Jubileo de Namugongo: lecciones de nuestros santos patronos

Author: P. Philip Bochanski

Jubileo de Namugongo: lecciones de nuestros santos patronos

P. Philip Bochanski
Conferencia Anual Courage y EnCourage 2014,
Universidad Villanova, Filadelfia, EE.UU.

 

En Filadelfia siempre concluimos nuestras reuniones de capítulo con la oración del Memorare y una pequeña letanía de los santos. Algunos de estos santos fueron mártires por defender la castidad, como San Juan Bautista o Santa María Goretti. También invocamos a San Agustín, quien durante su vida se esforzó por vivir la castidad, y a Santa Mónica, su madre, cuyas fervientes oraciones lo ayudaron. Pedimos, incluso, por la intercesión del joven Beato Pier Giorgio Frassati, modelo de castidad, amistad santa y masculinidad auténtica. Pero hay un nombre en la letanía que siempre me intrigó, San Carlos Lwanga.

Invocamos a San Carlos y a sus «compañeros» porque son los santos patronos del apostolado Courage pero, al preguntar, parecía que nadie sabía de ellos más allá de una vaga referencia a su biografía y al hecho de que prefirieron el martirio antes que ceder a los deseos homosexuales del rey. Fue así que me propuse leer todo lo que encontrara sobre ellos y lo que aprendí me sorprendió mucho.

Los 22 mártires de Uganda, algunos de ellos entre los 14 o 16 años de edad, dieron un testimonio impresionante de fe, caridad, castidad y muchas otras virtudes. Su historia comienza en el reino de Buganda, una de las partes más antiguas y pobladas de lo que ahora es la nación de Uganda en el este de África.

Los primeros europeos que llegaron a la zona fueron los exploradores británicos John Hanning Speke y James Augustus Grant, que buscaban el nacimiento del Río Nilo. Cuando llegaron a Rubaga, la capital del reino, en 1862, se encontraron con una sociedad impresionantemente organizada, con muchos clanes y jefes locales centrados alrededor del rey, conocido como el kabaka, y su corte.

El kabaka Mutesa I causó una gran impresión en sus visitantes. Además de alto y majestuoso, era también excepcionalmente inteligente; su nombre real, Mutesa, significa «aquél que es sabio en el consejo». Aparentemente, sus súbditos lo querían y le obedecían sin dudarlo. En la ley y la tradición del reino estaba totalmente prohibido cuestionar las órdenes del rey y la desobediencia se castigaba con una rápida ejecución pública.

El segundo hombre más poderoso en el reino era una especie de combinación entre un canciller y un primer ministro, conocido como el katikiro. La familia real estaba conformada por docenas de esposas y decenas de niños. Innumerables ministros y asistentes, incluyendo cientos de pajes reales supervisados por el mayordomo del palacio, se encargaban del servicio de la casa real.

La religión nativa de Uganda era monoteísta. Adoraban a Dios bajo varios títulos como Maestro, el Señor de los cielos y “Katonda”, el Creador. Las bendiciones diarias sobre el hogar y la familia, así como la veneración de los ancestros, formaban parte importante de la vida religiosa del lugar. Alrededor del siglo dieciséis, los inmigrantes llegados al reino introdujeron la adoración de varios dioses falsos junto con profetas y médiums que trataban de influenciar a la corte real.

En la segunda mitad del siglo XIX, los mercaderes árabes se abrieron camino desde la costa este hasta la corte del kabaka Mutesa, trayendo consigo el islam. Mutesa les dio una calurosa bienvenida pero nunca se convirtió al islam.

Los exploradores ingleses le explicaron el cristianismo a Mutesa y, con su consentimiento, escribieron a Inglaterra pidiendo misioneros dispuestos a ir a Buganda. El primer grupo de anglicanos de la Sociedad Misionera de la Iglesia llegaron a Rubaga a finales de junio de 1877.>

Cerca de un año después, se les unieron cuatro miembros de la «Sociedad de Misioneros de Nuestra Señora de las Misiones Africanas», conocidos comúnmente como «los Padres blancos». El padre León Livinhac —posteriormente vicario apostólico para la región y superior general de su orden, lideraba el pequeño grupo. Iba acompañado del padre Ludovic Girault, el padre Leo Barbot, y el padre Simeón Lourdel, quien se adelantó durante el viaje y fue el primero en llegar al reino.

Parecía que el kakaba Mutesa disfrutaba escuchar al padre Lourdel, a quien a menudo se refería como «Mapera» —su versión de «mon pere» («mi padre» en francés). Disfrutaba, en especial, enfrentar al padre Lourdel con Alexander Mackay, el ministro presbiteriano que encabezaba el grupo de misioneros británicos, pidiéndoles a ambos que le explicaran algún punto de la doctrina y a menudo solía decirle a Mackay que deseaba que Mapera lo bautizara.

