“Los he llamado amigos” Conferencia Courage Internacional 2019
Author: P. Philip Bochanski
Published: 2019
LOS HE LLAMADO AMIGOS
CONFERENCIA COURAGE INTERNACIONAL 2019
P. Philip Bochanski
Espero que todos hayan tenido un buen desayuno. Todo es mejor con tortillas.
Cuando estuvimos aquí hace dos años, ese era mi primer año como director ejecutivo y, como tal, firmaba todos los contratos. Cuando sirvieron el desayuno, noté que era desayuno continental, por lo que le pregunté a Fran, nuestra administradora, “¿yo firmé un contrato para que sirvieran desayuno continental?” Fue algo muy inusual que yo haya pedido eso. Pero ella insistió que sí lo había hecho. Este año nos aseguramos de que no ocurriese de nuevo.
Hasta donde sé, solo hay una mención sobre un desayuno en las Sagradas Escrituras. Ocurrió poco tiempo después de la primera Pascua de Resurrección. Probablemente ustedes lo recuerdan, este desayuno ocurrió en la playa del mar de Galilea. Esa mañana, Pedro decidió ir a pescar y Santiago, Juan, Felipe, Natanael y Tomás fueron con Él. Mientras estaban allí, sin lograr pescar algo, de repente vieron a alguien en la playa con una fogata encendida que les preguntó: “Hijos míos ¿pescaron algo?” Luego les dijo que lanzaran la red a un lado de la barca y, de pronto ocurre un milagro: ¡la pesca es tan abundante que no pueden sacarla a la orilla y se dan cuenta de que es el Señor! Pedro salta de la barca y comienza a nadar hacia el Señor. El resto de los discípulos llegan en la barca y se dan cuenta que Jesús les ha preparado el desayuno: pescado y pan. Y les dice: “vengan a desayunar”. Los discípulos tenían apetito y estaban felices de ver al Señor y probablemente fue un desayuno maravilloso para la mayoría de ellos, excepto para Pedro, que muy probablemente tenía un nudo en el estómago pensando, “finalmente voy a tener mi merecido”. El Señor ya se les había aparecido dos veces antes: la primera, en la noche del domingo de Pascua y el domingo siguiente.
Pedro sabía lo que había hecho, sabía que había negado al Señor y también sabía que Jesús lo sabِía. Ustedes recordarán que uno de los evangelios menciona que cuando Jesús iba pasando miró a Pedro y Pedro “rompió a llorar amargamente” (Lc. 22, 61-62). Pero cuando Jesús se les apareció el domingo de Pascua y el domingo siguiente, acaso les dijo: “Tienen mucho que explicar. Pedro, tú y yo debemos tener una seria conversación. ¡No puedo creer que ninguno de ustedes estuvo a mi lado cuando más los necesitaba; más vale que tengan una explicación!”
¿Acaso fueron esas sus palabras? ¡Nada de eso! Su saludo fue, “La paz esté con ustedes”. Vean mis manos, mi costado, mis heridas y entiendan el porqué de lo que hice y porqué ahora quiero hablarles solo de paz. Y les dio el Espíritu Santo y les dijo, “ahora los hago ministros de la reconciliación. Vayan al mundo, y de la misma manera que mi Padre me ha enviado, también yo los envío al mundo para que ‘a quien perdonen los pecados, les queden perdonados y a quienes se los retengan, les queden retenidos’” (Jn. 20, 23).
En todas estas conversaciones el mensaje era misericordia, perdón y paz. Pero Pedro, cuyo corazón era muchas veces más grande que su cabeza, quien tenía una gran sensibilidad, que se entregaba en todo lo que hacía, debía haber estado pensando: “Sí, pero necesito explicarle, tengo que decirle el por qué, necesito solucionar esto”.
Pero el mensaje de Cristo fue siempre el mismo… “la paz esté con ustedes”. Hasta esa mañana en la playa, cuando terminaron de desayunar y Jesús, mirando a Pedro, y le dijo, “vayamos a caminar”. Estoy seguro de que Pedro pensó, “ahora sí me va a dar mi merecido. Va a aprovechar que estamos solos; me va a gritar, pero está bien, me lo merezco”, y se preparaba interiormente para el golpe. Pero ¿qué ocurre en esa caminata a orillas del mar? Pedro, que había negado al Señor tres veces y empezaba a hacer conjeturas sobre la justicia divina pensando, “si le negué tres veces, ahora voy a tener que pedir perdón tres mil veces”. Quizás olvidó lo que el Señor había dicho sobre su misericordia y el perdonar a nuestro prójimo hasta setenta veces siete. Sin embargo, recibió algo que no esperaba, una invitación:
—Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que a estos?
—Sí, Señor tú sabes que te amo.
—Apacienta mis corderos.
Vuelve a decirle por segunda vez:
—Simón hijo de Juan, ¿me amas?
—Sí Señor, tú sabes que te amo.
—Apacienta mis ovejas. Simón hijo de Juan, ¿me quieres?
—Señor tú lo sabes todo, tú sabes que te amo.
—Apacienta mis ovejas. (Jn. 21, 15-17).
No fue una invitación a deshacer lo que Pedro había hecho; la muerte y la resurrección del Señor ya habían borrado ese pecado, más todos los pecados de Pedro, junto con los de los apóstoles y los nuestros, incluyendo el pecado mismo y la muerte misma. Todo, absolutamente todo, fue destruido en la cruz, Pedro no necesitaba arreglarlo; Pedro no lo hubiese podido arreglar de ningún modo posible. Pero lo que Pedro necesitaba, y lo que el Señor le ofreció, fue la oportunidad de mirarse mutuamente a los ojos, de reconocer sinceramente lo que había ocurrido y comenzar de nuevo.
Si se fijan, el Señor no lo llama “Pedro”. Juan, que es quien narra la historia, dice, “Jesús le dijo a Simón Pedro”, pero Jesús dice: “Simón, hijo de Juan”, la forma en que todos le llamaban antes de que se convirtiera en apóstol, antes de haber recibido esta misión, antes de esa maravillosa profesión de fe cuando Jesús le dijo: “tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. El Señor vuelve al principio: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas?” como diciendo: “Mira Pedro, si sientes que todo se vino abajo y que tienes que comenzar de nuevo, perfecto, allí te encontraré. Si es necesario volver al principio y comenzar de nuevo, está bien, pero hagámoslo, que no quede en el aire, pero no permitas que ningún sentimiento, que el peso de la vergüenza, del miedo, de la culpabilidad se interponga entre los dos. Comencemos desde el principio” —Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Tres veces. Esto no lo ignoró Simón Pedro, no lo ignoró Juan el evangelista, nosotros, tampoco lo debemos ignorar. No se trata de deshacer lo hecho, de saldar una cuenta, o pagar por las ofensas, sino de reconocer lo ocurrido. Jesús miró a Pedro a los ojos y le dijo, “Pedro, sé lo que pasó y sé que sabes lo que pasó. ¿Qué vas a hacer al respecto? Comencemos de nuevo”.
