«Todo lo que quería era pertenecer»
Published: 27 de junio de 2017
«Todo lo que quería era pertenecer»
Siempre he deseado pertenecer.
No obstante, por una u otra razón, la mayor parte del tiempo me veía a mí mismo afuera, mirando hacia adentro.
Cuando era muy niño, creía que no «llegaba a la altura» de los otros chicos. No disfrutaba hacer cosas «de chicos». Así pues, por mi desinterés, no hice el esfuerzo de sobresalir en esos aspectos. Era el último o penúltimo en ser escogido, más veces de las que puedo enumerar. Era como revivir una humillación una y otra vez.
Si bien algunas veces fui recibido en el «redil», por decirlo de algún modo, muy dentro de mí, sentía que aun no pertenecía. En retrospectiva, veo cómo eso apuntaba al problema, mucho más profundo, de la autoestima. Intenté pertenecer, con mucho empeño, pero mirando al pasado, veo cómo mi desesperación por pertenecer en realidad alejaba a la gente de mí.
Alrededor del sexto grado, comencé a admirar a los niños más cercanos a mí. «Si tan solo pudiera ser como ellos». La primera llamada telefónica que recibí de una niña en toda mi vida fue durante ese grado… pero fue solo para conseguir el número de teléfono de uno de esos amigos. Precisamente una razón más para que yo (en ese momento) creyera que no era parte de los niños.
Alrededor de esa edad, comencé a notar que esos niños me atraían cada vez más. Al principio dicha atracción no era sexual o romántica, sino un profundo anhelo en el corazón de estar cerca de ellos. Sin embargo, al sentir que no era parte de los niños, me acerqué (durante años) cada vez más a las chicas. Ellas influían en mí. Yo encajaba con ellas. Me volví como ellas. Era parte de ellas. Y, finalmente, empecé a ver a los niños como algo complementario para mí… casi como la pieza de mí que faltaba y que yo deseaba.
Me sentía avergonzado -esa parte de mí quería inclinarse y darle un beso en los labios a uno de mis amigos del mismo sexo. Sentía vergüenza porque quería que ellos me abrazaran y me hicieran sentir especial, como si perteneciera, aunque tal vez de forma diferente; no como un niño… sino como una niña. Al margen de que la gente pensara que eso estaba bien o mal, mi corazón de once años sintió profunda vergüenza. En un intento de huir de la vergüenza que había interiorizado, seguí afeminándome. Al menos dentro de ello me sentía cómodo en mi propio cuerpo. Sentía que era más fiel a «quien soy».
Estaba cuestionándome a mí mismo y mi identidad. Hoy imagino que me habrían dado la bienvenida como una segunda Q en la comunidad LGBTTQ. Y me lo guardé.
Me volqué hacia la pornografía para ocultar mi corazón de los demás. Las personas en la pantalla no podían ver cómo me sentía verdaderamente respecto a mí mismo. No podían juzgarme. No podían rechazarme.
Estaba viviendo una mentira: profundamente adolorido por dentro, pero presentándome muy feliz exteriormente ante los demás. El huir de mí mismo me llevó a conductas más excéntricas. Hacía cualquier cosa con tal de evitar confrontarme conmigo mismo.
Llegué tan lejos, que incluso investigué sobre la cirugía de cambio de sexo. Llegó un momento en que realmente creía que eso era lo que tenía que hacer para ser feliz. Estaba convencido de que solo podía ser feliz como mujer. Eso concordaba con mis primeros recuerdos de sentir la esperanza de que una mañana despertaría y sería una niña.
Un día, sin embargo, a los veintitantos años, tuve un momento de verdad. Me miré en el espejo y me di cuenta de que el camino por el que iba se estaba saliendo de control; cada vez era más y más delirante. Ya no podía correr más. Mirándome al espejo, me pregunté: «¿En qué te has convertido?» Era cierto, había tomado decisiones que me llevaron hasta ese punto.
En ese momento, ninguna de mis opciones estaba dirigida hacia Jesucristo. Sabía de Él, pero todavía no lo conocía en mi corazón.
En mi desesperación, por esa época, una noche después de consumir pornografía transgénero y entre personas del mismo sexo, me levanté y formé la figura de la Cruz con mi cuerpo. Finalmente dejé entrar a Dios. Me quedé allí en mi departamento y lloré cuando el Señor inundó mi alma con Su amor y misericordia. Le pedí al Señor que pusiera todo Su cuerpo crucificado sobre el mío. Y Él lo hizo.
Entonces lo supe. En Él yo pertenecía.