«San José, modelo de fidelidad y obediencia» – XV Encuentro Courage Latino 2021

Author: P. Philip Bochanski


San José, modelo de fidelidad y obediencia

P. Philip Bochanski


Quisiera comenzar con la lectura del Santo Evangelio según San Juan:

Como el Padre me amó, también yo los he amado a ustedes. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecerán en mi amor. como yo cumplí los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi gozo sea el de ustedes, y ese gozo sea perfecto. Este es mi mandamiento: Ámense los unos a los otros, como yo los he amado. No hay amor más grande que dar la vida por los amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no los llamo servidores, porque el servidor ignora lo que hace su señor; yo los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre. No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero. Así todo lo que pidan al Padre en mi Nombre, él se lo concederá. Lo que yo les mando es que se amen los unos a los otros.

En el Antiguo Testamento solo hay una persona a la que Dios le dice, «Eres mi amigo, te conozco por tu nombre», se trata del profeta Moisés, ¡qué privilegio para él! El libro de Éxodo nos cuenta que Moisés habló con Dios cara a cara en el Tabernáculo, que habló con Dios como un hombre habla con otro. Podemos admirarnos de este hecho y meditar en lo que significaría ser amigo de Dios, pero, desde luego, para nosotros ya no se trata de una cuestión meramente teórica. Seguro reconocieron que el pasaje que les leí es de la Última Cena, y en esa Última Cena el Señor les ofrece su amistad a todos sus apóstoles y, a través de sus apóstoles, a todos nosotros. Ya no nos llama esclavos, ni siervos, ni creaturas, sino amigos. Si queremos comprender quiénes somos, si queremos comprender nuestra identidad, si queremos comprender nuestra dignidad, tenemos que comprender lo que significa ser amigos de Cristo. En este pasaje de San Juan que acabamos de escuchar hay dos parámetros que el Señor propone para definir nuestra amistad con Él y su amistad con nosotros. «Yo los llamo amigos» dice, «porque les he dado a conocer todo lo que oí de mi Padre» (Jn 15,15). Somos sus amigos porque nos dice la verdad, porque comparte con nosotros la sabiduría y el conocimiento, porque nos dice quién es Dios Padre y quién es Él como Hijo de Dios. Nos dice quién es el Espíritu Santo; nos dice quiénes somos y el tipo de relación que desea tener con nosotros. Para Cristo, la señal de su entrega a nosotros es este conocimiento profundo, el conocimiento que nos ayuda a comprender quiénes somos y porqué estamos aquí.

El otro parámetro que propone es: «Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando» (Jn 15,14). Aquí parece dar un giro un poco desagradable. Podemos imaginar a algunos de los apóstoles diciendo, «Un segundo, Jesús, pensé que estábamos hablando de amor, de alegría, de amistad, ¿por qué tenemos que hablar de mandamientos? Además, los mandamientos parecen ser una imposición, opuestos a la alegría y el amor que el Señor nos estaba ofreciendo». Pero, por supuesto, toda relación tiene sus reglas, si no me creen, vean lo que sucede si olvidan el cumpleaños de su mamá.

Sin embargo, lo más importante es que los mandamientos que forman parte de nuestra relación con Dios son un don para nosotros, pues nos ayudan a amarlo. Moisés lo sabía. Poco antes de morir, Moisés dijo a los israelitas, «¿Qué nación tiene dioses tan cercanos, como el Señor, nuestro Dios, está cerca de nosotros, y nos da la ley y nos ayuda a comprender sus mandamientos?» Ahora bien, el desafío del discipulado es ver los mandamientos, no como una imposición, sino como una invitación. Seguir los mandamientos es una respuesta a lo que Jesús hace por nosotros. «Les diré la verdad», dice, «Les diré todo lo que oí de mi Padre». Esa es la marca de su amistad. Y solo para que tengamos toda la verdad, les dice a los apóstoles en la Última Cena, «Les enviaré al Espíritu Santo y Él estará con ustedes y les recordará lo que he dicho y todas las cosas que les dije que oí de mi Padre. El Espíritu Santo se asegurará de que no lo olviden». Y luego dice, «El Espíritu Santo les enseñará todo y los guiará en la verdad». Y en otra parte del Evangelio dice, «Conocerán la Verdad y la Verdad los hará libres». Dios nos da la libertad para que seamos libres de amar. Nos da la libertad para que podamos elegir libremente recibir el amor que derrama abundantemente sobre nosotros, pero sin violar nuestro libre albedrío. Nos dice la verdad para liberarnos. Nos hace libres para que podamos recibir su amor y, habiéndolo recibido, nos invita a amarlo tomando la sabiduría, la guía y la verdad que nos ha dado para que hagamos algo, respondiendo y conformando nuestras vidas con ello. Por eso, conocer el plan de Dios, que es el don que Cristo, nuestro amigo, nos da, nos permite, nos exige y debe impulsarnos a responder. La fe, que es nuestra aceptación de la verdad que Cristo nos da, y la obediencia, que es nuestra disposición de responder a esa verdad llevando a cabo su voluntad. La fe y la obediencia son las claves de nuestra amistad con Cristo. Así como las mentiras del demonio generaron desconfianza en el corazón de nuestra primera madre, —desconfianza que condujo al pecado y a la separación de Dios— la verdad que Cristo nos trae nos da la libertad que conduce a la fe, la obediencia, la amistad y la reconciliación con Dios.