Un hermoso mensaje de paz y reconciliación; una hermosa lección sobre cuán delicado y paciente es el Señor y su disponibilidad de encontrarnos en el punto en el que estamos. Después de su resurrección Jesús se aparece a todo tipo de personas: a las mujeres en la tumba, a María Magdalena, a los discípulos camino a Emaús, a los once discípulos reunidos, y no solo en el primer día. Además, hubo muchas otras apariciones registradas. Y en cada una de sus apariciones, el Señor maneja la situación de manera diferente y muy personal. Él sabe en qué anda cada uno, sabe qué hay en cada uno de sus corazones, conoce su personalidad, sabe cómo llegarles, cómo piensan, y se ajusta a la realidad de cada uno. ¡Cuán delicado es el Señor! Cuán paciente, amable y humilde, dispuesto a seguir entregándose incluso después de la resurrección, en su gloria. El Señor se ajusta a cada persona que encuentra. Es así que sabe cómo llegar a Pedro. Sabe que Pedro tiene que mirar a Jesús a los ojos y reafirmar su amor. Él tenía este bello mensaje de paz y reconciliación que debería consolarnos, y ciertamente lo hace. Y esto es solo la superficie. Así de inteligente es el Espíritu Santo que inspira al autor de las Sagradas Escrituras, que inspiró a San Juan el Evangelista.
Y, desde luego, “inspiración” no significa “dictado”. No es como a veces se presenta en las pinturas en las que se muestra al evangelista sentado en un gran escritorio —que en ese tiempo no existía—, escribiendo con plumas de ave —que tampoco se usaba—, escribiendo sobre pergamino —que tampoco existía— con una paloma posada en su hombro susurrándole al oído: “San Juan escribe esta carta”. No. En realidad, el Espíritu Santo tiene una influencia en la mente y en el corazón de cada uno de los evangelistas para que conozcan la verdad y puedan expresarla correctamente, permitiéndoles usar sus propias habilidades y elegir sus propias palabras. Por eso, debemos prestar atención al lenguaje en el que están escritas las Escrituras, a la elección de las palabras y detalles. Nada está ahí por accidente. Ni lo que había en el corazón de san Juan evangelista, el discípulo amado, que conoció a Jesús de forma más personal. Ciertamente, nada es accidental cuando el Espíritu Santo está de por medio.
Si me lo permiten, voy a desviarme un poco del tema para entrar al estudio de las Escrituras. Cuando vemos lo que Juan está haciendo en esta parte de su evangelio, resulta verdaderamente maravilloso, porque hay palabras diferentes en griego, lenguaje en el que Juan escribió, dado que era la lengua común en el mundo de ese tiempo. En griego, hay diferentes palabras para referirse al “amor”, significaban cosas diferentes y, algo importante que debemos tener en cuenta es que existe el amor del eros, que es el amor apasionado que los esposos sienten el uno por el otro, y el amor llamado storge, que se refiere al afecto, el tipo de amor espontáneo que se siente por las personas con las que hemos crecido o el afecto que tenemos por los niños y personas necesitadas.
Luego tenemos el amor divino que es el agape, el amor con que Dios nos ama y nos permite corresponder a su amor. Finalmente, está el amor de la amistad, philia, un amor extremo y leal y une a las personas porque tienen cosas en común, porque van por el mismo camino y van hacia la misma dirección. En todo caso, existen palabras diferentes para el “amor” y Juan usa estas diferentes palabras que nosotros traducimos con la misma palabra: “Simón, hijo de Juan ¿me amas?”.
Jesús le pregunta a Pedro, la primera vez, “Simón, hijo de Juan, agapas me?” que quiere decir, “Simón, hijo de Juan, ¿me amas con ‘amor divino’? ¿Me amas porque soy Dios?” Y Pedro le contesta: “Señor tú sabes que philo se (que te amo como a un amigo ama a un amigo)”. La segunda vez Jesús le dice a Pedro, “Simón, hijo de Juan, ¿agapas me? (¿Me amas como a tu Dios?)” Y Simón Pedro contesta por segunda vez, “Sí Señor, tú sabes que philo se (te amo como amigo)”. Jesús le pregunta por tercera vez: “Simón, hijo de Juan ¿philos me? (¿Me amas como a un amigo?)” Y Pedro se conmovió. Juan cuenta Pedro se entristeció porque Jesús le preguntó de esa manera esta tercera vez. Y Pedro dice: “Señor tú lo sabes todo, tú sabes que te amo como un amigo”. Y hay incluso una pequeña palabra adicional en griego en esa frase de san Pedro, porque ahora está utilizando diferentes palabras para “conocimiento”. En todo este diálogo usa la palabra oidas, que se refiere a un conocimiento adquirido por la vista: “Sí Señor, puedes ver que te amo como un amigo; sí Señor, puedes ver que te amo como a un amigo. Y en la tercera vez le contesta: “Señor, tú lo ves todo, lo sabes todo porque lo ves”. Y luego escoge una palabra diferente para expresar la palabra “conocimiento”: “Señor tú sabes, por experiencia, que te amo como amigo”. Aquí está sucediendo algo realmente maravilloso.
Ahora, yo investigué esto, existen muchos artículos. Si ustedes hacen una búsqueda en Google y escriben: “Juan 21, agape, philia”, se encontrarán con una gran cantidad de artículos. La mayoría de ellos dicen: “todos se preocupan de esto, pero no hay nada de qué preocuparse, todo es lo mismo”. Yo no lo creo. Y otro autor dice: “bueno, sí, son palabras diferentes y es importante que sean diferentes, pero eso se debe a que la caridad es más importante que la amistad y Jesús está llamando a Pedro a algo más elevado y Pedro dice, —bien, aun no estoy listo para eso, pero me quedaré con este amor menor”. Tampoco creo eso, porque las Escrituras nos recuerdan, una y otra vez, el tipo de relación que el Señor busca en las personas que llama para que sean sus discípulos y a quienes llama para que sean sus amigos. Y creo que tanto aquí, en el Evangelio, como en nuestras vidas en general, en nuestra relación con Dios, la amistad es algo totalmente nuevo, diferente de amar a Dios como Dios.
