«Profesar la fe, profesar la medicina: Los médicos y el llamado evangelizador»
Author: P. Philip G. Bochanski
Profesar la fe, profesar la medicina: Los médicos y el llamado evangelizador
Oratorio de San Felipe Neri en Filadelfia, Pensilvania, E.U.A.
El Juramento Hipocrático establece tradicionalmente a la medicina como una profesión: una carrera o vocación basada en profesar un juramento relativo a la propia conducta personal y pública. Para el médico católico, los compromisos del Juramento de Hipócrates asumen un nuevo sentido vistos bajo la luz de las promesas hechas en el Bautismo y que se renuevan cada Pascua de Resurrección. Este artículo, originalmente dirigido a estudiantes de medicina, trata del rol de los médicos católicos como evangelizadores, aquellos que difunden el mensaje y los valores del Evangelio de Jesucristo.
Palabras clave: Profesión, vocación, evangelización, Hipócrates, católico, papas, enseñanza papal
Hace algunos años, estaba en una celebración parroquial, digamos una fiesta tipo cóctel, y, mientras circulaba entre las personas, me topé con un hombre a quien había conocido una vez hacía unos cuantos meses. Ambos nos reconocimos e intercambiamos los saludos de cortesía. Con toda seguridad, yo recordaba correctamente que esta persona era médico, de modo que le pregunté cómo iba todo en su trabajo. «Supongo que bien», respondió él, «aunque nuestra productividad ha bajado en los dos últimos meses». Esto no era lo que yo esperaba escuchar: inmediatamente empecé a pensar si me había equivocado de persona. «Oh, pensé que usted era doctor», dije. «Sí, por supuesto» dijo él, y me recordó el hospital donde ejercía, con una mirada de acertijo que reflejaba la mía. «Entonces, ¿qué dijo usted sobre “productividad”?» pregunté. «Ah», respondió él, «me refería a que el número de pacientes que atendemos en el consultorio ha venido bajando. Menos pacientes, menos reembolsos … menos ingresos equivalen a menor productividad». Asentí con la cabeza y, antes de las que cosas se pusieran más raras, cambié rápidamente de tema y le pregunté cuándo le tocaba a su hijo mayor hacer la Primera Comunión.
Quizás soy el único al que una conversación así le parecería rara. Como sociedad parecemos habernos acostumbrado tanto a hablar de «la industria del cuidado de la salud» como si fuese equiparable con la industria siderúrgica, con la industria automotriz o con la industria minera. Pocas personas, quizás, se sentirían incómodas por el hecho de que se usen términos tales como «productividad», «ingresos| y «análisis de costo-beneficio», como si estuvieran trabajando en la General Motors y no en el Mercy General Hospital. Afortunadamente, sin embargo, aún existe la tendencia de hablar sobre la medicina como profesión más que como industria. No obstante, la cuestión sigue siendo: ¿Esta terminología es acaso mejor?
Depende, por supuesto de lo que para nosotros signifique la palabra «profesional». Aquí nos topamos con otra entidad que parece no tener problemas de productividad o de ingresos en los últimos tiempos: el complejo industrial conformado por el coaching / los recursos humanos / el desarrollo profesional. En el lenguaje de los enunciados de misión, las metas, los objetivos, lo que el hombre moderno piensa al usar la palabra «profesional» sigue siendo indefinido al punto de la frustración. Si bien estoy al tanto del peligro de usar como fuente de datos y de información confiable enciclopedias de Internet alimentadas por el público, es cierto que a menudo dan una visión bastante clara (para bien o para mal) de la mentalidad colectiva de la cultura. He aquí lo que Wikipedia tiene que decir al respecto: «Una profesión es una vocación que se basa en una capacitación educativa especializada, cuyo propósito es brindar asesoría y servicios a terceros, a cambio de una remuneración directa y definida, muy aparte de expectativas de otra ganancia comercial» (Wikipedia 2,013). Cuando cita la normatividad económica de la Unión Europea, expresa que «las profesiones liberales “se ejercen sobre la base de calificaciones profesionales relevantes en forma personal, responsable y de modo profesionalmente independiente por quienes brindan servicios intelectuales y conceptuales en interés del cliente y del público”» (Wikipedia 2013).
Tuve un momento de esperanza al inicio de la definición, allí donde aparece la palabra «vocación». Pero como el autor no definió la palabra en el contexto ni la usa nuevamente en el resto del artículo, parece que no hay mucho por inferir en esta área. Más bien, tenemos la definición de un profesional como alguien que:
•tiene capacitación especializada;
•se dedica a ofrecer«servicios intelectuales y conceptuales»a terceros (en vez de productos industriales y comerciales);
•lo hacen cambio de un sueldo u honorarios definidos; y
•lo hacen interés del público.