Sin embargo, en realidad, la principal preocupación de Mutesa era siempre la seguridad de su reino y su gente y por lo regular, los asuntos políticos tenían prioridad sobre los religiosos. A veces parecía acercarse a los misioneros católicos, luego a los protestantes y después parecía que se iría con los musulmanes —dependiendo de qué poder empírico, francés, británico o turco, consideraba que ponía su gobierno en riesgo.

Al final, Mutesa nunca se convirtió al cristianismo ni al islam, pero permitió que «los Padres blancos» evangelizaran en su reino, lo que comenzó en Rubaga. Con el tiempo, el kabaka impuso una restricción importante: debían limitar sus enseñanzas y evangelización únicamente a los miembros de la casa real. Esto, presuntamente, con la intención de tenerlos bajo supervisión y que el rey pudiese intervenir, si era necesario, para mantener las cosas bajo control.

En realidad, los niños y los jóvenes que servían como pajes y sirvientes en el palacio real se habían interesado mucho en las conversaciones entre el Kabaka y el padre Lourdel. Cuando fue evidente que Mutesa no podía decidirse entre las religiones, sintieron que debía tratarse de algo realmente importante para haber llevado a su rey todopoderoso a tal disyuntiva. Una vez que se les concedió el permiso, acudieron inmediatamente a los Padres blancos para que estos los instruyeran en la fe.

Cuatro catecúmenos recibieron instrucción juntos en 1880 y fueron bautizados en abril y mayo de 1882. Eran sirvientes importantes del rey, quienes después se convertirían en líderes entre los mártires. Los primeros dos servían directamente en la casa real.

José Mukasa tenía cerca de 14 años de edad cuando comenzó a servir como paje en el palacio real. Al poco tiempo causó una gran impresión en el mayordomo del palacio, quien luego lo llevó a servir en los departamentos privados del kabaka. Alrededor de los veinte años, se unió a la instrucción como catecúmeno y fue bautizado por el padre Lourdel en abril de 1882.

El mejor amigo de José Mukasa era Andrés Kaggwa, aproximadamente cinco años mayor que él. Cuando era niño, Andrés había sido musulmán, sin embargo, fue capturado como esclavo en uno de los reinos aledaños a Buganda. Fue llevado al palacio como sirviente, donde su carácter alegre lo hizo popular entre los pajes reales. Cuando los exploradores europeos trajeron tambores a la corte, Mutesa hizo que varios de sus pajes, incluido Andrés, tomaran clases para aprender a tocar.

Andrés tenía cerca de 25 años cuando fue recibido como catecúmeno. José y él fueron bautizados el mismo día en 1882. Por ese mismo tiempo, Andrés fue ascendido al puesto de Mugowa, maestro de la banda militar de la casa real.

Los otros dos miembros del primer grupo de catecúmenos servían a uno de los consejeros más cercanos del rey, el jefe de la comarca Ssingo, que quedaba a doce horas de viaje a pie desde Rubaga. Matías Kalemba fue capturado y vendido al jefe de Ssingo cuando era un niño pequeño. Como creció en la casa del jefe, Matías se convirtió en un miembro muy querido de la familia y se le confiaron responsabilidades cada vez mayores. Cuando se convirtió en un joven, se le puso a cargo de todo el servicio de la casa del jefe y se le dio el título de «Mulumba».

Tradicionalmente, el jefe de Ssingo tenía la responsabilidad de construir y reparar las moradas en el palacio real, fue así como Matías entró en contacto con los Padres blancos cuando iba a supervisar la construcción de sus casas en Rubaga. Tenía cerca de 45 años en ese tiempo.

Matías fue bautizado el mismo día de mayo de 1882 que Lucas Banabakintu, otro sirviente del jefe de Ssingo. Lucas vivía en una pequeña propiedad que le había dado el jefe cerca de Ssingo y era responsable de supervisar a los sirvientes que vivían fuera del recinto del jefe. Escuchó de la fe a través de su amigo Mulumba y recibieron la instrucción juntos.

Una vez bautizados, estos cuatro hombres distinguidos ayudaron a los padres a preparar a otros para recibir la fe y formaron dos centros de evangelización en torno a ellos. Cuando los padres se sintieron obligados a dejar Buganda, en 1883 (a causa de su mala salud, así como por las amenazas de los musulmanes, cada vez más hostiles ante su misión), los cuatro se convirtieron en los líderes de los católicos en Rubaga y Ssingo. En ese tiempo había cerca de 150 católicos en la casa real en varios niveles de formación.

Carlos Lwanga entró al servicio del jefe de Kirwanyi (que vivía aproximadamente a 132 kilómetros al noreste de Rubaga). Cuando su jefe fue nombrado jefe de Kitsea, cerca de Ssingo, Carlos y el resto de los sirvientes lo acompañaron. A menudo, el jefe enviaba regalos de ganado y productos agrícolas al kabaka, y los dos sirvientes encargados de llevar los regalos visitaban frecuentemente a los Padres blancos, quienes les enseñaban sobre el cristianismo.