Los demonios reconocen que Jesús es Dios. Los únicos que aciertan respecto a la identidad de Jesús, en la mayor parte del Evangelio, son los demonios que Él expulsó. Ellos lo ven y saben que es Dios, pero no lo aman. Todas las creaturas deben obediencia y respeto a su Creador, ese es un tipo de amor. La gente que reconoce que existe un poder superior, que Dios existe y que Dios los ha creado, responden —espero— con gratitud, reconociendo su soberanía, viendo su poder y respondiendo con docilidad. Ese es un tipo de amor.
Sin embargo, nuestro Señor nos invita constantemente a un amor más profundo, a la amistad; nos invita a un conocimiento de Dios que no viene de los libros, del Catecismo, o incluso de las Escrituras. Por favor, no me mal entiendan, lean el Catecismo y oren con las Escrituras, es importante. Pero a lo que me refiero, es que nos invita a un conocimiento de Dios y del amor de Dios que viene de la propia experiencia. San Juan utiliza una frase genial en su Evangelio cuando el Señor le pregunta a ciertas personas que lo conocen muy bien si creen en Él. Ellos responden de una forma muy particular. Lo escuchamos cuando Jesús visita a Marta y María después de la muerte de su hermano Lázaro y Jesús le promete a Marta que Lázaro resucitará. Que, de hecho, todos los que creen en Él no sólo resucitarán, sino que vivirán para siempre. Y Jesús la mira y le dice en un momento muy emotivo: “¿crees esto?” Y Marta le responde: “Sí, Señor; yo creo que tú eres el Cristo” (Jn 11, 27).
Unos capítulos antes, cuando Jesús está en Cafarnaúm predicando sobre el Pan de Vida, diciéndole a la muchedumbre quién es y que tendrán que comer su Cuerpo y tomar su Sangre o, si no, no tendrán vida en ellos, muchos se sorprenden y, mirándose unos a otros, se preguntaban: “¡¿de qué está hablando?!” Algunos pensaron que estaba promoviendo el canibalismo y comenzaron a irse, y Juan cuenta que muchos dejaron de seguirlo a partir de ese día y Jesús no los volvió a llamar, ni tampoco suavizó su mensaje. Jesús los vio irse. Y luego se volvió hacia los apóstoles y, de nuevo, con toda la intensidad que podemos encontrar en el Sagrado Corazón de Jesús, mira a Pedro y les dice: “¿también ustedes quieren marcharse?” Pedro le dice: “Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, nosotros hemos creído y conocido que Tú eres el Santo de Dios” (Jn 6, 68-69). Hemos creído.
El discípulo amado, al pie de la cruz, mira al soldado traspasar el Corazón de Jesús y ve brotar la sangre y el agua que salen de su costado, señal que Jesús está realmente muerto y profecía que proclama los grandes sacramentos del Bautismo y la Sagrada Comunión. Y cuando Juan narra la historia, hace una pausa y, como diríamos ahora en lenguaje cinematográfico, sale de la cuarta pared y se dirige directamente al lector diciendo: “El que vio esto lo atestigua: su testimonio es verdadero y él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean”. Y en su Primera Carta, San Juan vuelve a hacer esto cuando nos dice: “lo que hemos presenciado, lo que hemos escuchado, lo que hemos tocado con nuestras manos, lo que hemos experimentado, eso es lo que les predicamos para que ustedes también lleguen a creer en Él’.
Nuestro Señor nos está invitando a que lo conozcamos a través de la experiencia. El Señor nos invita a la amistad y nos hace la misma pregunta que le hizo a Pedro después del desayuno, “¿Esto es lo que quieres? Sé que sabes que debes amarme como tu Señor y Creador y tu Soberano. Sé que ya me amas de esta manera, pero ¿estás dispuesto a ir más a fondo? ¿Estás dispuesto a tener una relación más profunda conmigo? Más allá del amor que experimenta una creatura por su Creador; ¿estás dispuesto a ser mi amigo? ¿Estás listo para eso? Porque eso lo cambia todo”.
Hay algunas otras conversaciones en las Escrituras que nos hacen pensar sobre la amistad con el Señor y la diferencia entre obedecerlo simplemente como nuestro Dios o amarlo verdaderamente como a un amigo. Creo que cuando hablamos de amistad divina, tenemos que hablar de Moisés. Quienes me conocen, saben que me encanta hablar de Moisés. Él es la única persona en todo el Antiguo Testamento a quien Dios le dice: “Tú eres mi amigo, te conozco por tu nombre”. Hay un pasaje maravilloso en el libro del Éxodo que dice: “Moisés armaba la Tienda del Encuentro afuera de su campamento y cuando quería hablar con el Señor y rezarle, se dirigía a la Tienda del Encuentro, se sentaba y hablaba con Dios cara a cara, como hace un hombre con su amigo (Ex 33)”. Es un pasaje muy bello y, creo que lo más bello de él es el lugar donde ocurre. Porque en la historia, Moisés aún no había construido la Tienda del Encuentro. Las instrucciones para construirla vienen unos capítulos después. El libro del Éxodo nos cuenta sobre la relación que Dios tiene con Moisés en medio de dos episodios muy importantes: cuando Moisés baja del Monte Sinaí con los Diez mandamientos y cuando Moisés sube de nuevo al Monte Sinaí para hablar con el Señor después del incidente con el becerro de oro. Y pareciera que el Espíritu Santo quiere que recordemos que, aunque parece que todo va a terminar, debemos tener paciencia pues Moisés y el Señor son amigos. Es un don maravilloso y, quizás, innecesario del Espíritu Santo para mantenernos enfocados correctamente. Porque aun cuando Moisés no estaba aterrorizado, seguramente estaba preguntándose lo que sucedería cuando volviera a la montaña y, cuando lo hizo, al principio las cosas no estuvieron del todo bien.
Dios le dice a Moisés: —Así están las cosas: No romperé mi promesa, seguirás guiando a mi pueblo, pero no iré con ustedes. Lo intentamos, pero no quisieron obedecer. Ustedes vayan, estarán seguros, pero no iré con ustedes.
Moisés le contesta: —Señor, si Tú no vas, yo tampoco iré.
Moisés le responde como un hombre a su amigo, con toda sinceridad. Moisés sabe expresarle al Señor exactamente lo que siente:
—Si no vienes con nosotros, tampoco iré.
Dios le responde:
—Bien, entonces les enviaré un ángel y él los protegerá, pero Yo no iré. Tu gente no me quiere; no iré.
