Testimonio de Eduardo: «La virtud de la castidad es un camino alegre cuando se vive en compañía de otros»

 

La virtud de la castidad es un camino alegre
cuando se vive en compañía de otros

Por Eduardo*

 

¡Hola! Soy Eduardo, un miembro muy agradecido del apostolado Courage. Jamás pensé escribir algo sobre mi vida, menos aún escribir sobre un aspecto de ella que se llama atracción al mismo sexo (AMS).

Hace más de una década, «alguien» escuchó mi grito silencioso, cuando estaba muy deprimido en la esquina del interior de un bar.  Ese grito decía: «¡Que alguien me ayude! ¡Dios mío, ayúdame a salir de aquí!».  Buscaba el amor, o lo que yo creía que era el amor, justo donde no lo había; durante más de una década y media, buscaba un hogar, una pareja, un lugar a donde pertenecer.

Puedo decir que ahí empezó todo, un cambio de vida, pero para llegar a ese episodio, quiero compartirles un poco sobre mí, mi caminar, mi vida. Vienen a mi mente recuerdos de mi infancia: era muy feliz en un pequeño pueblo al sur de mi país.   Era el segundo hijo de mis padres, pero el primero que logró vivir.  Mi familia estaba integrada por mi papá, mi mamá y mi pequeño hermanito.   Todo en mi vida era una fiesta, era un niño alegre, juguetón, fotogénico y muy confiado.

Mis padres trabajaban para sostener a nuestra pequeña familia, fue una época que disfruté durante mucho tiempo y hace mucho no lo recordaba, pero poco a poco han resurgido en mi mente y corazón con la ayuda de Dios y del trabajo personal que he realizado. Sin embargo, fue quizá a la edad de 4 o 5 años, cuando todo cambió y empezó lo que yo llamo «días de dolor y oscuridad» en mi vida.

Mi madre era una mujer muy generosa y ayudaba mucho a la gente con necesidades.  En esa época le dio cobijo a un familiar cercano para que estudiara en nuestro pueblo.  Un día ese familiar me pidió que lo acompañara al sótano para jugar, y sí, fue ahí, ese día, hora y lugar en donde empezó todo.  Fui vulnerado, violado; ese episodio me quedó tatuado en el alma y sin saber cómo, aprendí a ser cómplice del silencio.  Dentro de mí algo se rompió y el miedo a hablar empezó. Por primera vez en mi vida ese día me sentí sucio, culpable y mi alegría natural se desvaneció.

En esa época, mi padre se fue de la casa, para tener mejores oportunidades para nosotros, pero cuando regresó, las cosas ya no fueron igual, retornó con la fragilidad del alcoholismo y ya no pude sentir una conexión con él.   Me sentía sucio, indigno y con mucho miedo hacia él.  En mi caso puedo decir, que la AMS surgió ahí, buscaba desesperadamente el pertenecer a mi familia, a mí mismo, pero me daba miedo hablar por el castigo que pensaba que me darían mis padres, yo me sentía culpable de algo que no comencé.

Para mí se volvió una necesidad el buscar un amigo en quien volcar mi necesidad de afecto y de atención.   Por razones económicas fui cambiado de escuela, donde un niño hipersensible como yo y con AMS, era carne de cañón para los niños que me hacían bullying a mí y a otros niños como yo, ya que no jugaba con ellos, no decía groserías, no peleaba y era educado. En mi nueva escuela no tardé mucho en volverme el blanco de burlas y maltrato, en especial por parte de un niño. Ahí empecé a comprender que las palabras hieren y lastiman profundamente, palabras como «puto», «maricón», «choto», me lastimaban hasta el fondo de mi alma, porque sentía que era verdad, que respiraban mi verdad y que no era capaz de ocultarlo, que yo … era un niño homosexual.