De regreso en Kitsea, estos sirvientes compartían lo que habían aprendido con el resto de la servidumbre, incluido su amigo Carlos Lwanga. Aunque tenían que mantener estas lecciones en secreto, Carlos quedó muy impresionado con sus enseñanzas. En 1884, Carlos fue enviado a la capital para servir en la casa del kabaka, donde fue designado para supervisar a los pajes de la gran sala de audiencias. En este puesto, se reportaba directamente con José Mukasa y ambos trabajaban juntos, no solo organizando el trabajo de los pajes, sino también instruyéndolos en la fe. Tenía cerca de 24 años de edad en ese tiempo, casi la misma edad de José Mukasa.

El kabaka Mutesa murió en octubre de 1884 y fue sucedido por Mwanga, uno de sus muchos hijos. En el momento de su ascenso al trono como Mwanga II, el trigésimo primer kabaka de Buganda, tenía 18 años de edad, tan solo unos años más que la mayoría de sus pajes. Mwanga se enfrentó a la misma situación que su padre respecto a los exploradores europeos y compartía la misma preocupación que su padre sobre el resguardo de sus fronteras y la vida de su gente. Sin embargo, no compartía su sensibilidad política ni su paciente prudencia. Algunos reportes de ese tiempo describen a Mwanga como «nervioso, desconfiado, voluble» y propenso a arrebatos de ira y pasión.

Como príncipe, Mwanga había sido amigable con los misioneros católicos y había enviado a muchos de sus sirvientes para que fuesen instruidos por ellos. Cuando partieron en 1883, el padre Lourdel le dijo a Mwanga que regresarían cuando él fuera kabaka. El padre Lourdel regresó en julio de 1885 acompañado por el padre Giraud y un hermano lego, y fueron recibidos con gran algarabía en el camino por un grupo de guardias reales y numerosos mensajeros con regalos. Fueron al palacio, donde fueron recibidos con alegría por el mismo Mwanga.

Tristemente, este sentimiento favorable hacia los cristianos no duró mucho. Mwanga comenzó a tornarse hostil hacia los sirvientes católicos, especialmente hacia José Mukasa, motivado por dos influencias. El segundo del rey, el katikiro o canciller, había planeado un golpe de estado sin éxito a principios de 1885. José Mukasa advirtió al rey sobre la conspiración, por lo que Mwanga llamó al katikiro para decirle que sabía todo sobre sus planes. El katikiro fue humillado y tuvo que rogar por su vida y más aún por su puesto. Mwanga ascendió a Mukasa al puesto de mayordomo y decía abiertamente que lo nombraría como su siguiente canciller. Decir que el katikiro le guardaba resentimiento a Mukasa es poco.

Además, algunos reportes de ese tiempo indican que Mwanga practicaba actos homosexuales con sus pajes quienes, como ya mencionamos, eran adolescentes como él, de su misma edad o un poco menores. Es difícil determinar qué tanto tenía que ver esto realmente con la atracción al mismo sexo o con una intoxicación de poder y placer como consecuencia de ser monarca absoluto a la edad de 19 años. Con el paso del tiempo, Mwanga tuvo dieciséis esposas y fue padre de al menos diez hijos. De cualquier forma, el katikiro lo alentaba a seguir con esas prácticas, mientras que José Mukasa hacía todo lo posible para alejar, al menos a los pajes cristianos, de las insinuaciones del rey, y le expresaba en privado al rey su repulsión sobre esta situación.

En 1885 José se enfrentó abiertamente con el kabaka. En septiembre de ese año, el obispo anglicano James Hannington anunció su intención de presentarse al rey. Aun en contra del consejo de su guardia militar, el obispo Hannington decidió entrar al país, no a través del lago, como era costumbre, sino por tierra, a través de Bugosa, al oeste de Buganda. Una profecía pagana que decía que una maldición llegaría a Buganda de Bugosa, aunada a la paranoia y desconfianza natural de Mwanga respecto a los extranjeros, lo convencieron de que la llegada del obispo era el pretexto para una invasión británica.

Incitado por el katikiro, Mwanga envió a sus soldados para interceptar al obispo y sus acompañantes y para ejecutarlos si intentaban entrar al reino. Cuando José se enteró, el 25 de octubre, confrontó al rey cara a cara en presencia de varias de las princesas y pajes. Mwanga estaba furioso y lo mandó lejos.

El 11 de noviembre, el padre Lourdel fue con el rey, junto con los misioneros anglicanos y le rogó que no matara al obispo Harrington, pero ya era demasiado tarde — tanto el obispo como sus acompañantes habían sido asesinados el 29 de octubre. El rey enfureció de nuevo y exigió saber quién le había informado de sus planes. Le gritó al padre Lourdel y amenazó con matar a todos los misioneros. Después de un par de horas los dejó ir.