Sabemos que José es amigo de Dios. La Escritura nos dice que José es un hombre justo, que es una manera abreviada de decir que conocía y guardaba la Ley. José acogió la voluntad del Señor y respondió a ella, como lo reflejan los títulos de la letanía de San José. De hecho, los títulos, «José, modelo de obediencia» y «José modelo de fidelidad» aparecen uno después de otro en la letanía. Esos son los títulos en los que quiero centrarme hoy que nos esforzamos por imitar a San José, nuestro patrono universal, nuestro modelo de amor valiente, nuestro guía para vivir y amar castamente, nuestro modelo de paternidad espiritual y donación. Él es José, modelo de fidelidad y de obediencia. Desde luego, los títulos de la letanía siempre están subordinados al título que recibe en la Escritura, el «hombre justo». Es un hombre de justicia no solo porque conoce y guarda la Ley, sino porque su motivo para guardarla va más allá de eso; José es un «hombre justo» porque es un hombre de virtud. De hecho, es hombre de todas las virtudes. Y precisamente, porque es un «hombre justo», también es un hombre en constante relación con Dios. San José no apareció en escena, así nomás, de la nada. Su entrada en el Evangelio puede parecer abrupta, pero Dios no despertó un día pensando, «¿A quién le puedo encomendar esta misión?» Desde el momento de su concepción y su nacimiento, a lo largo de su niñez y adolescencia, en el momento que comprendió lo que significaba ser un hombre y el momento en que comprendió sus sentimientos por Nuestra Señora; durante su crecimiento como hijo de la Ley, en cada Sabbath que escuchó la Escritura y cada Pascua que su padre y él fueron al Templo. En todo momento, José estuvo en relación con Dios. Relación que, en cierta forma, culminó en su anunciación que, como sabemos, es tan solo el comienzo del resto de su seguimiento del Señor y su servicio al Señor Encarnado.

Por lo tanto, José, como «hombre justo», en relación con Dios, es modelo de todas las virtudes, pero, especialmente, de esas tres virtudes que hacen posible que incluso nosotros podamos tener una relación con Dios: las virtudes teológicas de fe, esperanza y caridad. Nosotros creemos que estas virtudes nos han sido infundidas porque, sin ellas, ni siquiera podríamos acerarnos al Señor. Él nos da su gracia antecedente, la gracia que viene incluso antes de la gracia bautismal y que nos permite comenzar a entender y creer. Para cuando los adultos conversos vienen a ser bautizados, ya han estado creciendo en estas virtudes: la fe, que nos ayuda a saber quién es Dios y creer lo que nos dice; la esperanza, que nos permite seguir su plan y estar cerca de Él, y el amor, que es su principal don, el que nos permite recibir su amor, amarle y amar también a los demás.

Por eso, si vamos a entender a José como modelo de fidelidad y modelo de obediencia, y si la fidelidad y la obediencia juntas resultan en la amistad, que forma parte de lo que el Señor nos dice en la Última Cena, entonces, debemos entender a San José como modelo de fe, esperanza y caridad. Vemos la fe de José en el pasaje al que recién me referí: la anunciación a José. ¿Recuerdan lo más importante de ese pasaje? La pregunta que surge en José, «¿Voy a formar parte de esto?» Comenzar a entender lo que pasaba en el vientre de su amada, a comprender este plan maestro que se revelaba al mundo, y preguntarse, «¿Tengo un papel en todo esto? ¿Sería, acaso, mejor hacerme a un lado?» Y la Escritura nos dice, honestamente, que José ya lo había decidido, que estaba determinado a divorciarse de María en secreto. Pero vemos su fe en acción cuando, al igual que su predecesor en Egipto, muchos años antes, el Señor le habló en sueños y él confió en ese sueño. Actuó con fe y creyó que el mensajero que había venido en su sueño no era un fantasma de su imaginación, sino una voz real enviada por Dios que le decía la verdad. Que todo estaría bien, que no debía tener miedo, que María era y siempre sería su esposa, y que sería responsable del Salvador del mundo, del Hijo de Dios hecho carne. Por eso, creo que la fe de José se fundamentaba en que creía en la omnipotencia de Dios. De otra manera, ¿cómo podría haber pasado algo así? Solo era posible creyendo que Dios es Todo Poderoso, que Dios siempre tiene el poder para hacer lo que dice que hará. Y creo que la fe de José se fundamentaba no solo en la comprensión teórica de que Dios lo puede todo, sino también en el conocimiento de que Dios ya había prometido que haría exactamente esto. Mil años antes del nacimiento de Cristo, Dios le prometió a David «Edificaré una casa para ti; tu dinastía nunca caerá y enviaré a uno que será de tu casa y de tu linaje, y gobernará a mi pueblo». José sabía quién era. Quizás su parentesco con la familia real de Israel era muy lejano y la familia real de Israel había sido exiliada y casi había desaparecido en los siglos pasados, pero él sabía quién era y sabía lo que Dios había prometido, así que, ¿cómo podría no ser cierto? ¿Por qué no habría de ser cierto? Si Dios es Todo Poderoso, José podía confiar en Él.