Parece que la cuestión no radica exactamente en si esta definición es precisa, aunque nos sea útil -aunque les sea útil a ustedes, que dedican tanto tiempo, energía y recursos a prepararse para ser «profesionales médicos». Y, si decidimos que es demasiado difusa como para ser de alguna ayuda (lo cual claramente pienso que es el caso), entonces ¿hay alguna otra definición más útil que podríamos encontrar? Pienso que sí la hay. Y el propósito de mi charla es proponerla y desarrollarla.
El hecho de que la definición de «profesional» que hallamos en Wikipedia pueda aplicarse a tantas carreras «de ayuda| significa que esta no solo es terriblemente vaga, sino que también está desconectada de la historia. Durante siglos hubo solo tres «trabajos» o «carreras» a las que se les asignara la categoría adicional de «profesión»: el derecho, la medicina y la orden sacerdotal. La característica distintiva que separaba a las profesiones de todos los demás oficios no era solo el prestigio. En gran parte del mundo antiguo y del temprano medieval, las figuras públicas más respetadas eran los retóricos, quienes practicaban esa antigua y fascinante arte que en parte era política, en parte comunicaciones, en parte marketing y muy lucrativa. Tampoco era solo el hecho de que la gente hallara que las profesiones y los profesionales fuesen lo más útil de tener cerca. Durante la mayor parte de la vida cotidiana en la Edad Media, un mozo de labranza o un buen jornalero podían proporcionar servicios más útiles que los de un abogado que luciera su cartel en el pueblo. No, lo que hacía que uno de estos hombres (en aquellos días, en que casi siempre eran varones) fuese un profesional era precisamente el que tenía algo que profesar –hacía un juramento público que al mismo tiempo le marcaba los deberes y las responsabilidades que asumiría y le confería el derecho y la obligación de cumplirlos.
Los historiadores rastrean el juramento por el cual los abogados eran admitidos al colegio de abogados (el cual suele ser homogéneo en todas las jurisdicciones) hasta alrededor de la época del rey Eduardo I de Inglaterra -es decir, a fines del siglo XII y comienzos del siglo XIV. Aquellos que van a ser ordenados como diáconos, sacerdotes u obispos a través del sacramento de la orden sacerdotal hacen un Voto de Fidelidad que incorpora la Profesión de Fe que se desarrolló en el Primer Concilio Ecuménico de Nicea en el año 325. Pero es la profesión de la medicina, la que se jacta de tener la más larga tradición, pues llega en el pasado a cuatro siglos antes del nacimiento de Cristo hasta el médico griego Hipócrates. El juramento hipocrático para los médicos significó un sitial para él y sus discípulos, que los distinguía de los practicantes de su tiempo y establecía las normas por las que se guiaron generaciones de médicos a lo largo de milenios. Aunque en tiempos modernos los ideales y los principios de Hipócrates amenazan con separar a quienes los profesan de muchos de sus colegas, la importancia de profesar el juramento y llevarlo a la práctica ha llegado a ser, por así decirlo, incluso más esencial en nuestros propios días.
¿Qué significará para ustedes, en tanto católicos, profesar el Juramento Hipocrático al final de sus estudios? Para responder cabalmente a esta pregunta, deberíamos empezar con dos conceptos introductorios. Primero, la Iglesia ha desarrollado su propia definición de juramento, la cual está consagrada en el Derecho Canónico (Cánones 1199–1204). Genera varios temas importantes. Dice que «Un juramento es la invocación del Nombre Divino como testigo de la verdad. No puede hacerse, si no es en verdad, con criterio y en justicia».1 En otras palabras, un juramento es una clase particular de promesa en la que una persona invoca a Dios por su nombre, pidiéndole que sea testigo no solo de sus buenas intenciones sino también de la honestidad y la sinceridad de quien ha juramentado. No significa solamente que la persona que lo profesa le pida a Dios que lo o la ayude a cumplir tal juramento, sino que convoca a Dios para garantizar que tal juramento está siendo asumido de modo sincero.
