«El Día de San Valentín, el Miércoles de Ceniza y el misterio del amor de Dios»
Author: Fr. Philip Bochanski
El Día de San Valentín,
el Miércoles de Ceniza y el misterio del amor de Dios
He sido célibe intencionalmente desde que ingresé al seminario hace más de un cuarto de siglo, así que hace bastante tiempo que no pienso mucho en el Día de San Valentín. Sin embargo, este año incluso los sacerdotes prestamos atención a esta fecha dada la muy rara coincidencia de que el Día de San Valentín cae en un Miércoles de Ceniza–cosa que no ha sucedido en los últimos sesenta años y solo ocurre tres o cuatro veces en un siglo.
Aunque parece la «celebración Hallmark» por excelencia, la asociación del Día de San Valentín con el amor romántico (lo que los filósofos griegos llamaban eros) data del siglo XIV y del poeta inglés Geoffrey Chaucer. Las cajas en forma de corazón llenas de chocolate vinieron mucho después, a mediados del siglo diecinueve; por cierto, este año no podrán cumplir con las reglas de ayuno y abstinencia que marca el primer día de la Cuaresma. Sin embargo, el espíritu y las tradiciones del Miércoles de Ceniza pueden, en realidad, enriquecer nuestra comprensión del eros y su debido lugar en la vida del discípulo.
En el corazón del Miércoles de Ceniza hay una experiencia sumamente táctil: la imposición de las cenizas benditas en la cabeza de cada uno de los fieles. El llamado de la Cuaresma a una conversión espiritual –alejarse del pecado y ser fiel al Evangelio– empieza con el contacto de la Iglesia con el cuerpo, porque creemos que «el cuerpo humano comparte la divinidad de “la imagen de Dios”: es un cuerpo humano precisamente porque está animado por un alma espiritual, y es la persona humana completa la que ha sido creada para convertirse en el cuerpo de Cristo, un templo del Espíritu» (Catecismo 364). Recordamos también el impacto que el Pecado Original y nuestra propia historia de pecado tienen en el cuerpo: «se rompe el control de las facultades espirituales del alma sobre el cuerpo» (Catecismo, 400), y la carne está sujeta al sufrimiento e incluso a la muerte –recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás.
Así, el Miércoles de Ceniza desafía la mentira que comúnmente se sostiene hoy día (que es también una de las herejías más antiguas), que el alma del ser humano es el verdadero «yo» y que el cuerpo es meramente un cascarón destinado a enterrarse cuando muramos y que puede ser usado, manipulado, e incluso adquirir nueva forma a voluntad con el fin de maximizar el placer personal. El Miércoles de Ceniza nos llama a ser realistas en nuestro entendimiento del cuerpo y sus deseos, reconociendo que hay que tomar en cuenta las emociones y las atracciones en el contexto de los efectos del Pecado Original, más que tomarlas en su valor nominal y como siempre conducentes a nuestro bien.
En una costumbre de Cuaresma practicada especialmente en países angloparlantes, las cenizas se imponen en la frente con la señal de la Cruz –la misma señal que el sacerdote o el diácono hace en la frente de la persona que va a ser bautizada. Así, el Miércoles de Ceniza es un llamado a la conversión –para alejarse del pecado– y también una invitación a retornar al momento del compromiso bautismal que, en efecto, formalizaremos en la liturgia de la Pascua de Resurrección cuando, como una sola congregación, renovamos nuestras promesas de rechazar el pecado y a Satanás, de vivir en el Dios Trino, y de vivir como el Cuerpo de Cristo en su Iglesia, esforzándonos por alcanzar la vida eterna. Es un recordatorio de que la obra salvífica de Cristo, en su Pasión, muerte y Resurrección, ha restaurado en nosotros la Imagen de Dios que es el cimiento de nuestra identidad y nuestra dignidad.