Y Moisés le responde:
—Si quieres, puedes enviar un ángel, pero si Tú no vas, yo tampoco iré. Porque, Señor, si tú no vienes con nosotros y las cosas no resultan, todos se burlarán de ti y te maldecirán y dirán que no cumples tus promesas. Me prometiste que vendrías con nosotros. Nos prometiste que nunca nos abandonarías. Nos dijiste a dónde teníamos que ir. Nos dijiste que teníamos que salir porque tú irías al frente dirigiéndonos. Y si tú no vienes con nosotros, nosotros tampoco iremos a ningún lado.
¿Se dan cuenta de la diferencia? Si solo pensamos en Dios como Dios; si solo visualizamos este evento en el Sinaí como en la película Los 10 Mandamientos con Charlton Heston, en la que Dios llama a Moisés con voz grave y potente: “Moisés… Moisés”, entonces, evidentemente Moisés debería irse y hacer lo que Dios Todopoderoso le ordena. Si Dios Todopoderoso dice “ve”, entonces “vas”, o de lo contrario te fulmina un rayo. Si Dios dice “ve”, lo haces, pero tal vez no lo hagas de todo corazón. Si Dios dice “ve” y se siente como si te estuviera enviando lejos de Él, por tu cuenta, te sentirás aterrorizado. Estarías obedeciendo, pero no lo harías de corazón. Lo harías porque tienes que hacerlo, porque así lo exige el mandamiento, pero va a ser mucho más difícil y probablemente no llegues al destino final.
Todos conocemos la historia del camino por el desierto en el que se quejaban a diario diciendo: “¿aun no llegamos? El camino es muy duro; nunca debimos de haber salido de Egipto. ¡Regresemos!” Esa es siempre la tentación cuando no estamos seguros de lo que viene y tampoco estamos cien por ciento seguros de que lo que teníamos no nos gustaba; siempre resulta tentador volver a lo que teníamos. ¡Eso es una tontería! “En Egipto teníamos pepinos, puerros y cebollas que son más sabrosos que el maná que nos cae del cielo que no tenemos que cultivar, ni comprarlo, ni cocinarlo, solo tenemos que comerlo”. ¡No, no sean tontos! Eran esclavos en Egipto; ni se les ocurra volver. Si Moisés salió al desierto porque Dios se le apareció una vez, en toda su gloria, y le dijo: “ve”, ¿de dónde iba a sacar Moisés las fuerzas, el vigor, la perseverancia, la esperanza, la confianza para continuar? Habrían vuelto incluso antes de llegar al Mar Rojo. Pero Dios les había prometido: “Iré con ustedes; somos amigos y no los defraudaré”. Olvidamos cuan maravillosa era la amistad entre Moisés y el Señor.
Escuchamos antes la historia de Moisés y la zarza ardiente, en que Moisés le pregunta a Dios, “¿cuál es tu nombre?” Y Dios le da un nombre que es poderoso y misterioso: “Dile a los israelitas que ‘Soy el que Soy’; ‘Yo soy, me envió’”. Algunos versículos más adelante, Dios le recuerda a Moisés: “Nunca le di mi nombre a Abraham, ni a Isaac, ni a Jacob, ni a José. Los amo, hice grandes cosas por ellos y cumplí mis promesas para con ellos, pero nunca les dije mi nombre. Te he dado a conocer mi nombre a ti y a tu pueblo, porque tienes una misión y necesitas saber que voy contigo en todo momento. Esta confirmación fue lo que sostuvo a Moisés haciendo posible que atravesaran el desierto, no solo por cuarenta semanas sino por cuarenta años. Esta confirmación los ayudó a perseverar, porque Moisés sabía que Dios iba con ellos.
Dios nos da los mandamientos y tiene todo el derecho de hacerlo. Dios dice claramente: “No cometerás adulterio”. Dios nos da a la Iglesia para que la escuchemos. La Iglesia nos dice: “El adulterio incluye todo acto sexual no realizado con el cónyuge”. Dios nos dice a través de la Iglesia que cada uno de nosotros está llamado a llevar una vida casta y Él tiene todo el derecho de ordenarnos esto y nosotros tenemos la absoluta obligación incondicional de hacerlo. Y si lo conocemos como nuestro Dios y lo amamos como a nuestro Dios, sabemos que lo tenemos que hacer. Pero no llegaremos lejos, porque todo ser humano ha tenido momentos [difíciles], ya sea en relación al sexto mandamiento o a los otros nueve, llegando al punto de decir: “sé que tengo que hacerlo, supongo que es bueno para mí, sé que es mi obligación, pero ¿por qué debería importarme? Si estoy solo, ¿por qué debería preocuparme? Si Dios está lejos, por allá, dándome órdenes, pero nada más... ni siquiera sé si está conmigo o si se dará cuenta; no sé si puedo hacerlo o si quiero hacerlo. ¿Por qué debería importarme, si estoy solo?” Las obligaciones se desvanecen ante emociones tan fuertes como estas. Pero la amistad con el Señor pone nuestras obligaciones en un contexto totalmente diferente. Porque Él nos conoce, nos conoce, nos mira cara a cara, nos habla cara a cara y quiere que le hablemos así, como un amigo le habla a su amigo. Porque cuando le hablamos así, el mensaje es siempre el mismo: “Sí, hay un camino que debes recorrer, será difícil, pero no te preocupes, Yo voy contigo”. Y si Él viene con nosotros, no hay nada que temer. Al fin y al cabo, Él es Dios; es nuestro amigo, pero también es Dios. Y si nuestro amigo es omnipotente y nos dice: “Yo me encargo, todo estará bien” ¡dejen que lo haga! Si nuestro amigo es todopoderoso y quiere ayudarnos, ¡por favor, dejémoslo! Pero solo pedimos su ayuda, solo recordaremos que necesitamos su ayuda, cuando recordamos la amistad a la que nos ha llamado.
Hay otra persona que tuvo una amistad mucho más profunda con el Señor y que a simple vista no se percibe. Esa persona es Job —esperaba que la sala hubiese retumbado con un “¡Oh no! Ese hombre lo pasó fatal”. Y sí, Job la pasó muy duro porque se le quitó todo en un instante: su rebaño, su casa, toda su familia con excepción de su esposa —que no lo dejaba en paz— todos sus hijos y todo lo que tenía. Se quedó sin nada, y cuando pensaba que había sufrido todo lo que podía sufrir, también se enfermó. Y Job, señalan las Escrituras, entristecido maldijo el día que nació, diciendo que hubiera sido mejor no haber nacido en vez de tener que vivir todas aquellas desgracias. Luego aparecen sus “amigos” y se sientan junto a él en silencio por unos momentos, y hubiera sido mejor si el silencio se hubiera prolongado porque luego empezaron una interminable conversación sobre el porqué de todas estas desgracias.
