La vida cristiana como acción de gracias
La vida cristiana como acción de gracias
Por Yara Fonseca*
Normalmente, no me gusta escribir en primera persona, sin embargo, en esta ocasión me siento inclinada a hacerlo, pues recogiendo mis propias experiencias, he tenido la gracia de descubrir que, entre los muchos dones de la vida cristiana, la gratitud es uno de los más especiales.
Quisiera compartir la amistad espiritual que tengo con Monseñor Alcides Mendoza Castro (1928-2012), quien fue arzobispo emérito del Cuzco en el Perú. Fue ordenado obispo a fines de los años 50, convirtiéndose en el obispo más joven de su generación y entre los participantes del Concilio Vaticano II. Esta amistad se desarrolló durante los últimos cuatro años de vida de monseñor Alcides, brindándome la oportunidad de ser testigo de un testimonio de cristianismo maduro y lleno de convicciones profundas.
Muchas veces le escuché decir que “el peor pecado es la ingratitud”. Confieso que me quedaba pensando y tratando de entender qué quería decir, pues definitivamente no era una afirmación sacada de manuales de teología moral. Era como una certeza honda que salía con fuerza de su voz anciana y que me hablaba de que ésta era una sabiduría madurada durante toda su vida ministerial.
Tenía la costumbre de participar en la misa dominical y desayunar en su casa. En uno de esos encuentros en los días del Señor, le pregunté: por qué decía esto, de dónde venía tanta certeza. A lo que recibí una respuesta muy directa: he visto muchas veces que quien es ingrato es capaz de las peores barbaridades.
Para mí fue como una de aquellas respuestas cortas y contundentes que quedan grabadas en algún lugar de la memoria, indicando que aquí hay una verdad espiritual que se me presentaba como una clave para mirar la vida. Con los días, me hice la idea de que la afirmación contraria es totalmente cierta. Si mi amigo Alcides dice que la ingratitud es como la semilla de cizaña que malogra el corazón, bien podríamos dar la vuelta y decir que la gratitud es trigo sembrado en el alma y que promete cosecha abundante de virtudes y buenas obras.
La vida cristiana es gratitud, es acción de gracias que brota de la experiencia de ser alcanzados por Dios, quien nos amó primero (1Jn 4,19). Quien se sabe amado de modo inmerecido, encuentra en esta misma sobreabundancia, la fuerza que lo impulsa a responder al amor con la donación libre de toda su realidad personal: afectiva, volitiva e intelectual.
La persona que se sabe creada, redimida y llamada a una nueva vida en Cristo posee un tesoro interior que le hace unirse al salmista que proclama: «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?», (Salmo 115, 3).
Bien sabemos que nuestra fe profesa a un Dios que no pide nada a cambio por su amor, es un Dios que se dona y ama en libertad. Las palabras del salmista no están hablando de un pago similar al que ocurre en las interacciones humanas, sean estas afectivas, económicas o políticas. Se trata de una nueva lógica, de una sabiduría espiritual. Cuando tenemos la gracia de reconocer tanto amor recibido de manera inmerecida, simplemente queremos amar. No es pagar una factura, lo que además sería imposible, porque fuimos salvados a precio de la Sangre de Cristo (1Pe 1, 18-19). Es correspondencia, es agradecimiento.
San Ignacio de Loyola, en la conclusión de sus ejercicios espirituales, hace una invitación a darnos cuenta de tantos bienes recibidos gratuitamente y concluye con la conocida Contemplación para alcanzar amor que expresa este sentido.
Tomad, Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer; Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno; todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad; dadme vuestro amor y gracia, que ésta me basta.
¡Todo es vuestro! Y lo que es Suyo, nos lo ha regalado porque nos ama. Cada corazón, cada uno de nosotros, en el silencio de las propias decisiones, necesita ponerse ante este amor y elegir cómo quiere responder, o mejor, cómo quiere corresponder.
La gratitud a Dios es trigo bueno que produce frutos en nuestras relaciones humanas. Es como una virtud que orienta nuestra relación con Dios y desde ahí nuestros vínculos interpersonales. En el árbol de la gratitud a Dios, podemos cosechar humildad, mansedumbre, magnanimidad, perdón, compasión hacia el otro, generosidad, paciencia; en fin, podemos adquirir una nueva sensibilidad para mirarnos a nosotros mismos y al prójimo.
* Yara Fonseca es consagrada de la Fraternidad Mariana de la Reconciliación y reside en Brasil con su comunidad.