«¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?» – Testimonio de un miembro de Courage
«¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?»
Testimonio de un miembro de Courage
Nací en un hogar católico practicante, pero no muy devoto. Desde pequeño crecí con la etiqueta y expectativas de ser un niño bien portado, obediente y de buenas calificaciones. A la par, fui un niño obeso y esto me marcó por el bullying. Sentía curiosidad y atracción hacia las niñas; sin embargo, al ser el «gordito de la clase» siempre tenía el rol del amigo fiel de aquellas que me gustaban. Esto sembró en mí inseguridades que, con el tiempo comprendí, entorpecieron mi manera de relacionarme con el sexo opuesto.
Mis padres tuvieron siete años de noviazgo y se casaron, hasta que mi padre terminó la carrera y pudo darle un hogar a mi madre. Según sé, respetaron la castidad hasta el lecho conyugal: eran todo un ejemplo de la buena moral y de «cómo ser un buen adulto». Sin embargo, con los años mi padre comenzó una relación con su secretaria. Él siempre viajaba por trabajo y algunas veces yo lo acompañaba. En uno de esos viajes descubrí una carta de «amor» a su secretaria. No la supe entender a mi corta edad, pero la comprendí cuando la casa se convirtió en una guerra violenta de reproches y reclamos crueles, que no deberían ser escuchados por niños como mi hermanito y yo.
A pesar de todo, seguía cumpliendo las expectativas y las reglas. Mi excelencia académica era lo habitual, por lo que no había felicitaciones: mis padres estaban demasiado ocupados en su crisis marital. Me sentía invisible, cuando los pleitos comenzaban, yo me volvía una pared más de la casa: no lloraba, no hablaba, pero veía todo.
Recuerdo dos pensamientos nítidos que tuve en aquella época: «Si mi familia no me hace feliz, debo buscar la felicidad en otro lado» y «mi padre siempre ha sido ejemplo de cumplir las reglas, pero eso no lo hizo feliz; yo no quiero que eso me pase». Creo que fue en ese momento cuando mi relación con Dios se volvió difusa y esporádica.
Cuando no puedes cambiar tu realidad, te queda tu cuerpo. Yo, sujeto a la potestad de un matrimonio roto, tuve episodios de bulimia. En paralelo me refugié en las artes y, durante toda la adolescencia, pasaba las mañanas en la escuela y las tardes en cursos de pintura, con tal de no estar en casa.
Al tener bulimia, desarrollé una fijación por el físico masculino de los «niños guapos» —según las niñas—. Pronto estuve en mi peso ideal y, junto con el «estirón» de la adolescencia y el despertar sexual, descubrí que ahora sí las niñas se fijaban en mí… pero también algunos niños. Eso comenzó a producir confusión sobre lo que me gustaba. Para no lidiar con el dilema moral de elegir, me asumí como bisexual algunos años: «A las niñas las amaba, pero los niños me gustaban», pensaba.
Durante la prepa, al parecer mis padres habían superado su crisis matrimonial y nos mudamos a una región violenta del país, especialmente peligrosa para los jóvenes. Mi padre me propuso regresar a nuestra ciudad natal para vivir solo y estudiar la prepa. Fue música para mis oídos: por fin podría buscar la felicidad que no había en el hogar.
Comencé a vivir solo a los 15 años e inicié una vida promiscua. La validación que no tuve en la infancia por la obesidad, ni en la casa por los problemas de mis papás, la encontraba —según yo— en extraños y en el placer carnal que podía obtener de ellos. Me volví una persona superficial, aspirando a formar parte de «los chicos cool». Eventualmente tuve mi primera pareja sentimental, en toda mi vida tuve 3 parejas formales, pero innumerables parejas de una sola noche.
Aunque nunca desarrollé un odio hacia la Iglesia, la descarté como manual de vida ya que «no les había funcionado a mis papás». La consideraba una opción más entre tantas para llegar a un dios —con minúscula—, el dios del mundo que cada quien crea según su criterio personal.
Por gracia de las oraciones de mi madre conservé una enseñanza infantil durante todos esos años y hasta la fecha: rezar el Padrenuestro, el Ave María y el Ángel de la Guarda. Todas mis parejas me vieron rezar antes de dormir juntos; para mí era como cepillarme los dientes antes de acostarme.
Después me gané una beca en una universidad de prestigio, ubicada en la ciudad donde residía mi familia. Aunque no quería dejar mi independencia, el formar parte de ese mundo elitista me hizo volver al hogar como un extraño más. Claro que los quería, pero después de tantos años me sentía ajeno de la dinámica familiar.
Pronto destaqué en la universidad, ganando premios y conservando el estatus de buen muchacho. Comencé a trabajar y a ganar bastante bien a pesar de ser estudiante. Pero también la vida promiscua seguía sin control. Fue aquí cuando Dios —ahora sí con mayúscula— dijo: ¡Basta! En pocas semanas perdí reputación, salud y dinero al comenzar a mostrar síntomas de una enfermedad que mi doctor decía, solo podía ser algo muy grave, ya que no respondía a las medicinas. Tenía síntomas dolorosos, sentía que la vida se me iba. Fue ahí cuando me acordé de Él: de Dios.