Hay ecos de lo que pudo haber en el corazón de José, en la emotiva Carta de Pablo a los romanos. «Si Dios con nosotros, ¿quién contra nosotros?» Si Dios no se reserva nada, ¿por qué no habría de ayudarnos en nuestras necesidades? Y San Pablo sabía lo importante que era confiar en la omnipotencia de Dios, porque Dios, en su misericordia, y creo que, con sentido del humor, se lo recordaba todo el tiempo. «El Señor me ha dado una espina clavada en mi carne, para que no me envanezca. Tres veces pedí al Señor que me librara», escribe a los corintios, «Pero respondió “No, te basta mi gracia”». ¿Acaso no hemos pasado por alto? «Te basta mi gracia» Sí, tu poder es infinito, Señor, creo que eso basta.

Creo que el 98% (porciento) de nuestros problemas surgen del hecho de que olvidamos quién es Dios, que Dios es quien dice que es. Solo hay dos opciones, o Dios es omnipotente o no lo es. Y, si tienes un amigo que es omnipotente y te ofrece su ayuda, debes dejar que te ayude. Será más fácil así. Por eso, José, modelo de fidelidad, sabía que el Dios que creó el cielo y la tierra y todo lo que contienen, que el Dios que rescató a su pueblo de la esclavitud en Egipto, que el Dios que los trajo de regreso tras el exilio y les permitió reconstruir el Templo, que el Dios que nunca abandonó a su pueblo e hizo alianza con ellos, tenía el poder de hacer lo que dijo que haría por David, aun cuando José no se sintiera digno de semejante misión. Y, porque era fiel, podía ser obediente. Porque creía en la omnipotencia de Dios, José podía responder a las órdenes de Dios. Porque, después de todo, si Dios es omnipotente, entonces la parte difícil es responsabilidad suya. Si Dios, que es Todo Poderoso, nos da una misión que va mucho más allá de nuestras limitaciones, entonces, a menos que sea tonto o malvado, está en sus manos darnos el poder de hacer lo que nos manda. Y es precisamente la omnipotencia de Dios y la fe de José en el poder de Dios lo que hace la diferencia en la historia de la Encarnación. Si José hubiese confiado en su propia fuerza, se hubiera divorciado de María. Pero como confiaba en el poder de Dios, podía llevar a María, su esposa, a su casa, podían tener un matrimonio verdadero y bendecido, en el que él podía donarse totalmente con plena sinceridad. En otras palabras, la fe y la obediencia de José le dieron la libertad de responder con el don de sí mismo y abrazar su vocación.

¿A qué debemos responder? ¿Dónde es que necesitamos tener fe en la omnipotencia de Dios? ¿Acaso cualquiera de nosotros se enfrenta a un desafío mayor en el mundo moderno que vivir en castidad? En un mundo que piensa que no vale la pena y que somos tontos; un mundo que tiene un fuerte interés en vendernos cosas apelando a nuestros deseos sexuales, un mundo que tiene un fuerte interés en destruir a la familia. Pareciera que el mundo entero está contra nosotros si nos esforzamos por vivir la castidad. Pero Dios sigue siendo omnipotente. Y el Dios que te creó de la nada, que te creó en el seno de tu madre, que insufló tu alma para que tuvieras vida, el Dios que formó tu cuerpo y tu alma, Él, por su poder, puso tu alma a cargo de tu cuerpo, y tu cuerpo puede rebelarse contra tu alma, tu corazón y tu mente. Tu cuerpo puede exigir cosas que tu alma sabe que no debería tener. Pero el cuerpo no solo se rebela contra ti, también se rebela contra Dios. Y si eres un soldado raso y el enemigo comienza a atacar, no solo te agachas tratando de dispararles a todos tú solo. Llamas a los refuerzos del cuartel. Y Él envía tanques, aviones y tropas para ayudarnos. ¿Cómo no habría de hacerlo con Su poder? Entonces, si somos fieles como José y creemos en el poder de Dios, podremos, también, ser obedientes como él. Si Dios nos ordena hacer algo que va más allá de nuestras capacidades, entonces Dios nos dará la gracia y la fortaleza que necesitamos para hacer su voluntad. Si solo confiamos en nuestra fuerza, esto nos llevará al deseo, a la autocomplacencia, a las malas relaciones y todo tipo de cosas. Sin embargo, si confiamos en su fuerza, esta nos conducirá a la paz, a la pureza de corazón y del cuerpo, a la autenticidad y la alegría en nuestras relaciones. No porque trabajemos duro, ni porque confiemos en nuestra propia fuerza, sino porque confiamos completamente en Dios. Por eso, cada uno de nosotros, como individuos, debe ser fiel y obediente a la Iglesia. Quienes sirven en la Iglesia y quienes enseñan en nombre de la Iglesia, también deben ser fieles y obedientes, especialmente en lo que se refiere a la castidad y a las enseñanzas de la Iglesia sobre la atracción al mismo sexo y las relaciones y los actos homosexuales.

