Sin la castidad no puedo tener una relación con Dios: Testimonio de Bárbara, miembro de Courage


Sin la castidad no puedo tener una relación con Dios

Testimonio de Bárbara, miembro de Courage


Solía llamarme a mí misma homosexual. Me bautizaron en la Iglesia Católica cuando era pequeña, para formar parte del reino de Dios, pero no lo sabía. Mi identidad no estaba bien formada. No sabía que era amada.

Uno de mis primeros recuerdos es de cuando tenía 3 años de edad. Recuerdo ver a mi padre llegar a casa del trabajo (algo poco usual porque casi siempre llegaba cuando ya estábamos dormidos). Cuando entró a la casa, él y mi mamá se saludaron con un beso y un abrazo. Como mis padres no eran cariñosos con nosotros, los niños, mi respuesta interior fue, «¿por qué se abrazan y se besan el uno al otro y por qué nadie me abraza ni me besa a mí?» Eso me hizo creer que no era lo suficientemente buena, aceptable ni digna de ser amada. Estaba muy necesitada de atención.

Mi madre tenía un fuerte sentido de su femineidad. Estaba orgullosa de sí y de su maravilloso cuerpo. Era fuerte en su identidad, ¡yo no! No podía estar a su altura. No podía competir con lo maravillosa que era mi madre. Ya que mi hermana era el «chivo expiatorio» de la familia, yo la evitaba para que no me trataran como a ella. Yo rechazaba la identidad femenina, trataba de ser un niño, pero terminé siendo una inadaptada social; no quería crecer. En mi corazón decía: «No seré como ella…mi madre». No me daba cuenta de que me estaba rebelando contra Dios.

No teníamos comunicación abierta ni honesta en mi hogar. No hablábamos sobre nuestros sentimientos y temores; aprendí a rechazar mis sentimientos y necesidades. Mis padres se preocupaban por mí, pero no me conocían.

Cuando era niña, no sabía que Dios me amaba. Me consideraba indigna de ser amada, no veía en mí nada por lo que sentirme agradecida. Hasta donde puedo recordar, siempre me sentí atraída por las mujeres. Trataba de escapar del hecho de ser una niña, pero no era posible. A menudo tenía problemas en la escuela y me enviaban a la oficina del director. Me preguntaban si quería hablar con el consejero o la consejera. Respondía, «No sé ni me importa». Ese era mi mantra —«No sé ni me importa»— pero sí me importaba.

Tuve algunas experiencias negativas en mi niñez. Haber visto la pornografía explícita de mi papá, a la edad de 10 años, fue una impresión terrible para mí. Me sentí devaluada. Eso reafirmó mi creencia de que ser mujer no era ni bueno ni seguro. Nunca se lo conté a nadie.

Ansiaba que me pusieran atención. No tenía ninguna conexión con Dios, ni fe. La Iglesia era solo otro lugar al que tenía que ir con sombrero y vestido. Yo deseaba jugar deportes, quería tener aventuras como las que tenían mis hermanos en los Boy Scouts, pero eso no era para niñas, no, no.

Solo tuve un par de citas con chicos de la escuela preparatoria. Eso no funcionó para mí. Nunca tuve confianza en mi femineidad. No era deseable como mi madre. Era una inadaptada. Era homosexual. Lo sabía, pero no lo decía. Creaba vínculos emocionales secretos con maestras y algunas estudiantes, tratando de ocultar mis verdaderos anhelos. Si la «cirugía» hubiese estado disponible, me hubiera sometido a ella.

Después de la preparatoria, comencé a beber en exceso. Estaba muy aislada. Conocí a Gail, una compañera de trabajo. Yo tenía 19 años, ella 31. Pasábamos mucho tiempo juntas. Me obsesioné con ella, mi única amiga. La seguía como un cachorro. Ella era suave y bella, una alcohólica que fomentó mi gusto por la bebida. Tuvimos una relación seria por un año y medio. Obtuve lo que anhelaba, pero ella era criticona y terminó rechazándome por mi horrible comportamiento a causa de la bebida. Fue totalmente devastador para mí, un golpe absoluto. Mi vida había terminado. Nunca había admitido ser gay. No sabía a dónde ir ni a quién contárselo. Estaba sola y sin amor.