Esto le confiere un profundo significado y seriedad a la obligación de cumplir con el juramento. Romper un juramento o jurar falsamente es no solo un pecado contra la justicia, sino un pecado contra el mandamiento que prohíbe invocar en vano el Nombre del Señor. El Código continúa diciendo que «una persona que toma un juramento en libertad está especialmente obligada por la virtud de la religión a cumplir con aquello que él o ella afirmó a través del mismo».2
Un segundo punto que deben ustedes tomar en cuenta como estudiantes de medicina y profesionales aspirantes católicos es que el Juramento de Hipócrates no será la primera promesa pública que harán invocando a Dios para que dé testimonio de las palabras de ustedes. Un momento definitorio en la vida del cristiano – en efecto, el necesario requisito para permitir la recepción del Sacramento que lo hace a uno un cristiano — es la profesión de fe en el Dios Trino que se hace inmediatamente después del Bautismo. Tan importante es esta profesión de fe, que la Iglesia orienta a los padres y a los padrinos para que sea hecha en nombre de los pequeños que no pueden hablar por sí mismos. Tan esencial es para la vida continua del cristiano, que la Iglesia separa seis semanas al año con la finalidad expresa de prepararse – a través de la oración y de la penitencia – para la renovación de este juramento bautismal en la celebración de la Pascua de Resurrección. Al recibir el juramento bautismal, el celebrante de la liturgia proclama: «Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos en profesar en Cristo Jesús nuestro Señor». La conexión entre la vida del discípulo y la vida del médico se da, entonces, en la intersección de las propias promesas bautismales con el Juramento de Hipócrates – el médico católico es uno que profesa la fe y profesa la medicina. «Con este conocimiento», escribía el Beato Juan Pablo II a una conferencia de médicos católicos italianos en el año 2004, «ustedes, como médicos católicos, están llamados en tanto creyentes a dar testimonio de Cristo … ayudando eficazmente a eliminar las causas del sufrimiento que humillan y entristecen a la humanidad».3 Ustedes están llamados a dar testimonio de Cristo, insiste el Papa, en el momento mismo en que son llamados a ejercer su oficio. Las dos obligaciones nunca se contraponen; de hecho, el ejercicio eficaz de la medicina depende del ejercicio de la fe.
Dado que estas dos profesiones están tan estrechamente unidas, sería beneficioso leer el Juramento Hipocrático a la luz de las promesas que hicimos en el Bautismo; y a la luz de las verdades eternas en las que profesamos nuestra fe, la cual le da un nuevo contexto y sentido a cada aspecto de la vida humana. Esta idea no es nueva. En la misma carta que mencioné hace un momento, Juan Pablo II les decía a los médicos italianos: «Yo reafirmo en presencia de ustedes los principios éticos que están basados en el propio Juramento Hipocrático: ninguna vida es merecedora de no ser vivida; ningún sufrimiento, al margen de lo terrible que sea, puede justificar la supresión de una vida; sin embargo, ninguna razón, independientemente de cuán elevada sea, hace plausible “crear” seres humanos para su subsiguiente explotación y destrucción».4 Si es posible «bautizar» a Hipócrates, por así decirlo –leyendo sus antiguos compromisos a la luz de la Verdad Eterna del Evangelio – ello puede brindar un cimiento sobre el cual desarrollar una vida como discípulos y como médicos.
La primera realidad hacia la cual Hipócrates llama la atención del médico es el hecho de que el arte de la medicina es impartido por el maestro al estudiante. El médico que profesa toma el juramento en presencia de sus maestros, así como de sus pares; y jura «considerar en tan alta estima a todos los que me han enseñado este arte como a mis padres; y, en el mismo espíritu y con la misma dedicación, impartir a otros el conocimiento de este arte».5 Si bien la profesión del juramento marca típicamente una transición de los años de aula e instrucción clínica al comienzo del ejercicio efectivo de la medicina, insiste en que el aprendizaje nunca cesa. El o la profesional jura que «continuará con diligencia manteniéndose actualizado con los avances de la medicina» como un componente necesario de la buena práctica, y «buscará el consejo de médicos especialmente hábiles en los casos que corresponda para el beneficio del paciente».
Hablando ante una asamblea de médicos del ejército de diversas naciones que se reunió en Roma mientras la Segunda Guerra Mundial aún asolaba el continente, el Papa Pío XII subrayó la necesidad de la dedicación al aprendizaje y la instrucción. Dijo el Papa que la reunión de estos médicos demostraba que estaban «inteligentemente vivos para el primer deber de todo médico, incrementar permanentemente su bagaje de conocimientos y mantenerse al día respecto del progreso científico que se hiciere en su campo particular. Este deber surge de inmediato», continuó, «de la responsabilidad del médico hacia la persona individual y hacia la comunidad… La necesidad del hombre será la medida de la responsabilidad del médico».6 El aspecto comunitario del rol y de la responsabilidad del médico significa que el dar atención al aprendizaje es un acto de caridad. Esto garantiza que el médico tendrá la capacidad de atender a sus pacientes de modo óptimo con conocimiento que él mismo adquiera a costa de su sacrificio personal.