Job, para resumirlo, dijo:
—No hay ninguna buena razón del porqué todas estas cosas están sucediendo. Dios no debe saber lo que está haciendo porque todo esto no tiene ningún sentido.
Y sus amigos le comentan:
—Si todo esto está sucediendo es porque, obviamente, debes haber hecho algo. Tal vez no lo recuerdas o estás en un estado de negación, o estás fingiendo, porque Dios no hace las cosas por hacerlas, tienes que haber hecho algo.
Job insiste:
—No hice nada, todo esto es injusto— Y sus amigos insisten, a su vez, diciendo que sí debió haber hecho algo, y así siguieron sin que la conversación le hiciera bien a ninguno.
No hay nada irrespetuoso, ni blasfemo en la conversación. Job y sus amigos querían ser respetuosos y cumplir la voluntad de Dios y entender su plan. Sentían ese amor por lo divino, esa respuesta a la dignidad de Dios y a su papel como Creador. Pero no era suficiente. Porque mientras se tratara de Dios en el cielo observándonos desde arriba como un juez, nunca entenderían el plan de Dios. Podrían haberlo discutido todo el día —y así lo hicieron— pero la razón por la que estuvieron discutiendo fue porque a ninguno se le ocurrió preguntarle al mismo Dios. Y luego se aparece Dios en el torbellino, sosteniendo una de las conversaciones más divertidas y entretenidas que aparecen en las Escrituras:
—¡Hola Job! ¿te gustaría tener una conversación? ¿Quieres hablar de mi plan? Perfecto. Antes de hacerlo, aclárame algo, ¿fuiste tú quien creó el mundo o fui Yo? No, no, solo quiero asegurarme de que estamos hablando de lo mismo. ¿Cuántas estrellas hay en el universo? ¿Cuán profundo es el océano? ¿Acaso creaste tú las creaturas marinas? Perdón, eso también lo hice Yo. ¿Te consulté antes de crear todo eso? No, no, creo que no, ¿cierto? porque tú no estabas allí en ese momento, ¿o sí? … ¿Job, tienes algo que decir?’
Y Job mira a Nuestro Señor y le dice:
—Señor, tienes razón. Gracias.
El diálogo en las Escrituras es un poco más extenso —obviamente estoy solo parafraseándolo— pero Job tiene que aceptar que Dios está en lo correcto y le agradece. Sin embargo, hay una forma de ver esto que nos puede volver cínicos, si solo vemos a Dios como Dios. Dios descendiendo en el torbellino en toda su majestad y en su intimidante gloria, mirando a Job desde las alturas para ponerlo en su lugar. Sería terrible porque no habría ninguna explicación si Dios solo se apareciera y le dijera a Job que es un tonto porque Dios es Dios y Job no lo es. Pero hay algo en su relación que le permite a Job ver aquello que sus amigos no son capaces ver: lo maravilloso que resulta que Dios, el Creador Omnipotente, quien sostiene el universo y creó las estrellas y sabe cuántas hay; quien creó las profundidades y a las creaturas marinas y creó todo de la nada por medio de su Palabra y sabe todo de lo que hay que saber en el mundo; que Aquél que se ocupa de todo, tuvo como prioridad hablar con su amigo.
— Bien, Job, hablemos. Necesitamos hablar sinceramente. Hay cosas que Yo sé y que tú no sabes. Necesitas saber que mis planes empezaron muchísimo antes de que tú llegaras aquí y que continuarán por mucho tiempo después que ya no estés. No podré explicártelo todo, pero hablemos, ¿qué sucede?
Dios no se le presenta a Job solo con su majestuosidad, se le presenta, más bien, dispuesto a tener una conversación. ¡Y ese es el mayor don! Es todo lo que Job necesita.
Al comienzo de la historia cuando todo se viene abajo, el escritor sagrado dice: «En todo esto, Job no pecó ni dijo nada indigno contra Dios». Estaba sufriendo profundamente, pero confió. No lo entendía, pero confió. Sentía que necesitaba una explicación y no sabía dónde encontrarla, pero aun así confió. ¿Por qué? Porque mucho antes de que todos estos eventos pasaran, Job sabía que Dios era su amigo y Dios habla de él como un amigo. ¿Recuerdan cómo comenzó todo esto en el libro de Job? Esa escena curiosa en que Dios estaba descansando con los ángeles alrededor, sin mucho que hacer, cuando de repente llega Satanás después de haber estado rondando por la tierra tentando a las personas. Dios comienza la conversación diciendo:
—¿Satanás, has visto a mi amigo Job? ¿Has visto lo bueno que es? ¡¿No es increíble?! Es mi amigo, no te pertenece.
Y Satanás le responde:
—Es así solo porque eres bueno con él.
Pero Dios conoce profundamente a Job. Dios sabe que no es solo algo superficial, sino que tienen una fuerte amistad. Sabe que Job no solo es bueno por miedo a ser malo. Que Job no es bueno solo porque ha recibido cosas buenas de Él y quiere que todo continúe así. Dios conoce a Job, son amigos y hace lo que todos los amigos hacen: se jacta de tenerlo como amigo. Y más aún, está dispuesto a poner a su amigo a prueba. Dios hace una apuesta con Satanás.
—Yo conozco a Job mucho mejor que tú. Somos amigos, si quieres pruébalo y verás cómo saldrá victorioso.
Existe un gran y profundo amor ahí. Puede ser difícil explicarlo teológicamente, pero podríamos decir que existe, incluso, un tono de admiración. El Espíritu Santo nos permite percibirlo así desde nuestra perspectiva, una admiración, una amistad auténtica.
—Mi amigo Job es increíble, es genial. Satanás, tú no lo ves, pero yo sí y quiero que sepas cuán magnífico es mi amigo, así que ponlo a prueba como te plazca. Yo estaré con él y todo saldrá bien.
Y es por esto que Job puede salir adelante, permaneciendo santo sin blasfemar contra de Dios, perseverando aun cuando parecía que todo se derrumbaba a su alrededor. Porque, aunque no entiende lo que está pasando en el momento, sabe que son amigos y confía en el Señor, y cuando el Señor se presenta para conversar con él, eso era realmente todo lo que Job necesitaba.