Cuando el Catecismo presenta esa enseñanza, en el párrafo 2357, dice que la enseñanza sobre los actos homosexuales se fundamenta en la Sagrada Escritura y ha sido enseñada consistentemente por la Tradición de la Iglesia. Es un lenguaje bastante inusual en el Catecismo, pero también es un lenguaje bastante específico que aparece en otros lugares cuando la Iglesia habla sobre la infalibilidad. Y la Iglesia dice que cuando se trata de una enseñanza sobre fe y moral, que claramente vemos que ha sido revelada por la Palabra de Dios y que la Iglesia ha enseñado consistentemente, generación tras generación, entonces no estamos tratando con un juicio prudencial o una enseñanza limitada por la cultura o el tiempo, sino con una verdad revelada que el Magisterio ordinario universal enseña de manera infalible. Y por eso, si alguien insinúa que esa enseñanza debe cambiar, o que podría cambiar, no estamos siendo fieles a lo que la Iglesia dice sobre su autoridad magisterial. Y es peor, mucho peor, cuando quien lo hace es un clérigo.

Cuando se ordena un diácono, un sacerdote o un obispo, o cuando se le asigna a una nueva misión, siempre hacemos un juramento de fidelidad con el que juramos a Dios que nos apegaremos firmemente a esas enseñanzas infalibles, que le enseñaremos a las personas a guardar estas enseñanzas, que rechazaremos otras doctrinas, que transmitiremos la esencia de la fe católica. Por eso, que un clérigo, ya sea diácono o sacerdote, obispo, arzobispo o cardenal, diga que esta enseñanza de la Iglesia puede cambiar y debería cambiar, es perjurio. Es una ofensa contra el octavo mandamiento; es romper el juramento de fidelidad que hicimos en nuestra ordenación y que hemos renovado. Tenemos que orar por todos los clérigos en la Iglesia para que sean como San José, fieles y obedientes en su apego y predicación de esta verdad que significa tanto para nosotros y para Dios.

José, como hombre justo y modelo de virtud, era ciertamente también un hombre de esperanza. La necesitaba bastante, porque pareciera que, cuando decidió formar parte de esta asombrosa misión, cada vez que pensaba que tenía todo resuelto, los planes cambiaban. José pensó, «Bueno, el ángel dijo que todo va a estar bien… María, formalicemos esto, ven a vivir conmigo a Nazaret» Luego, se puso a trabajar en el taller de carpintería haciendo, quizás, la cuna más bella que jamás hayan visto, el cambiador más perfecto de toda Galilea, y una cómoda para los pañales y la ropa de bebé que Nuestra Señora pacientemente hiló durante esos nueve meses. Todo era perfecto y estaba listo. José pensaba, «Será difícil, pero al menos estamos preparados; al menos, pude hacer algo concreto». Y, de repente, aparece alguien en la plaza con un mensaje de César Augusto: «Todos deben montarse en sus burros para ir a anotarse en el censo». Así que partieron a Belén. Y justo cuando se habían medio instalado en Belén, José tiene otro sueño: ¡Hora de ir a Egipto! Pero, antes de ir a Egipto, paran en Jerusalén, donde piensa que tiene todo bajo control y, de repente, de la nada aparece un anciano que toma al bebé de los brazos de su esposa, María, hace una oración al Señor, que es difícil de comprender, y le dice a su esposa que una espada le atravesará el corazón. Y, desde luego, también se trata del corazón de José, pues estaban casados, se entregaron todo el uno al otro. El corazón de María era también el corazón de José, el corazón de José era también el corazón de María. Sus almas estaban entrelazadas, esa espada atravesaría a ambos. No obstante, José se levantó e hizo lo que el Señor le ordenó: fue a Belén, al Templo, a Egipto, a Nazaret, porque era José, modelo de fidelidad, y sabía lo que Dios había prometido.