Reaccioné desesperadamente para escapar del dolor emocional. A los 21 años me casé con un hombre que era verbal y emocionalmente abusivo, además era violento. Recibí mucho abuso de su parte creyendo que me lo merecía. Pensaba, «Al menos alguien me necesita para algo». En poco tiempo él terminó con mi hábito de ir a misa los domingos. Aunque no tenía fe, creo que ir a misa era para mí una especie de protección espiritual. Cuando dejé de hacerlo, lo único que siguió protegiéndome fueron las oraciones de mi madre…todos esos rosarios. Mi autoestima fue de mal a peor. Mi experiencia confirmó mi creencia de que los hombres me odiaban, por eso los odiaba. Lo bueno es que tuve dos hijos. La identidad de madre me ayudó. Después de cinco años escapé por el bien de mis hijos. Si no hubiese sido por esos niños, me hubiera quedado ahí y hubiese dejado que me matara. En verdad era un alma perdida.

No estaba mucho mejor sola. Anduve de lugar en lugar y, finalmente, terminé en Michigan. Aún era demasiado inmadura, bebía mucho y fumaba mariguana tratando de escapar del dolor de ser yo. Dormí con docenas de hombres tratando de demostrar que no era gay. Esto me hundió aún más en la confusión y la oscuridad. No creía en nada ni en nadie; no tenía fe ni respeto por mí misma.

Tenía una amiga cristiana que me dijo que rezaba por mí y que podía llamarle en cualquier momento. Le llamé una vez a las 2 a.m. y me dijo, «Jesús solo está esperando que lo llames». Así que recé, «Jesús, si eres real, házmelo saber, porque no puedo seguir adelante». En ese momento lo supe. Tuve una experiencia espiritual transformadora. Al día siguiente comencé una vida nueva. Dejé de salir todo el tiempo; dejé de fumar mariguana y ya no tomaba tanto. Comencé a ir a la iglesia, tomé clases de Biblia, hice nuevos amigos, e incluso cocinaba la cena de mis hijos. No me había arrepentido ni nada, solo había implorado a Dios y Él me había dado el don de la fe y el Espíritu Santo. Después de haber encontrado a Jesús, comencé a rezar por mi hija, «Por favor, Dios, no permitas que sea como yo». No es como yo; «gracias, Señor».

Pero yo aún era una homosexual. Sabía que en la iglesia no querían escuchar eso, así que seguí negándolo y evadiéndolo. Escuchaba las enseñanzas y las acogía en mi corazón —no estaba bien ser homosexual. Después de algunos años, entablé una relación seria con Ruth, una compañera conductora de autobús. Ella se convirtió en el centro de mi vida y mis sentimientos. Traté de luchar contra ello, pero era una gran obsesión. Me sentía arrastrada hacia ella. Tuvimos una relación que duró más de un año.

Luego, hablé con dos mujeres de la iglesia y rompí con Ruth. Dijeron, «no eres una de ellas». Así que continué por el mismo camino de evasión y negación. Si no era gay, entonces no había ningún problema. Pero al no enfrentar directamente mi debilidad, ni confrontar mi comportamiento, no veía la necesidad de cambiar. No estaba segura. El problema estaba en mí, en mi identidad o en la falta de ella. Estaba muy desconectada de mí misma. Quería seguir al Señor, pero seguía siendo inmadura, vulnerable. Pasaron algunos años y comencé a pasar mucho tiempo con otra mujer en particular. Me resistía a involucrarme sexualmente con ella, cuando escuché sobre Leanne Payne y fui a su conferencia (para curar a homosexuales). No funcionó para mí. No fui muy abierta y no me gustó cómo presentaban a las mujeres, supuestamente transformadas, vestidas con faldas cortas y maquillaje, con el fin de atraer a los hombres. No podía ser rescatada por las oraciones y los esfuerzos de otros, debía decidir qué reino servir. A lo largo de mi vida siempre me había preocupado mi apego a las mujeres. Estaba obsesionada con el deseo de estar cerca de la suavidad de una mujer. A mí misma me faltaba suavidad, femineidad.