—Está bien, todavía me escuchas, todavía me amas, todavía somos amigos. Está bien. Entiendo lo que me dices, existe un misterio más grande y un plan mayor que va más allá de mi entendimiento. Tienes toda la razón de ponerme en mi lugar, lo merezco. Eso es todo lo que necesitaba. Gracias.
¿Acaso no es eso lo que necesitamos la mayoría de las veces cuando tratamos de hacer la voluntad de Dios? Simplemente saber que Él está allí. Porque, sea lo que sea que nos tiente, ya sea la impureza, el egoísmo, la envidia, o esa necesidad de controlar todo en nuestras familias, o de que cambie la otra persona para no sentirnos avergonzados, para no sentirnos débiles. Sea lo que fuere, esas tentaciones nos convencen de que necesitamos cosas que nunca seremos capaces de alcanzar y las buscamos porque pensamos que es la manera de dejar de sentirnos indefensos o débiles, pero eso nunca funciona.
Se supone que debemos ser castos, no porque la impureza nos haga sentirnos lujuriosos, sino porque la impureza nos hace sentir disminuidos y desvalidos; la impureza significa que algo más tiene control sobre mí. Y es en esos momentos, cuando las circunstancias en nuestras vidas y en las vidas de nuestras familias están fuera de control y nos sentimos débiles y pequeños, que Satanás se acerca para dar el golpe final. Cuando pensamos, “¿cómo salgo de esta fragilidad? ¿qué puedo encontrar que me consuele y me haga sentir fuerte y me que hay algo que puedo controlar, algo de lo que me pueda sostener?” Es allí cuando el Maligno se acerca a nosotros y nos dice al oído: “estás solo, no hay nadie que pueda ayudarte y nadie está escuchando”. Y luego se marcha dejando ese miedo que desgarra el corazón. Pero en realidad se queda allí, mientras comenzamos a pensar, “no quiero estar solo; necesito aferrarme a alguien”. Entonces decimos, “¡ah, aun estás aquí! ¿Qué quieres? ¿Qué debería hacer?”. Las tentaciones, por sí mismas, son difíciles. Cuando olvidamos que Dios es nuestro amigo, las tentaciones son imposibles de superar. Pero si pasamos de respetar y obedecer, nos guste o no, servilmente al Dios que está allá en el cielo observando todo desde Su gloria, a tener una amistad real con Dios, entonces ¿cuál es el mensaje?: Nunca estás solo.
Dios nos dice: “Nunca esperaría que te enfrentes solo al Maligno. Te veo y te conozco y sé lo que eres capaz de hacer si lo hacemos juntos”. Imaginen a Dios en el cielo jactándose de la amistad que tiene con cada uno de ustedes ante Satanás, jactándose de tener un amigo maravilloso del cual Satanás ni enterado está. ¿Qué nos está diciendo Dios?: “te veo y sé que tus fuerzas son limitadas; conozco la fortaleza con la que cuentas. Observo tus batallas y estoy muy orgulloso de ti. No puedes hacerlo todo, pero podemos hacerlo juntos”. Y, a veces, eso es todo lo que necesitamos, una palabra del Señor que nos diga: ‘No estás solo, nunca estás solo. En ningún instante de tu vida he dejado de pensar en ti. En ningún momento de tu vida has estado fuera de mi vista, aunque hayas querido esconderte. En todo momento he estado a tu lado ¡nunca lo olvides! No siempre puedo decirte a dónde nos dirigimos. No siempre puedo explicarte de tal forma que puedas entender, algunas veces tendrás que confiar en lo que hago. Algunas otras veces tendré que decirte cosas que no quieres escuchar, pero lo hago porque soy tu amigo y lo haremos juntos”, dice Dios.
Otra conversación que llama mi atención es cuando Jesús conversa con sus amigos. Se encuentra al comienzo del Evangelio de Juan, es una historia bastante curiosa, la historia del apóstol Natanael, conocido también como Bartolomé. El apóstol Felipe, mi santo patrono, tuvo una entrevista muy breve con el Señor. El Señor lo vio caminando y le dijo: “Sígueme” y Felipe le respondió: “Está bien”. Y Felipe hace lo mismo que hizo el apóstol Andrés un par de días antes. Es lo mismo que todos hacemos cuando conocemos a alguien genial y nos hacemos amigos de esa persona y queremos presentarlo a nuestros otros amigos. Así que Felipe busca a su amigo Natanael y le dice:
—¡Ven conmigo porque lo encontré!—¿Qué encontraste?
—He encontrado al Mesías. —¿De qué estás hablando? — De Jesús de Nazaret.—¿Nazaret? ¿En serio? ¿Nazaret? ¿el pueblito de las montañas donde hablan con acento raro?—Sí, sí es un carpintero.
—¡Oh, un carpintero! —Sí, también es rabino.—Doblemente inútil. ¿Y de Nazaret? Increíble. ¿Cómo puede venir algo bueno de Nazaret? ¿Cómo puede venir el Mesías de Nazaret?
Y Felipe, como buen amigo, no discute, sino que le dice: “ven y compruébalo tú mismo”. Esto no significa que Natanael fuese enseguida, probablemente se tomó su tiempo porque cómo podía venir el Mesías de Nazaret. Y Felipe le dice:
—Bien, voy a ver a Jesús— Y Natanael le contesta:
—Está bien, vamos.
Y cuando Jesús ve a Natanael venir, le dice: —Ahí viene verdadero israelita, un hombre sin doblez. Dice lo que piensa y con franqueza. Es auténtico.
Y Natanael dice:—¿Cómo me conoces?
Jesús le responde:
—Cuando estabas bajo la higuera, te vi.
Natanael conteasta:
—Tú eres el Mesías, el descendiente de David, el Rey de Israel.
Y nos preguntamos, ¿qué significa todo esto? Porque no sabemos a qué se refería Jesús cuando le dijo a Natanael: “Te vi bajo la higuera antes de que Felipe te llamara”. Nosotros no pasamos mucho tiempo bajo las higueras, y no me refiero a las plantas que ponemos en las esquinas de las oficinas, sino a árboles enormes como al que se refiere Juan cuando Jesús habla de la higuera bajo la cual Felipe estaba sentado. En Israel este árbol crece relativamente alto. Las ramas comienzan a salir en la parte baja del tronco y se extienden bastante hacia los lados. Así que si uno está en el desierto y tiene una familia grande y en algún punto necesita un momento de tranquilidad, las higueras son buenos sitios donde encontrarla, porque uno puede esconderse debajo de las ramas, que tienen aproximadamente entre 4 a 8 metros de radio. El lugar ofrece una sombra refrescante y nadie puede ver, a menos que se agachen. Es un buen lugar para rezar.