El compromiso con el aprendizaje demanda gratitud hacia los propios maestros que uno tuvo, la que con frecuencia puede expresarse de la mejor manera posible como una voluntad de enseñar a otros – tanto a los estudiantes de medicina como a los pacientes y a los grupos con los que uno entra en contacto. Al escribir sobre los retos que se presentan en torno a la donación de órganos, el Papa Benedicto XVI señaló la capacidad singular del médico de dar forma a la mente no solo de una persona sino de comunidades enteras:
El camino correcto por seguir, hasta que la ciencia sea capaz de descubrir nuevas formas y terapias más avanzadas, será la formación y la difusión de una cultura de la solidaridad que sea receptiva a todos y no excluya a nadie. Un trasplante médico corresponde a una ética de donación que requiere el compromiso de parte de todos de invertir el máximo esfuerzo posible en formación y en información; para generar una conciencia aun más sensible hacia un problema que toca directamente la vida de muchas personas. Por lo tanto, será necesario rechazar prejuicios y malentendidos y la extendida indiferencia y el temor a sustituirlos con certeza y garantías, a fin de permitir en cada uno de nosotros una conciencia siempre más extendida y elevada del gran don que es la vida.7
Por supuesto, toda la ciencia y todo el aprendizaje del mundo llevarán al estudiante de medicina o al médico solo hasta este punto. No hay respuesta para todas las preguntas, no hay cura para todas las enfermedades. La única respuesta definitiva a las cuestiones del sufrimiento humano se encontrará en la Pasión, la Muerte y la Resurrección del Verbo hecho Carne; la única curación que conduce a la vida eterna proviene de las manos de Cristo el Médico Divino. Se requiere de ustedes también que den testimonio de estas verdades eternas, en los problemas que resuelvan y en aquellos que excedan sus capacidades humanas. Al final del Concilio Vaticano II, el Papa Pablo VI habló en nombre de los Padres del Concilio «a los pobres, a los enfermos y a los que sufren» en el mundo:
Nuestro sufrimiento se incrementa al pensar que no está en nuestra capacidad traerles ayuda corporal ni la disminución de su sufrimiento físico, que los médicos, las enfermeras y todos aquellos dedicados a la atención de los enfermos se esfuerzan por aliviar del mejor modo posible. Pero tenemos algo más profundo y más valioso que darles, la única verdad capaz de responder al misterio del sufrimiento y de traerles alivio sin engaño; es decir, la fe y la unión con el Hombre de los Dolores, con Cristo Hijo de Dios, crucificado por nuestros pecados y para nuestra salvación. … Esta es la ciencia cristiana del sufrimiento, la única que da paz.8
Cuando uno reconoce las propias limitaciones y al mismo tiempo hace visible la fe en Dios omnipotente, uno difunde la verdad del Evangelio. Esto se llama evangelización, y durante todo este Año de Fe los papas han convocado a toda la Iglesia a llevar a cabo esta tarea urgente para hacer a Cristo más conocido en el mundo. Cuando el Sínodo de Obispos emitió sus documentos preparatorios para su conferencia acerca de lo que se ha dado en llamar la Nueva Evangelización, se señaló que la Difusión del Evangelio debe tomar en cuenta en varios «sectores» de la vida moderna; e hicieron especial mención del ámbito de la ciencia y la tecnología, marcado por continuos progresos «de los que nos estamos volviendo cada vez más dependientes».9
La Evangelización en la medicina, así como en el resto de la vida humana, no provendrá de la instrucción técnica tanto como del constante testimonio de ustedes sobre el poder de Cristo en sus vidas, especialmente en aquellos aspectos y momentos en los que uno está más indefenso. Como escribió el Papa Pablo VI acerca de las misiones y el Papa Benedicto reiteró con respecto a la Nueva Evangelización, «Es básicamente por la conducta y por la vida de la Iglesia que ella evangelizará al mundo; en otras palabras, por su testimonio viviente de fidelidad al Señor Jesús –testimonio de pobreza y de desprendimiento, de libertad en la faz en los poderes de este mundo; en otras palabras, el testimonio de santidad».10 O, como lo dijo Hipócrates, «con pureza, santidad y benevolencia» es que uno debe vivir la [propia] vida «y ejercer el [propio] arte».