Para entonces, mis hijos estaban creciendo y yo bebía cada vez más y comencé a asistir a las reuniones de Alcohólicos Anónimos. Para permanecer sobria debía ser honesta. Después de casi un año, «salí del clóset» admitiendo ante Dios, ante los demás y a mí misma que era gay. Fue un gran alivio después de haberlo negado y ocultado durante toda mi vida. Fue importante admitir que era homosexual. La sexualidad de toda persona es una parte muy importante de su identidad. En ese momento tuve la oportunidad de elegir qué hacer. Luego, tomé el rumbo equivocado. Decidí seguir mis deseos (había muchas lesbianas en Ann Arbor, Michigan). Me encantaba pasar tiempo con mujeres gay, ir a bailes de mujeres con mis nuevas amigas. Ellas me aceptaban como era. Sentía que pertenecía ahí; no me sentía rara. Adopté la identidad gay. Finalmente podía elegir con quién bailar. Al poco tiempo encontré a Jackie, una mujer cristiana que también buscaba una relación. Nos juntamos. Ella se mudó a mi casa. Inmediatamente abandoné la Iglesia Católica porque respetaba a la Iglesia y no podía reconciliar mi conducta con mi fe. Decía «no puedo hacer esto», sin embargo, continué por 15 años.

Batallaba con el hecho de identificarme como gay y cristiana al mismo tiempo. Primero me identifiqué como gay, luego como cristiana. De hecho, era ambos. En Alcohólicos Anónimos aprendí a ser sincera conmigo misma. Durante este tiempo estaba siendo honesta con mi parte gay, pero no con mi parte cristiana. Estaba cediendo ante el deseo avasallador de amar y ser amada por una mujer.

La relación me parecía bien. Viví la experiencia de estar cerca de alguien que me amaba realmente y eso fue bueno— todo mientras asistía a las reuniones de doce pasos donde aprendí mucho sobre la vida y sobre conocerme y aceptarme a mí misma. Jackie se convirtió en una amiga maravillosa y leal. Éramos pareja. Era amada, ya no estaba sola. Llegué a aceptar la idea de que no estaba haciendo nada malo. Dios anhela perdonar al corazón arrepentido. El peligro viene cuando no sentimos más la necesidad de arrepentirnos. Había sido engañada. Era inmadura, vulnerable y me movían mis necesidades según las percibía. De hecho, son necesidades reales que no pueden satisfacerse fuera de la voluntad de Dios. Me juntaba con personas que me decían que las relaciones entre personas del mismo sexo estaban bien con Dios. Leí libros que reinterpretaban y redefinían las palabras de la Escritura. Estaba inmersa en el engaño del pecado. Andaba por el camino que conduce a la muerte espiritual. Vivía en un engaño y estaba en problemas, sin embargo, no lo aceptaba. Solía decir pequeñas oraciones como «ayuda». Rezaba, «Dios, por favor, ayúdanos a amarnos con tu amor».

Buscaba la felicidad y la satisfacción en los lugares equivocados. Seguí trabajando el programa de doce pasos, excepto el paso once (Buscamos a través de la oración y la meditación mejorar nuestro contacto consciente con Dios, como nosotros lo concebimos, pidiéndole solamente que nos dejase conocer su voluntad para con nosotros y nos diese la fortaleza para cumplirla). Tenía miedo. No confiaba. ¿La voluntad de Dios? ¿Y qué había de mi voluntad? Me distancié de Dios porque yo no era lo que debía ser. Luego, un día, después de estar diez años con Jackie, decidí darle una oportunidad a Dios. Ocurrió cuando comencé mi rutina diaria de salir a caminar por las mañanas para hablar con Dios. Comencé a hablar abiertamente con Él admitiendo mi situación, mis sentimientos de no ser aceptable a sus ojos. A medida que pasaron los días, me di cuenta de que no sentía ningún tipo de condenación; ningún rayo me había fulminado. Así que, gradualmente, me fui abriendo, haciendo preguntas como, «¿será que vivo engañada?» Dios aprovechó cada pequeña grieta que abrí. El Espíritu Santo entró por esas grietas para abrir mi corazón al Señor. Me di cuenta de que tendría que tomar una decisión. Sentí que Jesús me llamaba diciendo, «Regresa, Bárbara, vuelve a casa». Dios mismo vino a buscarme a mí, su oveja perdida. Es cierto lo que Jesús nos dice, «No te dejaré ni abandonaré» (Heb 13, 5), también son ciertas aquellas palabras del salmo 139, «¿Adónde iré lejos de tu espíritu, adónde podré huir de tu presencia? Si subo hasta el cielo, ahí estás tú, si me acuesto en el Seol, allí estás».