Por lo tanto, lo que Jesús le estaba diciendo a Natanael es: “cuando creías que estabas solo bajo la sombra de la higuera, orando a Dios, Yo te vi”. Y no se refiere a que Jesús se agachó para mirar por debajo de la higuera. Lo que Jesús quiere decir es: “cuando estabas orando, te escuché. Cuando estabas orando, estabas hablando conmigo”. Y es por eso que Natanael reaccionó de esa forma y fue capaz de creer en la identidad de Jesús y empezó a entender su divinidad. Y quedó deslumbrado ante la realidad de que Jesús es Dios y que Dios está en el cielo escuchando nuestras oraciones y que, desde esa perspectiva divina, Jesús lo vio rezando.
Pero hay mucho más que esto, porque si Natanael era un hombre de oración, y seguro que así lo era, y su oración consistía en mucho más que solo recitar los salmos, ¿qué es lo que Natanael sabía en ese momento que nosotros no consideramos? Que había momentos en los que hablaba y momentos en los que escuchaba. Había momentos en los que le abría su corazón a Dios y momentos en los que Dios le respondía. Y Jesús le dice en ese momento: “esa conversación que tuviste, la estabas teniendo conmigo. Cuando escuchaste una voz en tu corazón y este ardía dentro de ti, era Yo quien te hablaba. ¿Recuerdas lo que te dije? ¿Recuerdas la conversación que tuvimos?”. Es por esta razón que para Natanael fue un momento indescriptible y maravilloso, porque él ya conocía a Jesús en su corazón. No quería conocer al rabino de Nazaret, pero se da cuenta que Él lo conoce, y que él conoce su voz, y que se conocen de antes.
Por tanto, Jesús lo llama como llamó también a los doce, no solo para ser discípulos, sino para ser sus amigos. Él te escucha, te ve y no solo a la distancia. Nuestro Señor Jesús escucha tus oraciones, no solo aquellas que repites de memoria porque se han convertido en rutina, ni solo aquellas que dices en momentos de desesperación porque no sabes a dónde más recurrir. Él lo escucha todo incluyendo los deseos de tu corazón. Él escucha tu llanto en la oscuridad; escucha los gemidos que el Espíritu Santo usa para interceder, para recordarle: “mira está cansado, está rendido, está confundido, nos necesita”. Y Jesús desea encontrarnos en nuestras higueras, en los sitios donde creemos estar solos, para sostener una conversación con nosotros. Él desea entrar en esos momentos y que reconozcamos que está ahí y que le respondamos no con temor, ni con un espíritu de subordinación sino con amistad, con honestidad, con un diálogo auténtico. Arriesguémonos por un momento. Pensemos en esos momentos de oscuridad espiritual y profunda soledad, cuando el hecho de estar solos, de ser ignorados, cuando la necesidad de desagravio, de consuelo no te deja en paz y buscas en bolsillo o en tu escritorio esa maquinita de pornografía que ahora carga la gente [el celular]. O simplemente en tu imaginación. Y después de un momento el Señor se acerca detrás de ti y se aclara la garganta para hacerte saber que está ahí. ¿Y cuál es tu reacción? “¡Oh! Hola, hola… estoy bien… ¿cómo estás tú? Mmm, sí claro…. si todo está bien… mañana iré a misa y ya ahí nos hablamos, ¿está bien? Mmm … dile a tu mamá que le envío saludos …”.
¿Qué es lo que sucede en esos momentos? Nuestras mentes estaban en otro sitio, pero nosotros estábamos en su pensamiento. Se presenta en el momento que más lo necesitamos y le escondemos nuestra vida, le decimos cosas triviales y esperamos a que se vaya. Ese es el momento de decisión, el momento en que Jesús se presenta bajo nuestra higuera y ahí debemos tomar una decisión. Y no se trata solo de la impureza, podría también estar viendo las fotos de mi hijo en Facebook preguntándome cuándo va a reaccionar; o leyendo por enésima vez ese correo electrónico de mis suegros en el que parece que no entienden nada. Sea lo que sea, el punto es que se lo ocultamos, pero ese es el momento decisivo, el momento de decidir si le tengo miedo, o si puedo contar con Dios como mi amigo. Y lo que el Señor nos pide en ese momento es que, en vez de esconderle nuestra vida, nos volvamos hacia Él, confiando en Él como nuestro amigo.
“Sí, esto es lo que ha ocupado mi mente, sí esto es lo que he estado viendo, pero esto es lo que busco y no sé dónde encontrarlo ni estoy seguro de alguna vez haberlo encontrado. Pero si eres mi amigo y conoces mi corazón y sabes lo que estoy buscando y lo que necesito, creo que puedes ayudarme. Necesito que me ayudes, porque si no me ayudas a encontrar lo que busco, sé dónde encontrar algo que se siente un poco como lo que creo que necesito. Y ya no quiero seguir haciéndolo y no puedo parar de hacerlo solo”.
Recurramos al Señor que vino a nuestro encuentro, que vino a tu encuentro; que estaba ahí en el momento en que más lo necesitabas. Dirige tu mirada hacia Él y confía en el Él porque es tu amigo.
El Señor habla de su amistad de manera más directa en la Última Cena con palabras que, a primera vista parecen un tanto fuertes. Primero habla de dar la vida por sus amigos, “Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15, 13). Y por supuesto, los apóstoles saben más o menos que está hablando de dar Su vida por ellos. Y Luego dice: “Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando” (Jn 15, 14). Y dentro de nosotros se despierta ese espíritu adolescente diciendo: “¡Un momento! Primero nos hablas de amor y ahora nos hablas de mandamientos. ¿Qué está pasando? ¿Por qué has cambiado de parecer?” Esto sucede porque hemos olvidado que lo que Él quiere es una relación auténtica con nosotros y toda relación tiene reglas. Si no me creen, olviden su aniversario y veamos qué pasa. Olviden el cumpleaños de su mejor amigo y vean si se enoja.
Toda relación tiene reglas, ya sea que tengan sentido o no para nosotros, que sean aquello que nos haga levantarnos en la mañana y se conviertan en el motor que nos impulse y nos haga sentir seguros y con confianza de hacer lo que el Señor nos pide; o si son solo palabras escritas sobre roca, ajenas a nosotros. Todo depende de si vemos a Dios como un Dios lejano o si vemos a Cristo como nuestro amigo.