En los días posteriores, el padre Lourdel bautizó a todos los catecúmenos que estaban listos, pues no sabía hasta cuándo le sería permitido estar con ellos. Cerca de la mitad de los 22 mártires católicos fueron bautizados entre el 15 y el 17 de noviembre de 1885.

Durante los siguientes tres días, Mwanga estuvo molesto por esta confrontación. Sus quejas contra Mukasa por sus enfrentamientos pasados lo convencieron de que José era el traidor en la casa real que había informado a los misioneros sobre sus planes. En la mañana del 14 de noviembre llamó a Mukasa y lo reprendió, durante casi toda la noche, por su supuesta falta de lealtad. A la mañana siguiente, José, bastante sobresaltado, se dirigió a la misión católica a donde iba a misa y recibió la comunión de manos del padre Lourdel. Poco después, tras volver a casa, fue llamado nuevamente al palacio.

Mwanga había reunido a sus jefes y consejeros y les preguntó lo que debería hacer respecto a José Mukasa. Alentado por ellos, especialmente por el katikiro, decidió condenarlo a muerte. Ordenó que lo quemaran vivo y los verdugos lo sacaron de inmediato y comenzaron a armar la hoguera. Conociendo la naturaleza impulsiva del rey, se tomaron su tiempo con la esperanza de que Mwanga cambiara de opinión, pero al poco tiempo llegó un mensajero del katikiro para asegurarse de que se llevara a cabo la sentencia.

Hasta el final de su vida, José Mukasa mostró su preocupación por su viejo amigo y señor. Sus últimas palabras fueron tan compasivas como duras:

«Digan al kabaka Mwanga, de mi parte, que me ha condenado injustamente, sin embargo, lo perdono. Pero que se arrepienta, porque si no lo hace, yo seré su acusador ante el trono de Dios».

Sus verdugos pusieron a José en la hoguera y cortaron su garganta, luego quemaron su cuerpo hasta las cenizas. El primero de los mártires de Uganda murió la mañana del 15 de noviembre de 1885. Carlos Lwanga fue bautizado al día siguiente y, como supervisor de los pajes, tomó el rol de José Mukasa como líder de los catecúmenos en el palacio. Al día siguiente, Mwanga canceló todos sus compromisos en la corte y llamó a todos los pajes que habían servido bajo la dirección de Mukasa. Cuando llegaron, ordenó que quienes no rezaban con los misioneros cristianos se pusieran a su lado. De las docenas de pajes que se reunieron ahí, solo tres respondieron a su orden, el resto se quedó en su lugar. Mwanga enfureció y les gritó: «¡Los mandaré matar a todos!»

La respuesta de los pajes fue tan simple como valiente:

«Está bien, señor, mátanos a todos».

Aun ante a sus amenazas iracundas, los jóvenes permanecieron fieles a su rey y firmes en su fe. No cuestionaron lo que les dijo, pero tampoco se dejaron amedrentar. Esa noche, muchos otros pajes fueron con los Padres blancos para ser bautizados. Podemos darnos una idea de lo urgente de la situación por un dato interesante sobre los jóvenes que fueron bautizados el 15 y 16 de noviembre.

Adolfo Ludigo— Aquiles Kiwanuka—Ambrosio Kibuka—Anatole Kirggwajjo…¿Se fijan en sus nombres cristianos? Podemos especular que, ante la urgente necesidad de bautizarlos, los padres no tuvieron tiempo de preguntarles qué nombres de santos querían y simplemente tomaron los nombres del índice de los santos que empezaban con «A», ¡bautizándolos en orden alfabético!

Los siguientes meses fueron una especie de guerra fría entre Mwanga y los misioneros católicos, con los pajes atrapados en medio. A menudo, el rey retrasaba y, a veces, se negaba por completo a recibir a los sacerdotes, y comenzó a insistir en que los pajes no dejaran el palacio para ser instruidos por estos. Ante esta situación, el rol de Carlos Lwanga como catequista y líder se volvió aún más importante.

El 22 de febrero de 1886, se incendió el palacio del rey y el 24 del mismo mes cayó un rayo sobre la casa del kitikiro, a donde se había mudado el rey. Como Nerón varios siglos antes, Mwanga dejó que estos eventos y las mentiras de sus consejeros aumentaran su recelo contra los cristianos. Enfureció aún más cuando el 22 de mayo su media hermana, la princesa Nalumansi, que había sido bautizada como protestante y después se casó con un católico y se unió a la Iglesia, quemó públicamente sus amuletos, desafiando públicamente las tradiciones de su familia.

Todos estos eventos, aunados a la actitud de los pajes cristianos que se negaban, cada vez más abiertamente, a las insinuaciones sexuales del rey, lo llevaron al límite de la ira. De hecho, la gota que derramó el vaso llegó tan solo algunos días después, el 25 de mayo de 1886, después del desafío de la princesa.