Mi madre me enseñó la fe católica, y por cosas que leía o escuchaba, sabía que Dios castigaba a los pecadores como yo, era uno de ellos, recuerdo que desde que tenía 10 años, hacía promesas, pedía, suplicaba, para que esa atracción a mis pares varones se me quitara, pero nada funcionó, simplemente Dios no me escuchaba.  Inclusive, en algún momento me atreví a emitir votos de castidad, pobreza y obediencia, para no condenarme.

La enfermedad de mi padre iba en aumento, así como la neurosis de ambos, la etapa de la primaria fue muy dura.  Sin embargo el cariño de una tía y su protección, me ayudaron mucho en ese tiempo, pero eso no impidió que experimentara desde muy pequeño depresiones -algunas fuertes- y también un sinsentido de la vida misma.

Siempre sentí una inclinación hacia la vida espiritual y pensé siendo niño, que algún día podría ser un consagrado, pero tenía en claro que no debía cometer actos homosexuales y como había sucedido todo lo que les comento, no podía ser consagrado y esa siempre fue mi ilusión.

Cuando entré a la secundaria y la preparatoria, muchas cosas cambiaron. Cuando inicié el primer año, conocía a un chico que me llamó la atención, no para cometer actos homosexuales, si no para que fuese mi amigo.  Sin embargo, fui mal interpretado, de verdad deseaba tener un amigo, un confidente, pero con el tiempo esa amistad se perdió.  Después, alrededor de los 13 años, me empecé a juntar con los chicos más populares de la escuela y me sentí aceptado.

Me he dado cuenta de que gran parte de lo que me afecta es sentirme aceptado por las personas, especialmente a las que admiro por alguna razón.  No sé por qué también siempre me sentí feo y trataba de compensar eso juntándome con los más populares, que también me hacían bullying, pero con todo esto me aceptaban y eso era bueno para mí. Aunque la felicidad no era completa, por lo menos no pasaba desapercibido y me sentía acompañado.

Cuando faltaba un año para graduarme de la preparatoria, el silencio y la fragilidad de mi papá me produjo un shock nervioso, fue entonces cuando por primera vez fui tratado por un psiquiatra, sin embargo, no le pude decir lo que sentía.   Visité otros médicos, uno de ellos me inyectó hormonas, per lo único que pasó es que mi voz se hizo más grave y me salió más bello facial.

Durante este tiempo recurrí a todo lo que estaba a mi alcance, desde oraciones de sanación, retiros y hasta espiritualistas, todo en silencio, sin decir nada en casa.  Al fracasar en mis intentos por buscar paz, le pedí a mis padres estudiar en la universidad en otra ciudad y lo logré.  También quise intentar tener una novia y desgraciadamente me rechazó.  Un día en mi nueva ciudad, confundí un cine con una iglesia y al entrar esperaban a la última persona para dar un retiro para jóvenes y ese fui yo,  así que entré a ese retiro por «casualidad».

Ahí hice nuevos amigos, tuve una comunidad y me sentía bien; hasta que un chico se me acercó, me brindó su amistad y me invitó a su casa de campo.  Desgraciadamente tuvimos una relación de estupro, con tocamientos -de nuevo en el bache-  una vez más me sentí igual.  Los problemas siempre se van en la maleta.

En ese tiempo vi una película llamada “La Misión” y pues me gustó tanto que me fui de misionero, mis padres no estaban nada de acuerdo con esto, pero me fui.  Solo estuve seis meses, me apegué mucho a un compañero, sin sexualizar la relación, pero cuando compartí que ‘tenía homosexualidad’, me invitaron a salir, me dijeron que guardara mi vocación en una caja y que durante unos años la volviera abrir para ver que quedaba de ella.  Sinceramente, sí quería ser un consagrado a Dios, pero mis heridas ahí estaban, pedí ayuda, pero no la recibí, deambulé buscando ayuda, pero siempre salía lastimado.

