos cuenta, si decidimos evadir el silencio, evadimos una realidad tremendamente fascinante: el encuentro con nuestra interioridad y en ella, con Dios. Curiosamente, entonces, el silencio es fascinante por la misma razón que es inquietante.

Los creyentes no estamos exentos de experimentar esta doble dinámica, que se da especialmente cuando tenemos la intención de rezar para así encontrarnos con Dios y escuchar lo que Él quiere decirnos. Puede pasar, entonces, que experimentemos un deseo profundo de Dios (lo fascinante), pero a la vez, experimentamos el temor de que el encuentro con Él nos revele ciertos aspectos de nuestra vida que no queremos enfrentar o que nos cuesta aceptar (lo inquietante).

La solución a esta aparente contradicción es sumergirnos totalmente en el silencio, pues es allí donde Dios habla. San Juan de la Cruz nos dice algo que puede ayudarnos en nuestra reflexión: «Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma»[2]. La Palabra de Dios, Jesús, oída en el silencio de nuestro corazón se hace presente en él y cuando advertimos su amorosa presencia podemos experimentar, con toda seguridad, que su amor y su misericordia son más grandes y fuertes que todo pecado, que todo error, que todo temor.

Entonces, cuando entramos en oración, la experiencia fascinante e inquietante del silencio puede generar un sinfín de “ruidos”, donde los pensamientos, sentimientos y, en ciertos casos, también las palabras, nos distraen de lo esencial. No porque lo que tenemos que decir a Dios sean solo cosas superficiales o malas en sí mismas, sino porque no logramos dar espacio a lo que realmente cuenta: el dejarnos amar por Dios para así amarlo, amarnos rectamente, con todo lo que somos y tenemos, porque ¡Él nos ama tal cual somos! Y con ello, amar al prójimo, como es.

El Señor, en el Sermón de la Montaña enseñó a sus oyentes, y nos enseña hoy que, en la oración, las muchas palabras (y podemos añadir pensamientos y sentimientos) puede ser un gran estorbo: «Y al orar, no uséis repeticiones sin sentido, como los gentiles, porque ellos se imaginan que serán oídos por su palabrería» (Mt 6, 7). Todo exceso de palabras en la oración es innecesario porque nuestro Padre celestial sabe lo que necesitamos y nos escucha (Mt 6,32).

El silencio es apertura y acogida, y paradigma de esta dinámica es Santa María. En dos ocasiones el Evangelio nos presenta su actitud silente: «María atesoraba todas estas cosas, reflexionando sobre ellas en su corazón» (Lc 2,19.51). María es la mujer del silencio, pues Ella se abrió al fascinante Misterio del Dios que se hizo hombre en su vientre, que nació en un pesebre, que vivió entre los hombres, que murió por la mano de los hombres y que resucitó por obra del Espíritu Santo. Todas esas cosas fascinantes, también fueron inquietantes, pero ella superó toda turbación (cf. Lc 1, 29) porque atesoró en su interioridad y meditó sobre el significado de las cosas maravillosas que sucedieron en su vida.

Aprendamos de María nuestra Madre a acoger y atesorar las cosas maravillosas que Dios obra en nuestras vidas, para ello, basta que dejemos que la Palabra caiga suavemente en la tierra de nuestros corazones.

* Licia Pereira es laica consagrada y en estos momentos reside en Brasil con su comunidad.

[1] Gaudium et spes, 16

[2] San Juan de la Cruz, Dichos de amor y luz, 99