Apreciar nuestro origen y nuestra identidad como criaturas y como hijos e hijas de Dios, por la gracia, es el punto de inicio necesario para una apropiada apreciación del eros. «La castidad significa la integración exitosa de la sexualidad dentro de la persona y así, la unidad interna del hombre en su ser corporal y espiritual» (Catecismo, 2337, énfasis añadido). La castidad no es la represión o el rechazo de las sensaciones y deseos; ser casto no es ser asexual o apático. Más bien, la virtud de la castidad le permite a una persona, hombre o mujer, considerar el deseo sexual, el eros, en relación con su identidad, su vocación y sus compromisos. El mundo dice «si lo sientes, hazlo: con quien tú quieras, cuando tú quieras, tan a menudo como te plazca». La castidad dice «Sí, lo siento, y tengo la libertad de decidir si actuar al respecto o no. Tendré en mente que el pecado y mi naturaleza herida por el pecado hacen que mis sentimientos no siempre sean confiables, pero sé que sí puedo confiar en que el plan de Dios para la intimidad sexual siempre me conducirá a mi verdadera felicidad y mi realización personal».
Aplicar este plan de Dios a la experiencia del eros lleva, por supuesto, a las personas hacia diferentes conclusiones, según su estado de vida. Para las personas casadas, el eros forma los cimientos para la relación vitalicia y exclusiva en la que “los dos se vuelven una sola carne” y cooperan con Dios en la creación de nueva vida. La castidad los convoca a la intimidad sexual que se caracteriza por la permanencia, la fidelidad, la complementariedad y la apertura hacia la procreación. Las personas no casadas son convocadas a una manera distinta de vivir con el eros: pueden proseguir una relación romántica solamente con una persona quien podría ser posiblemente un futuro cónyuge, y deben abstenerse de la intimidad sexual salvo que estén casados y hasta que estén casados. La mayor parte de personas no casadas está buscando a la persona hacia quien la Divina Providencia los está guiando para formar una familia. Son libres de enviar sus tarjetas de San Valentín a alguien que pueda ser su cónyuge: alguien con quien, debido a las diferencias entre los sexos, puedan formar esa clase especial de unidad dadora de vida llamada matrimonio. Los miembros ordenados del clero y los hombres y mujeres consagrados ya han hecho un compromiso de permanecer no casados en aras del Reino; no entregan corazones de chocolate a nadie, de modo que pueden dar su corazón entero a Dios en su vocación. ¿Y qué ocurre con las personas solteras para quienes su experiencia del eros no se orienta a un posible cónyuge, porque es una experiencia de atracción hacia personas del mismo sexo? ¿Realmente la Iglesia los condena por su eros, marginándolos y aislándolos, sin esperanza de vínculos significativos?
Tenemos que admitir que el plan de Dios para la sexualidad convoca a nuestros hermanos y hermanas a no proseguir vínculos sexualmente íntimos con personas del mismo sexo; como dice el Catecismo, «en ninguna circunstancia pueden» estas relaciones «ser aprobadas» (no. 2357). Pero esto no significa relegar a la persona a vivir sin ningún amor en absoluto. El Día de San Valentín es un recordatorio de que el eros, es un tipo particular de amor, destinado a un tipo particular de relación: después de la escuela primaria, ya no enviamos tarjetas de San Valentín a cualquiera y mucho menos a todos. El eros es un amor importante, pero no el único amor; y parte de la actual responsabilidad de la Iglesia es llamar la atención a la importancia del afecto, la Caridad y la Amistad, los cuales no son premios de consolación o amores de segunda categoría, sino vínculos reales y un cimiento para relaciones auténticas.
Las personas atraídas por el mismo sexo son convocadas a sacrificar la posibilidad de una relación basada en el eros con el objeto de purificar sus corazones y sus intenciones, haciendo así posibles las amistades auténticas. Por supuesto que esta puede ser una propuesta difícil para muchas personas, particularmente para los jóvenes. En mi ministerio, encuentro cada vez más gente joven, miembros de la «Generación JP2», que buscan lo que un amigo mío llamaba «el novio(a) casto(a) gay». Es decir, han leído la Teología del Cuerpo, y conocen las «reglas» de la intimidad sexual, por tanto, están buscando a alguien igualmente lleno de fe y bien educado con quien puedan compartir una relación romántica, intensa y exclusiva, así como un compromiso de evitar la intimidad física. El cuidado pastoral honesto debe disuadirlos de este esfuerzo: El eros quiere una unión definitiva con el amado, un don total dado y recibido; y mientras los seres humanos sean una unidad de cuerpo y alma, el eros siempre tenderá a la unión física, así como a la espiritual. «La castidad externa» (no «hacerlo») es imposible sin esa clase de «castidad interna» que distingue el eros de la amistad, y que permite a las personas elegir apropiadamente. Sostener un «romance casto» con un compañero del mismo sexo es trabajar en propósitos contrarios al que uno expresa estar buscando.