Tras el incendio en Rubaga, la corte real se trasladó aproximadamente a nueve kilómetros de Munyonyo, un recinto real cerca de la costa del Lago Victoria. Como esta residencia era mucho más pequeña que el palacio principal, solo un número reducido de pajes servían al rey.

El 25 de mayo, el rey organizó una excursión y fue al lago a cazar hipopótamos. Los pajes pensaban que el rey estaría fuera todo el día, por lo que, fuera de costumbre, aprovecharon para tomarse el día libre y fueron a la misión católica para estudiar la fe con el padre Lourdel. Sin embargo, al no encontrar ningún hipopótamo, Mwanga regresó temprano al palacio, de muy mal humor. Al ver que no había ningún paje para servirlo, enfureció y exigió saber qué era lo que sucedía.

El rey estaba particularmente molesto por la ausencia del joven paje Mwafu, hijo del katikiro y principal objeto de su deseo.

Mwanga supo que Mwafu había sido visto yendo de regreso a la capital en compañía de Denis Ssebuggwawo, un paje católico que había sido bautizado el día siguiente de la muerte de José Mukasa. El kabaka enfureció ante la idea de que los católicos querían alejar a Mwafu de él.

Justo en ese momento, Denis y Mwafu entraron al palacio y se apresuraron corriendo para pedir la misericordia del rey. Denis admitió que había llevado a Mwafu a aprender sobre la fe católica. Mwanga tomó una lanza de cacería y comenzó a golpear a Denis en la cabeza y el pecho hasta que la lanza se rompió en su mano. Lo arrastró hasta la sala de audiencias y lo entregó a los verdugos. Denis estuvo bajo custodia toda la noche, esperando que su tío, el katikiro, retrasara su ejecución. Sin embargo, fue llevado al bosque a la mañana siguiente y apuñalado hasta la muerte. Murió el 26 de mayo de 1886 a la edad de 16 años.

La noche que Denis Ssebuggwawo fue arrestado, Carlos Lwanga reunió a todos los pajes que estaban en la casa real. Por supuesto, estaban aterrorizados, pero él los fortalecía con palabras de ánimo:

«En varias ocasiones el kabaka les ha ordenado que apostaten, parece que dentro muy poco les ordenará nuevamente que renuncien a su religión. Solo deben seguirme en grupo y afirmar con valentía que son cristianos».

Esa noche, Carlos bautizó a cinco de los pajes, cuatro de ellos— Gyavira, de 17 años; Mugagga, de 16; Mbaga Tuzinde, de 17; y Kizito, de 14, en breve se convertirían en mártires. Como no tenía acceso al libro de los santos del padre Lourdel, estos nuevos católicos fueron bautizados sin recibir un nombre cristiano. En la mañana del 26 de mayo, Mwanga llamó nuevamente a todos los pajes ante su presencia. Sus consejeros, especialmente el katikiro, lo urgieron para que, de una vez por todas, pusiera fin a la resistencia de los cristianos ejecutándolos a todos. Cuando los pajes llegaron a la sala de audiencias, vieron que los verdugos reales ya estaban ahí esperando las órdenes del rey.

El padre Lourdel se enteró de lo que ocurría y se apresuró a Munyonyo, pero cuando llegó no le permitieron entrar al palacio. Carlos Lwanga acompañó a los pajes ante la presencia del rey y lo saludaron respetuosamente. Esto lo enfureció aún más. Ordenó que todos los que siguieran a los misioneros cristianos se pusieran en un lado del salón y que los paganos permanecieran a su lado. Entre los cristianos se encontraba Mbaga Tuzinde, el hijo del jefe de los verdugos, quien permaneció firme aun cuando el canciller le dijo que dejara el grupo. Los 19 cristianos —17 católicos y 2 anglicanos— fueron atados de pies y manos y llevados al punto de la ejecución. El padre Lourdel los vio pasar y estaba igual de impresionado que los verdugos ante la actitud pacífica e incluso alegre que mostraban los futuros mártires.

Andrés Kaggwa, el director de la banda real se enteró de lo que había ocurrido en la mañana y volvió rápidamente al palacio para confesar que él también era cristiano. Fue capturado en el camino y llevado ante el katikiro, que aún estaba furioso de que su hijo Mwafu hubiese comenzado a ser cristiano. Tras reprender a Andrés, el canciller ordenó su ejecución. Lo llevaron afuera, detrás de la casa del canciller, donde primero le cortaron un brazo y después la cabeza; luego cortaron el resto del cuerpo en pedazos y los esparcieron por el lugar. Tenía cerca de 30 años cuando murió la tarde del 26 de mayo.

Había trece puntos de ejecución oficiales en el reino y se ordenó que los pajes fuesen llevados a Namugongo, a 19 km de distancia. La costumbre era ejecutar a un prisionero al comienzo del camino y en cada cruce principal de caminos como advertencia para los demás.