San Mateo es maravilloso, nos recuerda constantemente en su Evangelio que todo esto ocurrió porque Dios lo había dicho en el pasado y era para que se cumpliera la Escritura. ¿Por qué tenían que ir a Belén? Porque el niño tenía que nacer de la casa y el linaje de David, en el pueblo de David. ¿Por qué tenían que ir a Egipto? Porque Dios quería que el pueblo recordara que Él había estado con ellos todo el tiempo. Y por eso dijo, muchos años antes, «De Egipto llamé a mi Hijo». ¿Por qué no podían solo volver a Belén y preparar a Jesús para su papel como heredero de David? Porque Dios había prometido que sería llamado Nazareno, un hombre de sacrificio y de compromiso, un hombre de fiel devoción. Y José conocía esas promesas, era un «hombre justo», iba a la sinagoga, escuchaba la Escritura que se leía cada Sabbat. Con el tiempo, llevaría a su hijo con él e imaginaba el privilegio que sería sentarse junto a Jesús adolescente y escuchar con él las profecías que hablaban sobre su vida, su misión y su muerte. Pero José conocía las promesas del Señor. Sabía que Dios tenía un plan y que el plan de Dios siempre va más allá de nuestro entendimiento; sabía que la perspectiva de Dios es mucho más amplia que la nuestra. José sabía lo que Isaías había dicho en nombre del Señor, «Mis caminos no son sus caminos, como el cielo se alza por encima de la tierra, así sobrepasan mis caminos y mis pensamientos a los caminos y a los pensamientos de ustedes». Y cuando nos fijamos en eso, desde la perspectiva del pecado y la soberbia, pensamos, «Bueno, si no me vas a decir tu plan entonces haré mi propio plan». Pero para José, esas promesas eran un consuelo: «Gracias Señor, me alegro de que tú sepas lo que está pasando».

El otro día vi un tweet, creo que es de lo mejor que he visto en el internet. Esta joven escribió, «Jesús tiene un plan, no tengo ni la más mínima idea de lo que es, pero Jesús tiene un plan». José, que era modelo de fidelidad, siendo un hombre de esperanza, también podía ser modelo de obediencia a través de todas estas idas y venidas, de todas esas travesías y en todo lo que el Señor había dispuesto. De Nazaret a Belén, de Belén a Egipto, a través del desierto en la oscuridad, sin planes ni familiares ahí. No hablaba el idioma del lugar, no le esperaba ningún trabajo, no tenía dinero, excepto el oro que pudo obtener con la venta del incienso y la mirra. A través del desierto, en la oscuridad, siguiendo la orden del Señor, volviendo a Nazaret para llevar una vida oculta, confiando en cada momento que el plan de Dios se revelaría y que él no tenía que saberlo todo, sino que a medida que Dios se lo fuera revelando, paso a paso, estaría bien.

Una vez que hemos abrazado nuestra vocación a la castidad, la pregunta que queda es, ¿cómo se supone que será el resto de nuestra vocación? ¿Tendremos una vida normal? ¿Encontraremos una manera de satisfacer nuestros deseos de amar y ser amados, de ver y ser vistos, de entregarnos con seguridad a alguien más, de depender de los demás? A menudo es difícil ver cómo Dios será capaz de guardar esas promesas para con nosotros, pero Él sabe lo que hay en nuestros corazones y lo que nos va a satisfacer. Por eso José es también un modelo para nosotros de lo que significa vivir la virtud de la esperanza, ser fiel y creer en las promesas de Dios, confiando en que Él cumplirá sus promesas para con nosotros. Es difícil no poder ver el plan de Dios. No sé ustedes, pero si voy manejando en un barrio que conozco bien y mi GPS pierde la señal por un minuto, me pongo nervioso, me empieza a dar ansiedad y comienzo a gritarle cosas al teléfono, nada bien. Pero Dios no nos da un GPS para el camino de nuestra vida. Él nos muestra un paso a la vez, si tenemos suerte. No suerte, sino si estamos preparados, si no estamos tan centrados en nuestros propios pensamientos y planes al punto de no poder escucharlo. Él nos muestra su plan un paso a la vez, porque, desde luego, es malo quedarse atrás del Señor, pero es aún mucho peor adelantársele demasiado, entrar a territorio desconocido como si lo supiéramos todo, tratando de hacer todo por nuestra cuenta. Al menos, si nos quedamos atrás, podemos seguir las huellas que nos ha dejado, pero si nos adelantamos al Señor, estamos completamente por nuestra cuenta. Por eso nos pide que estemos cerca de Él y que lo sigamos paso a paso.

San John Henry Newman escribió un bello poema titulado El pilar de la nube, comúnmente conocido por su primer verso que dice, «Luz apacible, guíame». En él, habla sobre la columna de nube que guiaba a los israelitas durante el Éxodo. Creo que el Éxodo es el mejor modelo de nuestra vida espiritual. Muchos Padres de la Iglesia consideraban al Mar Rojo como nuestro bautismo y el cruce del Río Jordán como nuestra muerte, y todo el tiempo vagando en el desierto es una buena semejanza de lo que es la vida en la tierra. Y paso a paso, la columna de nube guio al pueblo a través del desierto. El libro de los Números habla sobre esta nube. Les voy a leer algunos versículos del final del capítulo nueve.