Entonces, el eros se sacrifica en aras de la amistad –algo fácil de decir, pero aparentemente muy difícil de hacer. Sin embargo, esta noción de sacrificar algo deseado en aras de algo mayor se encuentra en el corazón mismo de la vida Cristiana y ciertamente en el cimiento de nuestra observancia de la Cuaresma. El ayuno y la abstinencia del Miércoles de Ceniza están destinados a disciplinar el cuerpo, pero estas prácticas no son fines en sí mismas. Más bien, al renunciar a cosas que serían placenteras para el cuerpo, la persona permite que su alma sea más responsiva al llamado de Dios y se libera de la esclavitud de los deseos mundanos. Damos limosna, no para sentirnos moralmente superiores a otros sino para poder tener una mayor motivación para depender de Dios y de su cuidado providencial. Pasamos menos tiempos en frente del televisor y otras «pantallas» a fin de tener más tiempo para la oración y la reflexión. Ninguna de nuestras penitencias de Cuaresma se hace como un fin en sí mismas; todas están destinadas a conducirnos a una relación más profunda con Dios, la fuente de todo consuelo verdadero y el proveedor de todas nuestras necesidades.
Aun con la mejor de las motivaciones y la más clara de las explicaciones, muchos de nuestros hermanos y hermanas sienten que se les ha dejado completamente solos para cargar una cruz increíblemente pesada sin nadie que los ayude y sin ningún auxilio a la vista. Aquí es donde entra en juego el aspecto más obvio, pero más fácilmente ignorado del Miércoles de Ceniza: el hecho de que, como cristianos y discípulos, todos estamos juntos en esto. Los votos privados son solo tan fuertes como la persona que los hace; las penitencias privadas fácilmente se dejan detrás cuando no hay nadie ante quien uno sea responsable. Pero cuando ayunamos y nos abstenemos durante la Cuaresma, lo hacemos juntos –como dice la primera lectura, cuando «proclamamos un ayuno», igualmente «convocamos una asamblea, reunimos a la gente [y] notificamos a la congregación» (Joel 2:15-16). Nuestro compromiso común da testimonio ante el mundo, y de igual forma fortalece y da aliento a cada miembro a sacrificarse y orar en unión con todo el Cuerpo de Cristo.
«Todos los bautizados están llamados a la castidad», nos recuerda el Catecismo. «Todos los fieles de Cristo están llamados a vivir una vida casta, manteniendo sus condiciones particulares de vida» (no. 2348). Así como cada miembro fiel de la Iglesia, hombre o mujer, vive la castidad en sus circunstancias, también cada uno de nosotros da testimonio de las lecciones que ha aprendido. Las personas casadas testimonian que la complementariedad sexual y la posibilidad de procreación los hacen salir de sí mismos y los acercan recíprocamente. Las personas consagradas y ordenadas proclaman que una vida sin una relación sexual no es una vida sin amor. Las personas solteras que buscan un cónyuge en castidad pueden hablar del poder de la gracia para proporcionar tanto autocontrol y una paciente y profunda confianza en el plan de Dios. Y nuestros hermanos y hermanas que viven con atracción hacia el mismo sexo, aprendiendo de todas estas experiencias, comparten su propio viaje hacia una heroica dependencia de Dios y confían en que Él es la fuente del verdadero consuelo y las relaciones auténticas, tanto divinas como humanas.
El Eros, como señala C. S. Lewis en The Four Loves, «es necesariamente entre dos y solo entre dos». Es el amor del Día de San Valentín, de las cenas románticas y las conversaciones íntimas. «Pero dos, lejos de ser el número necesario para la Amistad, no es el óptimo» (p. 61). El amor del Miércoles de Ceniza es este amor de la amistad –primeramente, con Cristo y, a través de Cristo, de unos con otros. Aunque este año tendrán que reprogramarse muchas citas para salir a cenar, el Miércoles de Ceniza no amenaza al Día de San Valentín. Por el contrario, le da el contexto necesario para comprender qué es lo que en realidad celebramos cada 14 de febrero, y cómo cada uno de nosotros debe escoger vivir en relaciones de amor, siguiendo el plan de Dios para nuestra felicidad y realización.