Compré una Biblia y, en una ocasión de la nada, sentí muchas ganas de ir a una parroquia. Era una iglesia que conocía, con intensa vida parroquial. Entré al sagrario sin saber aun lo que era Cristo Eucaristía; simplemente fui, porque veía que la gente acude ahí a rezar en silencio. Entonces sentí una soledad absoluta, como si no hubiera nadie a kilómetros, un silencio abismal sin vida. De pronto tuve la certeza de que siluetas malignas estaban fuera de las ventanas de aquella capilla: decenas de cosas que no podía ver, pero sí sentir, espiritualmente, que se reían de mí. Claramente las escuchaba decir: «¿Qué haces aquí? Él no está aquí». Yo sentía que eso era verdad, yo no sentía nada más que una desgarradora desolación. No sentía a Dios. Pero yo llorando y gritando dentro del sagrario, les contestaba: «Él está aquí. No lo siento, pero yo sé que está aquí».
—Abre tu Biblia —me dijo una voz. Y aun con aquellas burlas invisibles alrededor, lo hice. Mis ojos cayeron precisamente en Juan 20,15: «… ¿Por qué lloras? ¿A quién buscas?».
Al leer el encuentro de María Magdalena con Jesús resucitado, el ambiente cambió por completo. Aquellas sombras se fueron. La luz del sol nuevamente entraba por la ventana, escuchaba las voces de la vida parroquial que antes parecían no existir. Y de mis labios brotó: «A tu misericordia me apiado, pero a tu voluntad me someto». Mientras pensaba: Señor, no sé lo que pasará conmigo, pero te prometo hablar de ti a quienquiera que conozca.
—¿Qué hiciste? —me dijo mi doctor en la siguiente consulta. No había rastro de nada: todo síntoma había desaparecido. Dios fue bueno.
Me gradué y me esforcé mucho por dejar la vida promiscua. Ya tenía una pequeña semilla de fe, pero mi interior era un pantano de malas hierbas bien abonado por años de pecado. Vino la primera recaída desde la conversión: en un motel, ya alistándonos para devolver el cuarto, vi a mi cita vestirse; pero con los ojos del espíritu observé que un ángel negro lo abrazaba. Sin dudarlo le pregunté: —Oye, ¿has querido suicidarte, verdad? El chico abrió los ojos y me dijo: —¿Cómo lo sabes? Supe ahí que Dios me estaba probando en mi promesa, y me pasé toda la tarde escuchando a este joven y hablándole de Dios.
Recaídas hubo muchas, porque yo quería obedecer por mis medios, sin la gracia santificante de los sacramentos. Leía la Biblia, y cada vez que veía a una pareja en la calle dándose cariño pensaba en Génesis 2,18: «No es bueno que el hombre esté solo». Lloraba muchas noches pensando en aquel versículo y en la soledad le dije a Dios: «Déjame intentarlo una vez más, y si no funciona, te prometo que ya no buscaré a otro».
Me mudé a la Ciudad de México por trabajo, pero pretendía servir a dos amos: una relación con Dios que coexistiera con el mundo. La capital es abrumadora; entre tanto estrés descubrí que los sagrarios de las iglesias eran un buen lugar para escapar del bullicio. Sin saberlo, ya hacía adoración eucarística. Todo el catecismo me parecía fábulas de niños, así que era ignorante de la doctrina católica, pero decidí volver al primer amor, al que me enseñaron mis padres. Retomé la misa dominical: de lunes a sábado entre la oficina y la fiesta, y los domingos a la santa misa.
Apareció un chico de buen trabajo, amable, con quien disfrutaba pasar tiempo. Iniciamos una relación y empezamos a vivir juntos. Desde la primera cita le dije: «Yo ya conocí al amor de mi vida, y es Dios. Pero quiero a un compañero de vida». Él aceptó esa parte de mí; yo le hablaba mucho de Dios y algunos domingos incluso aceptaba acompañarme a misa.
Con el tiempo la relación se volvió tóxica. Mi promesa —«es la última vez que lo intento»— me llevó a hacer todo lo incorrecto para conservar la relación. En lo exterior teníamos una relación «bonita», tipo Netflix: buen departamento, buen trabajo; con viajes de pareja e incluso pasamos unas navidades con mis padres. En la rutina diaria yo siempre llegaba primero al departamento, y en el silencio regresó la voz de Cristo: «¿Eres feliz?» Yo miraba a mi alrededor con todo lo que había pedido para no sentirme solo y, con lágrimas en los ojos, respondí: —No.
Comenzó la pandemia, y justo en la primera semana de cuarentena mi ex me corrió del departamento. Me fui a rentar solo y, en la quietud de un mundo paralizado por el COVID, la humanidad por primera vez vivió una Semana Santa virtual; yo, libre del trabajo, pude vivirla con profundidad. Fue en este tiempo que supe del apostolado Courage, mediante un sacerdote que busqué e inicié un acompañamiento espiritual que duró un año. Me confesé después de no hacerlo quince años; retomé los sacramentos y estudié dos años teología. Me tomó un año decidir buscar un capítulo para unirme. Primero ingresé como miembro y ahora, colaboro ayudando al capellán de nuestro capítulo, he encontrado un espacio dentro de la Iglesia donde tengo a cirineos que me ayudan a cargar la cruz, me reconfortan y me toca reconfortar durante las caídas. Ahora ya no me siento solo: estamos hechos para la comunión. Con mis hermanos de Courage he aprendido, quizá por ahora, no a amar mi cruz, pero digamos que ya le tengo cariño. He aprendido a vivir la virtud de la castidad como el estado en que me siento más yo mismo, libre de etiquetas y expectativas del mundo, siendo increíblemente libre cuando me someto al amor de Dios. Señor, muchos años viví a mi manera; ahora, lo que me quede de vida quiero que sea a tu manera.
Dios les bendiga.
Charly