«El día en que se erigió el Tabernáculo» —el Tabernáculo era la tienda donde Moisés hablaba con el Señor— «La nube cubrió el Tabernáculo por el lado de la tienda del Testimonio, y hubo una apariencia de fuego sobre el Tabernáculo desde el atardecer hasta la mañana. Así sucedía siempre: la nube lo cubría de día, y la apariencia de fuego por la noche. Cuando la nube que estaba encima de la tienda se elevaba, los hijos de Israel se ponían en marcha, y en el lugar en el que la nube se detenía, ahí los hijos de Israel acampaban». ¿Lo ven? El libro de los Número continúa, «Conforme al mando del Señor, los hijos de Israel se ponían en marcha y de acuerdo con el mandato del Señor, acampaban. Todos los días que la nube se detenía sobre el Tabernáculo permanecían acampados. Cuando la nube permanecía sobre el Tabernáculo muchos días, los hijos de Israel respetaban la orden del Señor y no se ponían en marcha». Como vemos, cuando la nube se movía, el pueblo se movía, cuando la nube paraba, el pueblo paraba también. Continúa, «Había veces que la nube estaba unos cuantos días sobre el Tabernáculo; de acuerdo con el mandato del Señor acampaban, y de acuerdo con el mandato del Señor se ponían en marcha. Y había veces en que la nube estaba inmóvil desde la tarde hasta la mañana, y por la mañana la nube se levantaba, y entonces se ponían en marcha; o la nube estaba inmóvil día y noche y luego se levantaba, y entonces se ponían en marcha. Cuando la nube permanecía sobre el Tabernáculo, reposando sobre él dos días, o un mes, o más tiempo, los hijos de Israel acampaban y no se ponían en marcha y cuando ella se elevaba se ponían en marcha. De acuerdo con el mandato del Señor acampaban y de acuerdo con el mandato del Señor se ponían en marcha».

El papiro es caro. Escribir en hebreo sobre papiro es laborioso y toma tiempo. Y el Espíritu Santo tiene mejores cosas que hacer que repetirse a sí mismo una y otra vez. Por eso, lo que este pasaje me dice es, «existen pocas cosas más importantes en el discipulado que saber que «no hay que moverse hasta que la nube se mueva». Ya sea por un día o dos, una semana o dos, un mes o dos, muévete cuando Dios se mueve y detente cuando Dios se detiene. Espera hasta que te muestre el próximo paso. Y es así como somos capaces de sobrevivir, es así como podemos permanecer fieles y ser obedientes día tras día, con las molestias de cada día, con todos sus giros, con todos esos encuentros y responsabilidades que no esperábamos. Si esperamos la orden del Señor, si esperamos en Él, si confiamos en su guía, entonces, como San José, podremos ser fieles y obedientes al Señor. Esta es una responsabilidad de toda la Iglesia, especialmente en lo que se refiere a la castidad. Porque la fe nos dice que Dios nunca ordena algo sin dar también la gracia para llevarlo a cabo. La castidad es posible. No siempre es fácil, se vuelve cada vez más fácil con la práctica, pero a veces sorprende. Fuimos hechos para la castidad. La castidad responde a la manera en que hemos sido creados, a los deseos más profundos de nuestro corazón.

Insinuar que vivir en castidad es imposible, es herejía, como dijo una vez el cardenal Francis George, de Chicago, en una reunión. Lo invitaron porque el evento fue en Chicago. Era una reunión de ministerios LGBT. Creo que los organizadores no pensaron que iría, pero el cardenal sí fue y dijo, «Insinuar que es imposible que las personas con atracción al mismo sexo vivan en castidad es, en efecto, negar que Jesucristo resucitó de entre los muertos». Si Jesús cumplió esa promesa, cumplirá todas sus otras promesas. Si lo dijo y cumplió su palabra, si vive y ha conquistado el pecado y la muerte, ¿cómo podemos decir «esto es demasiado para mí»? Debemos poner nuestra esperanza en el Resucitado, quien nos da la gracia que necesitamos para hacer su voluntad.

Habiendo estado, pues, por todo el mundo antiguo y habiendo luego vuelto finalmente a su hogar en Nazaret cuando Jesús era ya un niño y no necesitaba más la cuna ni la ropa de bebé, José tenía que dedicarse de nuevo a su trabajo y su vida diaria. Y es así como vemos a José, el «hombre justo», el hombre de virtudes, confiando y respondiendo a la virtud teologal de la caridad. Él conocía la Escritura, creía lo que Dios había dicho. Creía que la misericordia de Dios dura para siempre, como lo dijo Dios a los israelitas, «Yo seré su Dios y ustedes serán mi pueblo; soy suyo y ustedes son míos. Los llevo tatuados en la palma de mi mano. Los amo más que una madre a sus hijos; Aunque una madre se olvidara de sus hijos, yo no los olvidaré». José escuchó estas y muchas otras palabras similares cada Sabbat y sabía que todo lo que tenía venía del amor y la misericordia de Dios. Y así, en su fidelidad, estaba resuelto a dar todo lo que tenía como don a Dios.