Están ustedes llamados a dar este testimonio por el poderoso medio de los encuentros personales con aquellos a quienes cuidan. Y el Juramento de Hipócrates delinea cuidadosamente la manera en la que ustedes se conducirán en tales encuentros. Primeramente, «Trataré sin excepción a todos lo que buscan mis oficios, en cuanto ello no comprometa el tratamiento de otros». Sin excepción —el ejercicio de la medicina no podría existir sin este compromiso que comprende a los pobres, los difíciles, los ingratos, los extranjeros, y todo el resto de la humanidad sin excepción. El llamado del médico a esta clase de interés y receptividad está reflejado en la imagen que a menudo se usa en los escritos de los papas para describir la misión del médico católico: la del Buen Samaritano la cual, como lo destacó el Papa Pío XII, «ha sido preservada para la posteridad en el Evangelio escrito por San Lucas, que era médico».11 «El contexto puede ser diferente de las circunstancias que en la su experiencia de ustedes son comunes», admite el Papa, «pero el espíritu de la pronta y generosa devoción, de los elevados principios que inspiran el sacrificio de uno mismo en aras del otro, de la ternura y el amor -ese es el mismo espíritu que ha caracterizado la profesión de ustedes en todas las épocas de la historia humana. Lástima por la humanidad, si ello no fuere así».12
La receptividad del médico para con todos los que buscan su atención es, para los médicos católicos, otro momento de evangelización. Ello da testimonio de la verdad fundamental de la dignidad de la persona humana, creada a imagen y semejanza de Dios y redimida y adoptada como hermano o hermana de Jesucristo, y a través de Cristo, a nosotros. Pío XII continúa:
El médico no está manejando materia inerte, aunque fuese de valor incalculable. En sus manos, el sufrimiento es una criatura humana, un hombre como él mismo. Como él, ese paciente tiene una posición de deberes en alguna familia donde corazones amorosos lo esperan con ansias; tiene una misión que cumplir, por humilde que sea, en la sociedad humana. Lo que, es más, esa forma doliente, tullida, empalidecida, tiene una cita con la eternidad; y cuando el hálito abandone su cuerpo, empezará una vida inmortal, cuya dicha o desdicha reflejarán ante Dios el éxito o el fracaso de su misión terrenal. Criatura preciosa del creador y la omnipotencia de Dios.
Ese hombre que se pone en manos del cuidado del médico es algo más que nervios y tejidos, que sangre y órganos. Y, aunque al médico se lo busca directamente para sanar el cuerpo, a menudo debe dar consejos, tomar decisiones, formular principios que afectan el espíritu del hombre y su destino en la eternidad. Después de todo, es un hombre quien será tratado: un ser humano, compuesto por alma y cuerpo, que tiene intereses temporales, pero también los tiene eternos; y así como sus intereses temporales y su responsabilidad con la familia y la sociedad no pueden sacrificarse por fantasías erráticas o desesperados deseos de pasión, del mismo modo sus intereses y su responsabilidad eternos ante Dios nunca podrán subordinarse a ninguna ventaja temporal.13
Hipócrates sigue, describiendo «los sí y los no» de la práctica médica. El juramento dice «Seguiré el método de tratamiento que, de acuerdo a mi capacidad y a mi criterio, considere beneficioso para mi paciente». Más aun, el médico que profesa jura «abstenerse de todo lo que sea dañino o maligno»: No habrá dosis letales ni actos u omisiones en favor de la eutanasia; no al aborto; no a la investigación sin aceptación; no a la seducción o al abuso de la relación médico – paciente.
La lista parece obvia, evidente –sin embargo, ello no resulta así para todos los estudiantes y los médicos. Al escribir en el Georgetown Undergraduate Journal of Health Sciences en julio del 2012, Emily Woodbury señala que:
En la actualidad, el 100% de los médicos graduados en escuelas de medicina en los Estados Unidos juran ante alguna versión del Juramento Hipocrático (en oposición a solo 24% en 1928). La mayoría de esos juramentos son vagos y contienen los principios de la no maldad, la benevolencia, la autonomía del paciente y la justicia social. Solamente 14% de ellos prohíben la eutanasia; 11% remiten a una deidad, 8% prohíben el aborto, y 3% prohíben las relaciones sexuales. (Woodbury 2012)
Woodbury continúa diciendo que «los antiguos fundamentos religiosos del juramento se han vuelto irrelevantes y la actual divergencia y la opción por temas específicos como el aborto y la eutanasia han vuelto intolerable el juramento original» (Woodbury 2,012). Si bien es difícil determinar cuán extendida se encuentra esta afirmación en la cultura en general, son escalofriantes las estadísticas que la señorita Woodbury cita sobre las omisiones de las versiones modernas.
Contra la tendencia de juramentos y promesas marchitos que prevalece, el médico católico está llamado a dar testimonio del valor inherente de la vida humana desde la concepción hasta la muerte natural, y a dar testimonio tanto en su práctica y en sus indicaciones profesionales como en su palabra. En su magnífica encíclica Evangelium vitae—«Evangelio de la Vida»—El Beato Juan Pablo II explicó la naturaleza y la importancia del testimonio de vida que ofrecen los médicos, que él en efecto encuentra en el juramento que hemos venido analizando:
En el personal del cuidado de la salud recae una responsabilidad única. … Su profesión los convoca a ser guardianes y sirvientes de la vida humana. En el contexto cultural y social de hoy, en el que la ciencia y la práctica de la medicina se arriesgan a perder de vista su inherente dimensión ética, los profesionales de la salud pueden verse a veces fuertemente tentados de volverse manipuladores de vida o incluso agentes de la muerte. Al afrontar esta tentación, su responsabilidad se ha incrementado enormemente en la actualidad. Su inspiración más profunda y su más fuerte apoyo radican en la dimensión ética intrínseca e innegable de la profesión del cuidado de la salud, algo ya reconocido por el antiguo y aún relevante Juramento Hipocrático, el cual requiere que cada médico se comprometa con el respeto absoluto por la vida humana y su naturaleza sagrada.