Si no tienes una relación con la ley, existen muy pocas probabilidades de obedecer a la ley. Pero si sabes que quien nos otorga la ley lo hace porque no solo te ve, sino que te conoce y te ama, entonces, en ese contexto, diríamos: “¡Claro! Dime lo que quieres y lo haré de todo corazón”. Dime a dónde ir e iré corriendo. Porque sé que vienes conmigo y que siempre me dirás la verdad. Sé que me ves, que me conoces y que estás ahí para mí. Así que puedo hacer lo que me pides y lo hago porque somos amigos y porque estaría perdido sin ti. Y si estas son las reglas que me ayudan a ver dónde estás y dónde no estás, si estos son los límites que has puesto en mi vida para que pueda tener mi libertad sin que me aparte de ti al punto de quedarme solo, entonces puedo obedecer tus mandatos”.
Esto no es lo único que el Señor nos dice sobre la amistad. También nos dice: “Los llamo mis amigos porque todo lo que he oído de mi Padre, se los he dado a conocer” (Jn. 15, 15). No solo nos da los mandamientos y nos envía por nuestro propio camino o nos dice lo que espera de nosotros sin derecho de réplica. Él nos comparte todo lo que ha escuchado de su Padre. Nos dice todo lo que sabe. Nos dice quiénes somos, cómo nos ha hecho, qué significan nuestros cuerpos, qué significa nuestra sexualidad, el significado y el propósito de nuestras relaciones humanas. Nos cuenta porqué sentimos lo que sentimos y nos recuerda que ha puesto esos deseos, esas emociones, las mejores y más puras, en nuestro corazón. Nos cuenta que está atento a nuestros corazones, tanto así que nos muestra Su propio corazón. Nos cuenta que nos ha dado nuestro intelecto, nuestra consciencia y nuestra libertad para usarlos plenamente. Nos dice quiénes somos y cómo hemos sido hechos y, sobre todo, nos dice a quién pertenecemos. Por supuesto, esto nos revela completamente nuestra identidad. “No soy una simple creatura, soy un hijo”. No somos juguetes de Dios, ni esclavos, sino hijos adoptivos de un Padre amoroso, hermanos adoptivos de un Hermano mayor que nos ama de manera incondicional, que dio su vida por nosotros. Jesús quiere que estemos tan cerca de Él que seamos capaces de formar un solo cuerpo, al punto que todo lo que tiene sea nuestro y todo lo que nosotros tenemos esté unido a Él. Nos dice lo que sabe: quiénes somos, de quién somos y hacia dónde vamos.
Nos dice: “tomen su cruz”, porque los amigos nos dicen las verdades importantes incluso cuando son difíciles de escuchar. San Juan Pablo II fue a la Arquidiócesis de Nueva York en 1995 y una de sus paradas fue el Seminario de Danbury—algunos de mis amigos estuvieron ahí. Habló de los retos de las vocaciones y el sacerdocio en el mundo moderno y la plática se tornó un tanto deprimente. El Papa entonces se detuvo y les dijo: “la razón por la que vengo al seminario a hablar de estos problemas, obligaciones y responsabilidades, es porque somos amigos en Cristo y los amigos pueden hablar de temas serios”. Y si Jesús es nuestro amigo, Él nos dice hacia dónde vamos, no a pesar del hecho de que es una cruz, sino porque sabe que la senda ha sido marcada por sus propias huellas y que nunca, absolutamente nunca, nos pedirá que hagamos algo que Él no haya hecho antes, y mucho menos nos pedirá que lo hagamos solos. Él nos ha comunicado todo lo que ha oído del Padre. No existen secretos en nuestra relación con Él y la respuesta a toda pregunta y la solución a todo problema y el alivio a cada temor se encuentra en nuestra relación con el Señor en nuestras conversaciones con Él.
La Última Cena trata sobre el tipo de relación que el Señor quiere con nosotros. Los invito a que lean este pasaje no solo en Cuaresma o Semana Santa, como parte de su meditación, especialmente cuando se sientan solos, cuando no sepan cómo reconectar, cuando no estén seguros qué es lo que Nuestro Señor Jesucristo quiere de ustedes, o qué tiene en mente para sus vidas. Las palabras de la Última Cena fueron escogidas para sus mejores amigos. Ese es el don maravilloso que nos dejan las Escrituras a través del Espíritu Santo. Esas palabras íntimas expresadas a sus mejores amigos están disponibles para nosotros, para leerlas, escucharlas, y entenderlas, porque también han sido dirigidas a nosotros.
El discurso de la Última Cena es la carta de amor de Jesús para ti. Es su ofrenda de amistad para ti y se encuentra entre dos frases muy hermosas. Al comienzo, está sentado en la mesa viendo a sus discípulos, Judas quien lo traicionaría, está ahí. Pedro, quién habría de negarlo, está ahí, y el resto de ellos que también actuó cobardemente, está ahí. Y les dice: “conozco a los hombres que he escogido”. El Señor te conoce, conoce todo sobre ti. Conoce todas las tentaciones que han cruzado por tu mente, todos los pecados que has cometido. Y la frase que Jesús nunca, nunca usa es: “a pesar de”. Jesús conoce a las personas que ha elegido para que sean sus amigos. Él lo sabe todo, y aun sabiéndolo todo te llama, porque te ama y quiere ser tu amigo. Y si todo esto no fuese suficiente, al final de la Última Cena, reza una oración de consagración a su Padre por sus amigos. Y habla sobre los desafíos a los que se enfrentarán y lo difícil que será. Habla también de la responsabilidad que tendrán y el tipo de relación que quiere tener con cada uno de ellos y que quiere que exista entre ellos. Habla de unidad, habla de evangelizar y, casi al final, con un estallido de profundísimo amor de su Sagrado Corazón, mira al Padre y le dice: “Padre, ellos son tu regalo para Mí”.
Ustedes son el regalo de Dios Padre a Dios Hijo. Punto. No porque seamos una obra en proceso de construcción, ni porque estemos haciendo lo mejor que podemos. Tú eres el regalo del Padre a Jesucristo. Él sabe que lo amas como tu Dios. Pero ¿lo amas como a tu amigo? ¿Le permitirías amarte de esa manera? ¿Le darías la oportunidad de enseñarte lo que la verdadera amistad significa? ¿Lo dejarías unirte a su Sagrado Corazón? Eres un regalo del Padre a Su Hijo y en el momento en el que el Hijo de Dios estaba completamente abandonado y dolorido, cuando enfrentaba su Pasión y Muerte, tú estabas en su Corazón y en su mente. ¿Lo amas como Él te ama? ¿Lo amarás como su amigo?
Muchas gracias.