Viví la castidad durante casi 10 años, de verdad quería ser consagrado, pero cuando mis amigos se empezaron a casar, me quedé solo y otra vez viví una fuerte depresión que me hizo ir a una clínica católica.  Fui a varias citas hasta que el psiquiatra me propuso que decidiera lo que tenía que hacer, me sentí orillado a conocer el ambiente gay,  y con muchísimo miedo busqué a alguien gay.   Recuerdo que con el rosario en la mano entré por primera vez a un club gay.  Tenía 28 años, ese mundo me atrapó desde el primer día.

Sentí que ese era mi lugar, pero muy en el fondo, también sentí que ahí no era mi lugar, que no estaba bien, pero acallaba esos pensamientos con las bebidas y el glamour de esos ambientes.

Me convertí en un socialité, todo el mundo me conocía, era amigo de gente con muchas posibilidades económicas y con mucha influencia en todos los medios—político, social, cultural, etc. Pero siempre había algo que extrañaba: la relación con Dios.  Muchas veces iba a Misa y me quedaba en la puerta porque sentía que no podía entrar, algunas veces era tanta mi necesidad, que comulgaba, e incluso algunas veces alentado por gente que lo hacía del mismo medio.   Afortunadamente, pude confesarme de este pecado. Un día traté de confesarme, pero experimenté uno de los dolores más fuertes que un católico puede experimentar.  Fui corrido del confesionario.  ¡Cuánto deseé un consejo, una palabra de aliento! En fin, fue doloroso.

Fueron 14 años de vida activamente gay.  Fue un gran peregrinar, en esa búsqueda de  una iglesia que me recibiera. Conocí a los pentecostales gay, a la iglesia “católica” gay, a  Hare krishna, a los budistas, etc.  En fin, a veces solo me acercaba a la verdadera iglesia católica, tratando de que algo sucediera pero el miedo a pedir ayuda en este tiempo de mi vida me paralizaba.

Durante un tiempo, me di cuenta de que para tener el valor de entrar a un antro gay tenía que estar alcoholizado.  En ese tiempo entré a un grupo de AA, no tanto por el alcohol, sino por la compañía de personas homosexuales que asistían a ese grupo y así sentirme acompañado, sin la necesidad de buscar fraternidad en lugares donde lo principal era buscar sexo.   Debo reconocer que aprendí mucho sobre los 12 pasos, y que me respetaron en lo que yo pensaba acerca de lo que yo quería muy en el fondo de mi vida, que era vivir según los mandamientos de la Iglesia católica.  Para quines estén leyendo esto, deseo de corazón que encuentren lo que Dios me regaló en el apostolado.

Desarrollé una adicción galopante al sexo, que me hacía mal en todos los aspectos de mi vida, empecé a pensar que quizá tenía que hacer algo diferente para tener una pareja estable.   Lo intenté, pero nunca pude ser fiel, entre otras cosas porque trataba de alejarlos, algo me decía que eso no estaba bien.

Un día una de mis empleadas, me invitó a ir a una iglesia, donde llegarían los restos de Don Bosco, yo no lo conocía mucho, pero era una esperanza de acercarme a la iglesia.  Fui y después de muchísimo tiempo sentí la necesidad de confesarme, pedí la confesión con algo de miedo, no quería ser corrido otra vez del confesionario. Me confesé.  Poco a poco me fui alejando del mundo gay, me ayudaron mucho los consejos de los sacerdotes que me confesaban, iba muy seguido a esa iglesia, encontraba mucho afecto y respeto, por parte de los confesores.

En ese tiempo recordé que cuando era joven un amigo me invitó a su casa para que acompañara a unas chicas que habían llegado de un país lejano, solo para que conocieran a jóvenes de mi ciudad. Una se llamaba María y estaba con una amiga, ambas me dijeron que venían de Medugorje.