Luego, como si su vida de justicia y virtud, de israelita ejemplar, no fuera suficiente, tuvo también el singular privilegio de servir a Dios hecho carne. De cargar a Dios en sus brazos, de cambiarle el pañal y ayudarle a comer. Tuvo el privilegio de enseñarle a caminar, de enseñarle a leer, de enseñarle hebreo, de enseñarle las Escrituras. Pudo servirle en la carne, donarse a Dios plenamente en el amor de un modo privilegiado. Por eso, cada madero que martillaba y nivelaba, cada roca que levantaba, cada puerta que hacía, cada pared que construía, cada mesa que lijaba, desde las primeras horas de la mañana en su taller, hasta tarde por la noche, asegurándose de terminar todo; cada astilla en su mano, cada nudillo lastimado, cada músculo adolorido. Cada partícula de polvo en sus ojos, cada gota de sudor y de sangre, todo era por Jesús y María. No sé si existe una mejor definición de discipulado. ¿Cómo define Jesús al mayor amor? Dar la vida por los que uno ama. Y José dio su vida por el Señor, y el Señor nos llama a imitar esa donación de uno mismo.

La Iglesia nos dice que solo a través de la donación sincera de uno mismo el ser humano es capaz de conocer verdaderamente quién es. Que nos convertimos en quienes somos solo cuando nos donamos. San Pablo nos recuerda que estamos llamados y obligados a donarnos, a ofrecernos a Dios, a donarnos a la gente que Dios ama, por el gran amor de Cristo por nosotros que quedó manifiesto, como dice San Pablo, en el hecho de que «Cristo murió por nosotros cuando aún éramos pecadores». No lo merecíamos entonces, ni lo merecemos ahora. No hay nada que podamos hacer para ganarlo, ni hay nada que podamos hacer para perderlo. Podemos rechazarlo e ignorarlo, pero su amor no depende de lo que pensemos de nosotros mismos o de si estamos avergonzados o si nos sentimos valientes o un poco de ambos. Si quieres avanzar en la vida espiritual, debes darte cuenta de que Jesús verdaderamente te ama y tienes que lidiar con eso. Sería mucho más fácil si no te amara. Sería mucho más fácil si Dios fuera como tantas personas en nuestra vida cuyo amor por nosotros es contingente, cuyo amor por nosotros depende de si decimos o hacemos lo correcto. Así sabríamos las reglas, pero la única regla es que Él siempre, siempre nos ama. Y en ningún momento podemos justificarnos diciendo, «Se olvidó de mí, estoy solo, no le importo, no sabe lo que necesito, escogeré lo que quiero». Hacemos esto todo el tiempo porque olvidamos quién es Dios y cómo nos ama. Pero Jesús les dice a los apóstoles, después de que les explica la amistad, «Como mi Padre me ama, así los amo». ¿Cómo ama el Padre al Hijo? Infinitamente, eternamente, entregándole todo. Como el Padre ama a Jesús, así Jesús te ama y quiere una respuesta a su amor. Tan impresionante amor por nosotros requiere una respuesta y es ese don de nosotros mismos por amor a Él, lo que nos hace quienes somos y nos muestra cómo vivir.

¿Cómo se supone que la Iglesia debe amar a las personas que experimentan atracciones hacia el mismo sexo? Bien, la Iglesia debe darles la misma acogida que les daría el Señor. ¿Cómo nos acoge Jesús? Piensen en la tarde en Cafarnaúm cuando le habló a la gente sobre el Pan de Vida. Esto pasó el día después de que caminó sobre las aguas y multiplicó los panes y los peces, y la gente vino a Cafarnaúm para que los alimentara de nuevo, pues querían ver otro milagro. Y Él les dijo, «Escuchen, si lo quieren, tengo algo mucho mejor para ustedes, Yo soy el Pan de Vida», y les empieza a decir quién es y cómo quiere darse a ellos y luego les dice, «Todo lo que me da el Padre viene a mí, y al que venga a mí yo no lo rechazaré». La acogida que Jesús nos da es absoluta. «Ven, eres bienvenido, no serás rechazado». Si te identificas como gay, si vives como el sexo opuesto, si batallas con la castidad, o si batallas cumpliendo con cualquiera de los mandamientos, «ven, eres bienvenido». Pero hay un propósito detrás de esa acogida. Tan solo unos versículos más adelante, aún en el capítulo 6 del Evangelio de Juan, Jesús dice, «Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre… está escrito en el libro de los Profetas: “Todos serán instruidos por Dios”. Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza, viene a mí». La bienvenida es absoluta y tiene un propósito. «Ven, eres bienvenido, no serás rechazado, tengo algo que decirte. Te diré todo lo que oí de mi Padre, luego seremos amigos y entonces podrás responder y guardar mis mandamientos». Esa es la bienvenida que la Iglesia ofrece.

Como dijo una vez el cardenal Vincent Nicholls a un grupo de católicos que experimentan atracción hacia el mismo sexo, «La Iglesia nos ama tanto, que sale a nuestro encuentro ahí donde estamos. Pero nos ama aún mucho más como para dejarnos donde estamos, si el lugar donde necesitamos estar, está más cerca de Dios». Y como dijo la Congregación para la Doctrina de la Fe, «todo alejamiento de la enseñanza de la Iglesia, o el silencio acerca de ella, so pretexto de ofrecer un cuidado pastoral, no constituye una forma de auténtica atención ni de pastoral válida». Solo lo verdadero puede ser pastoral, y el alejamiento o el descuido de las enseñanzas de la Iglesia les impide a las personas que experimentan atracción al mismo sexo recibir la atención pastoral que necesitan y a la que tienen derecho.