El respeto absoluto de toda vida humana inocente también requiere el ejercicio de la objeción consciente respecto del aborto y la eutanasia voluntarios. «Causar la muerte» nunca podrá considerarse una forma de tratamiento médico, aunque la intención sea solo cumplir con la solicitud del paciente. Antes bien, va completamente en contra de la profesión del cuidado a la salud, que está destinada a ser una afirmación ferviente e inquebrantable de la vida.14
Aquí nuevamente abordamos el rol del médico como evangelizador. Esta es una realidad que debe permear todos los aspectos de la vida de uno, especialmente en el mundo moderno, el cual fragmenta la vida con tanto éxito, reservando los debates sobre aspectos morales para los domingos y rechazando reflexionar sobre el aborto, la eutanasia y el matrimonio como «aspectos claves» que no tienen sitio en las discusiones políticas de las personas serias y maduras. Ante tal actitud, el Papa Benedicto insiste en que:
[Es] importante darse cuenta de que el ser cristiano no es un tipo de ropa que ponerse en privado o en ocasiones especiales sino algo vivo y totalmente abarcador, capaz de contener todo aquello que es bueno de la vida moderna. … No [podemos] olvidarnos de que el estilo de vida de los creyentes requiere tener la genuina credibilidad y ser tanto más convincente considerando las dramáticas condiciones en que viven quienes que necesitan oírlo.15
Los restantes pasajes del Juramento de Hipócrates hablan de las obligaciones del médico cuando él o ella se encuentran con el paciente en la propia casa del paciente o en otro contexto. «Acudiré en beneficio del enfermo», reconoce el médico que profesa; y promete evitar toda corrupción y seducción y mantener en confidencialidad todo lo que vea y oiga. El Papa Benedicto XVI coloca esta obvia necesidad de confianza entre el médico y el paciente en el contexto de la fe cristiana en torno a la dignidad de la persona humana:
El respeto de la dignidad humana, en efecto, demanda respeto incondicional individual nacido o no nacido, sano o enfermo, sea cual fuere su condición. En esta perspectiva, la relación de confianza mutua que se desarrolla entre el médico y el paciente es de máxima importancia. Es gracias a esta relación de confianza que el médico, escuchando al paciente, puede construir su historia clínica y comprender cómo este enfrenta su dolencia. Más aun, es en esta relación basada en el aprecio reciproco y en el compartir metas realistas que es posible determinar un programa terapéutico: un plan que puede llevar a una audaz intervención para salvar una vida o a una decisión de mantenerse a raya con los medios comunes que ofrece la medicina.…
Es bueno no olvidar que son estas cualidades humanas, además de la competencia profesional en sentido estricto, lo que el paciente aprecia en su médico. El paciente desea ser tratado amablemente, no solo examinado; desea ser escuchado, no únicamente sometido a sofisticados diagnósticos, quiere tener la certeza de estar en la mente y el corazón del médico que lo está tratando.16
Así, no solo estamos hablando de una visita profesional, ya sea una visita en casa o una ronda en el hospital. La caridad que nos vincula a Cristo y del uno hacia el otro nos obliga a reconocer la importancia de la visita como tal – recordar nuestra obligación para responder a aquel cuyo juicio contendrá las palabras «Estuve enfermo y tú me cuidaste. … Lo que hiciste por uno de mis hermanos menores, lo hiciste por mí» (Mateo 25:36, 40).