Todo esto lo recordé en un tiempo donde no me encontraba bien de la vista. Y pensé: si me voy a quedar ciego, quiero ir a ver con mis propios ojos lo que me decían de Medugorje.  Así que con mucho miedo me fui solo a Europa y llegué a Medugorje.  Créanme que no vi nada extraordinario, pero si me pasó algo especial.  Cuando estaba en el cerro de las apariciones, experimenté una paz difícil de explicar, me encontré a un sacerdote, el único que hablaba español, más duro con los pecados, pero misericordioso con el pecador.  Escuchó mi confesión y me dio la unción de los enfermos dentro de la misa.  Ahí me dije a mí mismo, no quiero volver al mundo gay.  Pero, ¿a dónde voy?

Un día entré a Facebook y encontré una publicidad de Courage, la verdad me gustó el logotipo, me llamó la atención e intenté llamar varias veces sin éxito, hasta que pude contactar a alguien del apostolado y tener mi primera cita.  No fue nada fácil que me aceptaran, no creían que un hombre como yo, «fresa», vanidoso, pudiera tener recta intención de entrar al apostolado.

Sin embargo,  en una reunión fuera del apostolado, al cual no me habían aceptado todavía, conocí a los organizadores del Congreso Anual de Courage Latino, así que me aparecí ahí. Cuando pienso en esto, me recuerda mucho a la mujer de las Sagradas Escrituras que pedía ayuda a Jesús para curar a su hija, «los perritos también comen de las migajas que caen de la mesa de los amos».

Llegué al congreso y para mi sorpresa, fue en el mismo seminario que hacía 20 años o más había abandonado. Me entrevisté con un padre, que a la vez me dijo que hablara con el padre fundador de Courage Latino.  Después de ese diálogo, me acogió en su capítulo y ahí empezó más y más el cambio de vida.  Él es como un padre para mí, ya casi cumple 90 años.  Este sacerdote fue y es la mano de Dios a ese grito silencioso, que pedía desesperadamente ¡sáquenme de aquí!

Conocí las metas de Courage, los pasos, las enseñanzas del apostolado, comprendí que un capellán de Courage es un verdadero padre espiritual. Durante más de 10 años he continuado en Courage, con subidas y bajadas, pero con la seguridad de que Dios me puso ahí para ayudarme y conseguir el precioso don de la castidad.  Siempre sé, que el caer puede ser una opción, pero levantarse es una obligación.  La vida sacramental me sostiene.

Perdí a mis antiguos amigos, me dejaron de buscar; ahora tengo otros: mis hermanos de Courage, quienes me ayudan a vivir intensamente el catolicismo.

Me volví un asiduo peregrino de Medugorje, devoto del amor a la Virgen María, interesado por conocer más mi fe y saber que si caigo, me tengo que levantar de prisa, porque es terrible estar lejos de Dios.  Recuerdo que uno de los últimos «antros» (club gay) que conocí se llamaba «Las puertas del infierno». El apostolado Courage me ha ayudado a no acercarme más a esas puertas y no alejarme de Dios. Hace poco escuché una frase que decía «no hay santo sin pasado, ni pecador sin futuro», eso a mí me llena de mucha paz.

Sigo teniendo defectos, me cuesta rezar el rosario, pero intento hacerlo lo más frecuentemente posible.  Amo la Eucaristía y el sacramento sanador de la Confesión. Courage me invita a vivir la castidad libremente. Vivir esta virtud es un camino alegre cuando se vive en compañía de otros que, como yo, buscan al Señor.  Hay muchísimas cosas que quisiera contarles, pero quiero ser breve. Siempre estaré a la disposición de quien necesite y quiera apoyo para vivir una vida casta.

Sé que tengo un gran tesoro en la experiencia de mi vida. Espero algún día escribirla, no por vanagloria, pero si para ayudar a otros, si Dios así lo permite, porque a final de cuentas, nada es imposible para Dios.

Agradezco a todos los capellanes, a mis hermanos de apostolado, gracias por decirme las cosas en las que debo avanzar y las cosas que debo seguir haciendo.  De nuevo gracias por orar por mí.  Un abrazo fuerte a todos.

Eduardo

*Por un motivo de confidencialidad, el miembro de Courage que escribió este testimonio, utilizó el pseudónimo Eduardo.