Ustedes están aquí porque aman al Señor. Están aquí, sobre todo, porque saben cuánto los ama el Señor y, respondiendo a su amor, se esfuerzan por ser fieles a las enseñanzas de la Iglesia y obedientes en la manera en que viven sus vidas. Si queremos convertir al mundo, si queremos convertir a un autor o predicador en particular, si queremos convertir a un grupo o ministerio en especial, tenemos que tener presente que probablemente ellos ya saben lo que dice el Catecismo, pero es posible que no sepan cuánto los ama Dios, que no sepan que Dios quiere ayudarles a vivir su plan, que quiere que vean que, si están cerca de Él, es posible vivificante y satisfactorio. Necesitamos orar por ellos y darles testimonio, no golpearlos en la cabeza con la doctrina. Necesitamos pedirle al Señor que les haga saber cuánto los ama.

Hemos escuchado una y otra vez esa frase que probablemente escuchan cada 19 de marzo en la Fiesta de San José: que José no dijo nada en las Escrituras, que los Evangelios no registran ninguna palabra de San José. No es cierto. Hay un registro no solo en uno, sino en dos Evangelios, de la palabra más importante que José, o cualquier otra persona en la historia de la creación, haya dicho. Mateo 1, 25 dice: «Y él le puso el nombre de Jesús». Lucas 2, 21 dice: «Ocho días después, llegó el tiempo de circuncidar al niño y se le puso el nombre de Jesús». ¿Quién le puso nombre? José. No era permitido que María estuviera en la habitación. Cuando el mohel dijo, «¿Cuál es el nombre del niño?», José dijo, «Jesús». Y si esa es la única palabra que José dijo en su vida, era la única palabra que necesitaba decir. José proclamó al mundo entero «Jeshua», Dios el Señor salva a su pueblo. Esa es la palabra que tiene que estar en nuestros labios todos los días. Esa es la única palabra que nos permitirá y nos ayudará y nos llevará a ser más cómo San José, a ser más como la Virgen María. Ese nombre santo. En el Catecismo leemos «El Nombre que todo lo contiene es aquel que el Hijo de Dios recibe en su encarnación: JESÚS… El Nombre de Jesús—que significa “el Señor salva”— contiene todo: Dios y el hombre y toda la economía de la creación y de la salvación. Decir “Jesús” es invocarlo desde nuestro propio corazón. Su Nombre es el único que contiene la presencia que significa. Jesús es el resucitado, y cualquiera que invoque su Nombre acoge al Hijo de Dios que le amó y se entregó por él».

Sé que hay días en los que tienen miedo. Miedo de ustedes mismos, miedo de su cuerpo, miedo de un ser querido. Miedo de algo que han dicho y desearían no haberlo hecho; miedo del futuro, de la incertidumbre. Sé que hay días en los que se sienten solos y aislados, días en los que es fácil creer que no hay ninguna persona en el planeta, ni ninguna alma en el cielo que los vea, los conozca o a la que le importen. Sé lo que es sentirse alejado de Dios y no saber cómo volver a Él y sólo poder ver lo largo que se ve el camino; sé lo que es sentirse perdido y desear abandonarse a la desesperación. Sé que a veces sienten eso. Y lo que se necesita en ese momento no es un gran plan o algo para pagar por sus errores. Lo que se necesita en ese momento es una palabra que lo contenga todo. Decimos «Jesús» y aquí está. Decimos «Jesús», y está en nuestros labios y nuestro aliento antes de que la palabra escape de nuestra boca. Decimos «Jesús», incluso pensamos «Jesús» y Él está en nuestras mentes, nuestros corazones y nuestras almas, está en nuestros cuerpos y entre nosotros. Hace su morada entre nosotros. Decir el nombre de Jesús es invocarlo y llamarlo, y Él aparece. Y José, modelo de fidelidad, siempre creyó que Dios salva a su pueblo. José, modelo de obediencia, puso su vida entera al servicio de Aquel por quien y en quien Dios estaba salvando a su pueblo. José, el hombre de fe, esperanza y caridad, creía, esperaba, y amaba a Aquél que Dios envió para salvar a su pueblo, con todo su corazón, con toda su mente, con toda su alma y con todas sus fuerzas, porque era un hombre justo que solo tuvo que decir una palabra: Jesús.

Quiero rezar con ustedes por un minuto y parafrasear una oración de San Francisco de Asís:

Sumo y glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón y dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para que cumpla tu santo y verdadero mandamiento a imitación de San José, por amor a la Virgen María e invocando siempre tu santo nombre, Jesús. Amén. Muchas gracias y que Dios los bendiga.