La importancia de la visita como expresión de compasión y solidaridad es la forma en que ustedes darán testimonio e imitarán a Cristo el Buen Pastor, quien «vino a salvar y a sanar lo que estaba perdido» (Lucas 19:10). La voluntad de ustedes de «estar con» la persona sufriente es de gran de importancia para que superen el aislamiento inherente al sufrimiento. A menudo, el mero hecho de estar presente con alguien que está sufriendo basta para traer alivio y a ayudar a la persona a acercarse al misterio salvador del amor redentor de Cristo. «Sufrir y estar al lado de los que sufren: quien quiera que viva estas dos situaciones en la fe llega a un contacto particular con los sufrimientos de Cristo y se le permite compartir “una partícula muy especial del infinito tesoro de la redención del mundo”», nos dice Juan Pablo II.17
La presencia de un hermano cristiano en el hogar o en la sala de hospital de la persona enferma es un recordatorio de la presencia de la Iglesia y de la permanente conexión del paciente con el Cuerpo de Cristo. Este recordatorio es una invitación y un estímulo a la reintegración y, así mismo, un reto al enfermo a que recuerde sus responsabilidades para con la comunidad. La persona que visita a los enfermos es capaz de amarlos en esa dimensión particular del amor de Cristo llamada compasión, que cual significa «sufrir con». Él o ella ofrece también un don de consuelo; en su encíclica sobre la esperanza, el Papa Benedicto explica el sentido de tal palabra:
Aceptar al «otro» que sufre, significa que yo asumo su sufrimiento de modo tal que este se vuelve también mío. Porque ahora se ha vuelto un sufrimiento compartido, en el que, sin embargo, hay otra persona presente, el sufrimiento es penetrado por la luz del amor. La palabra latina con-solatio, «consuelo», lo expresa bellamente. Sugiere estar con el otro en su soledad, de modo que esta deje de ser soledad.18
Al revelar el secreto de este amor de consuelo, por el cual cada discípulo es llamado a «estar con» quienes están aislados, el Papa Benedicto admite que no siempre es fácil amar así. Cada uno de nosotros tiene su propio sufrimiento que acarrear; compartir también las cargas de otros puede ser difícil. La virtud de la esperanza, sin embargo, hace posible el consuelo, aun cuando estando solos no tengamos ayuda que ofrecer o nada que decir:
En todo sufrimiento humano nos vemos unidos por uno que experimenta y acarrea este sufrimiento con nosotros … y así se lleva la estrella de la esperanza. … [La] capacidad de sufrimiento depende del tipo y de la medida de la esperanza que portamos en nosotros mismos y sobre la cual construimos. Los santos fueron capaces de hacer el gran viaje de la existencia humana de la manera en que Cristo lo había hecho antes que ellos, porque rebosaba grandemente de esperanza.19
Vale la pena comentar un aspecto más sobre las visitas de ustedes a los enfermos. «El médico no es el señor de la vida», dijo abiertamente el Beato Juan Pablo II, «pero tampoco es el conquistador de la muerte».20 Muy a menudo visitarán ustedes a sus pacientes con noticias malas en vez de buenas, a veces para decirles que, pese a todos sus esfuerzos y buenas intenciones, no hay nada que puedan hacer con su conocimiento y arte de la medicina. No deben ustedes tener miedo de estas conversaciones, ni por ustedes ni por sus pacientes. Vacilar u oscurecer la verdad en estos encuentros hace más daño que bien, porque en ese momento hay más en juego que solo la condición física de la persona enferma.
El antiguo ritual romano aconsejaba a los pastores hablar claramente acerca de la realidad de la muerte, y destacaba que algunas personas no desean admitir que un ser querido es mortal:
Cuando la condición de la persona enferma se vuelve crítica, el pastor debería advertirle no dejarse engañar en modo alguno, ni por las artimañas del demonio, ni por las aseveraciones insinceras del médico, ni por el falso ánimo de mejoría que parientes y amigos le den en un intento de postergar la oportuna preocupación por el bienestar de su alma. Por el contrario, habría que urgirlo a recibir los santos sacramentos con la debida prontitud y devoción, mientras su mente esté aún lucida y sus sentidos intactos, haciendo de lado esa falsa y perniciosa procrastinación que ya ha traído a muchos el castigo eterno y sigue haciéndolo diariamente a través de los delirios del demonio.21
C.S. Lewis, en su ingenioso y esclarecedor libro Cartas del diablo a su sobrino, escribe desde la perspectiva del demonio Escrutopo, quien le aconseja a su sobrino, recién iniciado en las artes de la tentación, mantener a su nuevo «paciente» lejos de sitios como el campo de batalla, donde este podría estar preparado para la muerte:
¡Cuánto mejor sería para nosotros si todos los humanos muriesen en costosas casas de reposo, entre médicos que mienten, enfermeras que mienten, amigos que mienten, tal como los hemos entrenado, prometiéndoles la vida a los moribundos, alentándolos en la creencia de que la enfermedad excusa toda indulgencia; e, incluso, si nuestros trabajadores supieran hacer su trabajo, obstaculizando cualquier sugerencia de acercarles un sacerdote, para evitar el riesgo de que engañen al enfermo sobre su verdadera condición! (Lewis 2001, 23–24)
Estos dos pasajes nos instan a ser honestos con la persona agónica acerca de su condición, básicamente desde un punto de vista negativo. Si la persona no sabe que está muriendo, no tendrá tiempo de arrepentirse ni de confesar sus pecados, y podría correr el riesgo de la condena. Esta es, por supuesto, una preocupación seria y real. Sin embargo, hay también una razón positiva para una saludable apreciación de la realidad de la muerte. El Buen Pastor entrega su vida por sus ovejas, a fin de retomarla nuevamente (cf. Juan 10:15, 18). En su resurrección, da la vida a todos los que creen en él y esta es la fuente de esperanza para todo cristiano. Quienes hablan de la muerte y de la resurrección compasivamente y sin embargo en forma inquebrantable dan testimonio del poder de Cristo para conquistar todas las cosas, incluso la enfermedad y la propia muerte.