Pontian Ngondwe, un guardia del palacio de aproximadamente 30 años fue el primero del grupo en morir, antes de que dejaran Munyonyo. Cuando el grupo llegó a la capital, Athanasius Bazzekuketta de 20 años de edad fue apuñalado hasta la muerte y cortado en pedazos. Pasaron la noche en la prisión de Rubaga y, a la mañana siguiente, Gonzaga Gonza, de 24 años, fue atravesado con una lanza y decapitado en Lubawo. Los prisioneros llegaron a Namugongo el 27 de mayo por la tarde y permanecieron en prisión por una semana mientras se hacían los preparativos para su ejecución.

Matías Kalemba, el Mulumba, y Lucas Banabakintu estaban sirviendo al jefe de Ssingo, aproximadamente a 64 Km de Munyonyo.

Cuando Matías se enteró de lo ocurrido en el palacio, se encaminó, junto con Lucas para entregarse por ser cristianos, como lo había hecho Andrés Kaggwa. Al igual que su amigo, ambos fueron capturados en el camino y llevados a la casa del katikiro el 27 de mayo. El canciller ordenó que Lucas fuese llevado con los demás a Namugongo, pero tenía planeado algo especialmente cruel para Matías.

A las 10:00 a.m. del 27 de mayo, Matías, ya de 50 años, fue llevado al camino hacia Namugongo donde primero le cortaron las manos, después los brazos, luego los pies, después las piernas. Después le arrancaron la piel del cuerpo. Dejaron la cabeza y el tronco intactos y lo dejaron a la orilla del camino para que muriera. Algunos testigos reportan haberlo encontrado aún con vida dos días después, pero tenían demasiado miedo de ser encontrados cerca de la víctima del rey y huyeron. Matías murió al día siguiente, el domingo 29 de mayo, después de tres días de agonía.

Cuando Matías dejó Ssingo, puso a Noé Mwaggali, un alfarero, a cargo de la finca. Los representantes del rey, que pretendían saquear la residencia de Matías, encontraron ahí a Noé la mañana del 30 de mayo. El representante del rey clavó su lanza a Noé en la espalda, quien cayó gravemente herido. Después lo ataron a un árbol y, tras causarle muchas otras heridas, los hombres del rey le echaron encima los perros de la aldea. Agonizó todo el día y murió la noche del 30 de mayo a la edad de 35 años.

Las ejecuciones en Namugongo siempre se llevaban a cabo quemando vivos a los condenados. Las hogueras se construían como estructuras de madera bajo las cuales los verdugos podían encender fuegos controlados para asegurarse de que las víctimas sufrieran el mayor tiempo posible. Las eran envueltas en unos tapetes de juncos para impedirles el movimiento, sirviendo a la vez como leña.

Después de una semana en prisión, llevaron a los cristianos a la hoguera temprano por la mañana, el 3 de junio de 1886, jueves de la Ascensión en ese año. El jefe de los verdugos tomó a Carlos Lwanga aparte, como su víctima personal, mientras que los demás fueron atados y puestos sobre la estructura de madera. Carlos Lwanga fue llevado a una hoguera más pequeña, construida a la orilla del camino. El verdugo encendió primero la madera bajo sus pies; cuando estos se quemaron hasta los huesos, procedió a quemarle las piernas y continuó así hasta que llegó a su pecho y su corazón dejó de latir.

Mientras yacía en la hoguera, Carlos confrontó a su verdugo diciendo:

«¡Eres un pobre tonto! No sabes lo que estás diciendo…Me estás quemando, pero es como si estuvieras vertiendo agua sobre mi cuerpo. Muero por la religión de Dios». Carlos Lwanga murió pronunciando el nombre de Dios.

El mismo destino les esperaba a los otros mártires en lo alto de la colina. Los fuegos fueron encendidos dos veces para reducir los cuerpos a cenizas. En total murieron doce mártires católicos el 3 de junio de 1886, así como, al menos, catorce mártires anglicanos.

Un mártir más despertó el odio del rey y su canciller, en particular. Jean Marie Muzeyi, quien había servido al Rey Mutesa como paje, era bien conocido por su lealtad y caridad para con los necesitados. A finales de enero de 1887, fue llamado por el rey, a quien confesó su fe católica. Fue entregado al canciller y nunca se le volvió a ver. Se cree que fue decapitado el 27 de enero y que su cuerpo fue arrojado a un pantano cerca de Rubaga. Tenía poco más de treinta años.

La persecución terminó a finales de 1887, pero algunos reportes enviados a Inglaterra por los misioneros protestantes aumentaron el apoyo británico a la colonización del país. Para 1894 Buganda se había convertido en un protectorado británico. Tras una declaración de guerra mal planeada en contra de los británicos, Mwanga huyó del país en 1897 y fue depuesto.