Finalmente, mi respuesta al Señor fue dejar las relaciones homosexuales. Sabía que debía tomar una decisión, no podía tener ambas cosas. En la primavera del 2009 elegí a Jesús para vivir obedientemente en la fe. Ese fue el comienzo. Aún me consideraba homosexual, pero no tenía que cambiar mi identidad para obedecer la palabra de Dios. Me ha tomado tiempo dejar de considerar el ser gay como mi identidad primaria. Un versículo que aplica a mi situación dice: «Acuérdate de todo el camino que el Señor, tu Dios, te ha hecho recorrer durante estos cuarenta años en el desierto para humillarte, para probarte y para conocer lo que había en tu corazón: si ibas a guardar sus mandamientos o no» (Deuteronomio 8,2). Estoy tan agradecida de encontrar ese amor de Dios en mi corazón, por encima de todo lo demás. Así pues, lo dejé todo por la alegría de conocer a Jesús mi Señor. Así comenzó el proceso de aprender a vivir con atracción al mismo sexo en la gracia y la misericordia de Dios. No puedo ser sincera conmigo misma si no soy sincera con mi Dios. He sido humillada por mi pecado.

Estoy aprendiendo a enfrentar el vacío y el anhelo en mí que debe llenarse con algo. No se trata solo de atracción física, sino de identidad y emociones, de tener una conexión. Muero por el amor de una madre y también por el amor de un padre. Elijo el camino de Dios. Él es mi creador, mi Dios Padre. Él tiene un plan para mí, «designios de paz y no de desgracia» (Jer 29,11). En Alcohólicos Anónimos aprendí que experimento un respiro diario a medida que cuido mi condición espiritual. Esto también ocurre con el pecado. Regresé a la Iglesia Católica donde siento que el Señor me dice, «bienvenida a casa sierva rebelde e infiel». Luego encontré EnCourage y Courage, un grupo maravilloso y de cristianos entregados. Las Metas de Courage muestran el camino. Sin la castidad no puedo tener una relación con Dios. No podemos hacerlo solos.

 

Liberación sin límites y ministerio de sanación

Hacia el final de la sesión de oración, le pedí a Dios que me diera un corazón de mujer, porque me veía como alguien inferior, dudando siempre de mi femineidad. La persona que lideraba la oración dijo: «¡Ya tienes un corazón de mujer!» Digo, «Gracias, Señor». Decido creerlo. Creo que Dios me creó bien, fui yo quien se perdió en el camino. Ahora me está recreando —un milagro. Estoy en el camino hacia la plenitud. En el nombre de Jesús renuncio a mis deseos desordenados.

En mis primeros años como cristiana deseaba, desesperadamente, ser aceptada y aprobada. Traté de ser una sierva buena, de seguir las reglas, de llegar a tiempo evitando dar problemas. Traté de ocultar mis miedos, mis debilidades y mis pecados. No funcionó. Siempre terminaba sobrepasando los límites, buscando un escape para conseguir lo que necesitaba. Inspirada por el salmo 51, «Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, renueva en mi interior un espíritu firme», con frecuencia rezaba: «Que brille tu luz en cada rincón de mi corazón. Que no quede nada de oscuridad». Él escuchó y respondió a mi oración sincera. Tomará el resto de mi vida. Quiero ser casta y estar sobria cuando muera.

 

Palabras del Señor que transformaron mi vida

—¡Dios, necesito ser especial! No puedo ser solo una más de las personas que amas.

Él me respondió:
—Te creé para llenar un lugar en mi corazón que nadie más puede llenar.

Viendo a una joven después de misa pensé, «Dios tiene un buen plan para su vida»
—Pero ¿cuál era tu plan para mi vida, Señor?

Él me contestó:
—Mi plan era que me conocieras.

He decidido seguir a Cristo.