Gracias a la fe en la victoria de Cristo sobre la muerte, [el cristiano] confiadamente espera el momento en que el Señor «transfigurará nuestro cuerpo mortal en virtud del poder que él tiene para dominar todas las cosas» (Filipenses 3:21). A diferencia de aquellos que «carecen de esperanza» (cf. 1 Tesalónicos 4:13), el creyente sabe que el momento del sufrimiento representa una ocasión de nueva vida, de gracia y la resurrección. Expresa esta certeza a través de la dedicación terapéutica, una capacidad de aceptar y acompañar, y compartiendo la vida de Cristo comunicada en la oración y en los sacramentos. El cuidar de los enfermos y los agónicos, el ayudar al hombre que se va para que el hombre que viene pueda ser renovado día a día (cf. 2 Corintios 4:16) -¿no es esto cooperar en el proceso de resurrección que el Señor ha introducido en la historia humana con el Misterio Pascual y que será plenamente consumado al final de los tiempos?¿No es esto responder a la esperanza (cf. 1 Pedro 3:15) que se nos ha dado? En cada lágrima que se ha secado hay ya un anuncio de los últimos tiempos, un sabor previo de la plenitud final (cf. Revelación 21:4 e Isaías 25:8).22
Porque, como hemos visto, quien hace un juramento llama a Dios para testimoniar su sinceridad y la verdad de lo que él o ella está jurando, el Juramento de Hipócrates concluye con una oración y una imprecación. «Mientras yo siga manteniendo intacto este juramento», leemos, «que se me conceda el disfrutar de la vida y la práctica del arte y la ciencia de la medicina con la bendición del Todopoderoso, y respetado por mis pares y la sociedad; pero si yo infringiere y violare este juramento, que me toque la suerte inversa». Seguro el Señor bendecirá y recomenzará a quienes responden a su llamado a evangelizar, a curar y consolar a los enfermos en su Nombre. «Tu recompensa será grandiosa en el cielo» (Mateo 5:12), por supuesto, donde habrá gran regocijo entre los santos –San Cosme y San Damián, San Giuseppe Moscati, San Riccardo Pampuri, Santa Gianna Beretta Molla, Santa Anna Schäffer, el Siervo de Dios Jerôme Lejeune e incontables otros que pusieron sus vidas al servicio de los enfermos por amor a Dios. Pero las bendiciones de profesar la fe y profesar la medicina empiezan ahora, en la época actual, y fluyen desde el inmenso privilegio de cooperar con el Señor en difundir su obra de salvación. Nos llama amigos suyos, nos relata su plan (Juan 15:15), y nos invita a ponernos a su servicio sirviendo a aquellos que lo necesitan, especialmente los enfermos.
Pocas personas en el siglo XX han cooperado tanto con Cristo para aliviar el dolor y el sufrimiento de los moribundos como la Beata Teresa de Calcuta, conocida por el mundo entero como la Madre Teresa. Aunque ella no era doctora y tenía poco entrenamiento en medicina, tendió la mano con compasión y consuelo, obrando pequeños milagros de amor en las vidas de aquellos a quienes la enfermedad y la debilidad habían colocado en los márgenes de la sociedad. En tanto nos esforzamos para prestar atención al llamado del Señor en nuestras vidas y en nuestras profesiones, podemos compartir la pequeña oración de la Madre como instrumento del Médico Divino:
Señor, ¿quieres que mis manos pasen este día ayudando a los pobres y a los enfermos que las necesitan?
Señor, hoy te entrego mis manos.
Señor, ¿quieres que mi corazón pase este día amando a cada ser humano sencillamente porque es un ser humano?
Señor, hoy te entrego mi corazón.
REFERENCIAS
-Lewis, C.S. 2001. The Screwtape letters. (Las cartas de Screwtape). San Francisco: HarperCollins.
-Wikipedia. 2013. Profession. (Profesión). http://en.wikipe dia.org/wiki/Profession.
-Woodbury, E. 2012. The fall of the Hippocratic Oath: Why the Hippocratic Oath should be discarded in favor of a modified version of Pellegrino’s precepts. (La caída del Juramento Hipocrático: Por qué debería descartarse el Juramento Hipocrático en favor de una versión modificada de los preceptos de San Pellegrino). Georgetown Undergraduate Journal of Health Sciences 6(2): 9–17.
NOTA BIOGRÁFICA
El P. Philip G. Bochanski, C.O. es sacerdote de la Congregación del Oratorio de San Felipe Neri de Filadelfia, y capellán del Capítulo de Filadelfia de la Asociación Médica Católica. Su dirección de correo electrónico es philip.bochanski@gmail.com