Poco después de la muerte de Carlos y sus compañeros en Namugongo, los Padres blancos comenzaron a reunir evidencias de los testigos sobre las vidas de los mártires y su ejecución; enviaron los testimonios a su padre general y después a Roma para comenzar con el proceso de canonización. Los mártires fueron declarados venerables en febrero de 1920 y en junio de ese año los beatificó el Papa Benedicto XV. El Papa Pablo VI canonizó a los 22 mártires de Uganda en la plaza de San Pedro el 18 de octubre de 1964.

Durante la homilía de la misa de canonización, el Santo Padre dijo, «Los mártires africanos agregan una página más al martirologio—el cuadro de honor de la Iglesia— una ocasión tanto de duelo como de alegría. Esta es una página que merece, en todos los sentidos, ser agregada a los anales de esa África de tiempos pasados a la que, como hombres de esta era y de poca fe, nunca esperamos que fuera a repetirse… ¿quién hubiese pensado que en nuestros días habríamos de ser testigos de hechos tan heroicos y gloriosos? Estos mártires africanos proclaman el comienzo de una nueva era. ¡Si tan solo la mente del hombre se enfocara, no en las persecuciones y los conflictos religiosos, sino en el renacimiento del cristianismo y la civilización!»

Los Padres blancos dedicaron un santuario en el lugar del martirio en Namugongo en 1935. En 1969, durante la primera visita pastoral de un papa a África, el Papa Pablo VI dedicó la primera piedra de la nueva basílica. La iglesia actual es un lugar de peregrinación y recibe millones de peregrinos cada año.

Mark Twain dijo una vez, bromeando, que la autobiografía de Benjamín Franklin había hecho miserables a millones de niños por generaciones ya que, ¿quién podría llegar al nivel de destreza y estudio que Franklin había mostrado en su juventud?

Siempre resulta un poco desafiante contar la historia de un mártir pues nos recuerda que en nuestros propios esfuerzos por mantener la fe y hacer el bien, «no hemos resistido todavía hasta derramar nuestra sangre», como dice la Carta a los hebreos. Pero el ejemplo de estos mártires, nuestros santos patronos, es mucho más que una historia espantosa, aunque heroica, y mucho más que un simple recordatorio para esforzarnos más. Estoy convencido de que pueden ser un ejemplo para nosotros que nos esforzamos por vivir las cinco metas de Courage.

Aun si los miembros de Courage no saben nada más sobre los mártires de Uganda, sí saben que incurrieron en la ira del rey por no consentir a practicar actos homosexuales con él. Esto es cierto, como hemos visto especialmente en el primer arranque de ira a finales de mayo de 1886, ante la posible conversión de Mwafu, el favorito del rey, lo que desató la persecución.

Sin embargo, aún queda mucho por aprender de los mártires de Uganda sobre esta virtud de la castidad. José Mukasa y Carlos Lwanga cuidaron a los pajes bajo su autoridad y los protegieron del acoso del rey. ¿Pero cómo lo hicieron? Con paciencia y prudencia, aunadas a un poco de creatividad. Sabían que era inútil confrontar al rey, por eso aprendieron a leer sus estados de ánimo y a reconocer cuando el rey querría buscar a los pajes. También inventaban todo tipo de tareas para asegurarse de que los pajes se mantuvieran fuera del palacio cuando parecía que podrían correr algún peligro. Fueron astutos como serpientes y mansos como palomas, y fue así como ellos y los muchachos se mantenían a salvo.

«Entonces lo que pides es imposible. Con la gracia de Dios todo es posible. Fortalecido por la gracia, el cristiano puede vivir una vida más casta».

Este saber reconocer cuando se acercan las tentaciones para estar preparados es tan útil para el individuo de ahora que busca vivir la castidad, como lo fue entonces para los cristianos de la corte del kabaka. El ejemplo personal de los mártires sobre la castidad intrigaba y repugnaba a Mwanga. Cuando Matías Kalemba, el Mulumba, se hizo católico, dejó a dos de sus tres esposas —un acto que iba en contra de la tradición de su pueblo y que le generó muchos comentarios mordaces por parte de los consejeros del rey. Sin embargo, Mwanga admiraba el dominio de sí mismo que mostraba Kalemba y sus otros sirvientes. Un día, durante una conversación con el padre Lourdel, Mwanga le hizo muchas preguntas sobre las enseñanzas de la Iglesia sobre el matrimonio y la sexualidad. Al escuchar lo que la Iglesia esperaba de un discípulo, Mwanga respondió: «Lo que piden es imposible». El padre Lourdel le contestó: «Con la gracia de Dios nada es imposible». Fortalecidos por la gracia de Dios, los cristianos pueden vivir una vida de castidad.

Los cristianos en la corte de Mwanga eran a menudo llamados simplemente como «los que rezan». Ya hemos visto cómo el asistir a misa y recibir los sacramente jugó un papel importante en las vidas de los mártires. Hemos escuchado cómo, cuando supieron que su arresto y ejecución eran inminentes, personas como José Mukasa y Jean Marie Muzeyi se aseguraron de recibir los sacramentos en preparación para la ofrenda de sus propias vidas como sacrificio. El testimonio de los testigos está lleno de historias sobre cómo los mártires en Namugongo, tanto en la prisión como en la hoguera, ofrecieron sus oraciones de intercesión los unos por los otros para ayudarse a permanecer firmes en la fe en medio de sus tormentos. Y eso no fue todo: cuando se llevaban a Santiago Buzabaliawo, de 25 años y miembro de la banda real, este le dijo a Mwanga, «¡Adiós! Me voy al paraíso para interceder ante Dios por usted».

El compañerismo entre los neófitos católicos era extraordinario y lo suficientemente fuerte para sostenerlos no solo durante los caprichos y los volubles estados de ánimo de Mwanga, sino también durante los tres años en que los sacerdotes estuvieron completamente fuera del reino.

José Mukasa en Rubaga y Matías Kulumba en Ssingo mantuvieron la fe de los catecúmenos intacta y les brindaron toda la instrucción y apoyo que pudieron.

Una historia sobre el camino a Namugongo ilustra el poderoso apoyo en la amistad que existía entre los pajes católicos. Cuando los pajes fueron arrestados el 26 de mayo, faltaba uno del grupo porque ya estaba en prisión. Unos días antes, Mukasa Kiriwawanvu había reñido con su compañero catecúmeno Gyavira Musoke, y lo había golpeado en el abdomen con un trozo de madera, sacándole sangre. Cuando se encontraron esa noche en prisión, Mukasa le pidió perdón a Gyavira, quien lo perdonó al instante. Ambos caminaron lado a lado hacia el punto de la ejecución.

El buen ejemplo de los mártires—su fidelidad a la fe, su alegría camino a la ejecución, sus fervientes oraciones, incluso por el rey y sus verdugos— causaron un impacto inmediato en sus conciudadanos. En el siglo II, Tertuliano señaló que, «La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos», y así se plantó un campo fértil en Namugongo. Una multitud de personas de dentro y fuera de la corte del kabaka fueron con los misioneros para ser instruidos y ser bautizados. Y la Iglesia creció exponencialmente en lo que después sería Uganda. Hasta este día, la Arquidiócesis de Kampala (el nombre moderno de Rubaga) sirve a cerca de 4 millones de católicos, más del 40% de la población general.

Al pensar en Uganda, también debemos recordar el importante papel que nuestros santos patronos tienen como intercesores de su país, especialmente en estos días. El parlamento ugandés pasó una «Ley antihomosexualidad» a principios de este año, que criminaliza los diferentes actos homosexuales, así como el ofrecer refugio a personas homosexuales o «promover la homosexualidad» —algunas ofensas conllevan una pena máxima de cadena perpetua. La reacción pública respecto a esta ley ha incluido la humillación pública de homosexuales e incluso ataques físicos violentos contra estos y su propiedad.

El Catecismo de la Iglesia Católica, como sabemos, insiste en que las personas homosexuales «Deben ser acogidas con respeto, compasión y delicadeza. Se evitará, respecto a ellos, todo signo de discriminación injusta» (2358). Podemos y debemos invocar a san Carlos, san Matías y sus compañeros para que intercedan por la Iglesia y el gobierno civil de su país para que, por medio de Dios puedan encontrar caminos para promover el mensaje del Evangelio sobre la castidad sin promover la discriminación, la violencia y la violación de los derechos humanos.

A finales de octubre de 1886, cerca de cinco meses después de las ejecuciones en Namugongo, un cristiano le dijo al padre Lourdel que había visto los restos de la hoguera donde fue quemado Carlos Lwanga y que los huesos carbonizados seguían ahí. Pocos días después llevaron las reliquias a la misión —incluyendo la columna vertebral y otros huesos.

Tiempo después, la misma gente trajo las costillas de Matías Kalemba, que fue todo lo que quedó en el lugar donde fue torturado y abandonado para que muriera. Los preciosos restos de estos dos mártires fue todo lo que se pudo identificar —los restos mortales de los otros se quemaron hasta las cenizas o fueron dispersados por varios lugares.

Una de mis posesiones más preciadas es un relicario que contiene un pequeño trozo de los huesos de san Carlos Lwanga y san Matías Kalemba. Quizás una buena manera de concluir es pidiendo la bendición de Dios a través de la intercesión de los valientes mártires de Uganda, nuestros santos patronos. Oremos juntos:

Oh, Dios, que has hecho
de la sangre de los mártires
semilla de nuevos cristianos,
concédenos, por tu misericordia,
que este campo que es tu Iglesia,
regado por la sangre derramada
por san Carlos Lwanga y sus compañeros,
sea fértil y recoja siempre
una cosecha abundante para ti.

Por Jesucristo nuestro Señor.
Amén.


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