¿Clóset, jaula o cruz? Una respuesta al New York Times

Published in: First Things

Author: P. Philip G. Bochanski

 «Cristo Crucificado», Diego Velázquez
«Cristo Crucificado», Diego Velázquez

¿Clóset, jaula o cruz?

Una respuesta al New York Times

«La Iglesia dice “no” a ciertas acciones y deseos, para decir un “sí” mayor al plan divino para el pleno florecimiento humano»

Trabajar con miembros del apostolado Courage, fieles católicos que experimentan atracciones hacia el mismo sexo y han decidido vivir en castidad, ha sido uno de los grandes privilegios de mi sacerdocio. He encontrado un gozo inesperado en este trabajo que ha impactado profundamente mi vida y mi ministerio, especialmente la oportunidad de apoyar a hermanos sacerdotes que experimentan atracciones hacia el mismo sexo. Su compromiso de conocerse y comprenderse mejor a sí mismos y su vocación mientras se esfuerzan por alcanzar esa «integración lograda de la sexualidad» y la «unidad interior» que define la virtud de la castidad (Catecismo de la Iglesia Católica, 2337), ha sido una inspiración para mí y un estímulo para vivir mis propios compromisos sacerdotales de manera más auténtica.

A menudo resulta complicado para un sacerdote que ha sido formado para ser generoso al proveer cuidado pastoral, pedir ayuda y atención para sí mismo en momentos de necesidad propia. El amor que los parroquianos demuestran a sus párrocos debería ayudar, sin embargo, en ocasiones, reafirma el recelo del sacerdote si supone que, al revelar su propia debilidad, significaría perder su respeto. Con frecuencia, los sacerdotes viven alejados unos de otros y en medio de sus apretadas agendas, la simple idea de llamar a un hermano sacerdote puede parecer abrumadora. No subestimo la fortaleza y el valor que les tomó, a los sacerdotes que sirvo, buscar apoyo, y me maravillo de su compromiso por vivir las Metas de Courage, establecidas por nuestros fundadores en 1980. La tercera meta de Courage es particularmente importante para ellos: «Fomentar un espíritu de hermandad en el cual podamos compartir unos con otros nuestros pensamientos y experiencias» para que nadie tenga que vivir esta experiencia solo.

Muchas de las historias que he escuchado de estos valientes sacerdotes se reflejaron en el reciente artículo del New York Times sobre sacerdotes que se identifican como «gay». Ellos temen no ser comprendidos por sus superiores, compañeros de trabajo, o por sus parroquianos. Sospechan que la gente pasará por alto el tono y carácter de la enseñanza de la Iglesia al respecto, que dice que «la Iglesia no enseña que la experiencia de la atracción homosexual sea en sí misma un pecado» (Conferencia Episcopal de los Estados Unidos, «Ministerio a las personas con inclinación homosexual: Directrices para la atención pastoral», pág. 5), y que al no tomar esto en consideración, por tanto, los condenarán como pecadores por lo que sienten. A estos sacerdotes les preocupa el reciente discurso de la Iglesia que sugiere que el simple hecho de experimentar atracciones hacia el mismo sexo descalifica a un hombre para poder servir en el ministerio sacerdotal. Comprendo estas preocupaciones y lo difícil que puede ser para un sacerdote buscar ayuda cuando estos temores lo paralizan.

Pero no puedo comprender y no aceptaré la acusación que aparece en el encabezado del New York Times, de que la enseñanza de la Iglesia en materia de homosexualidad es una «jaula» diseñada para atrapar y torturar a sacerdotes que experimentan atracciones hacia el mismo sexo. Esta idea, de que la enseñanza moral de la Iglesia es intrínsecamente dañina e intencionalmente llena de desprecio, es falsa y un impedimento para comprender plenamente dicha enseñanza.

Digámoslo claramente con la Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la atención pastoral a las personas homosexuales, publicada por la Congregación para la Doctrina de la Fe en el Vaticano: «Es de deplorar con firmeza que las personas homosexuales hayan sido y sean todavía objeto de expresiones malévolas y de acciones violentas» (CDF, núm. 10). Es un pecado grave contra la dignidad de la persona humana, y cuando proviene de algún miembro de la Iglesia, no solo es un pecado, sino también motivo de escándalo, y «merecen la condena de los pastores de la Iglesia, dondequiera que se verifiquen» (ibid.). La manera en que algunos de los sacerdotes entrevistados por el New York Times dicen que fueron tratados por obispos y compañeros sacerdotes me avergüenza y me hace sentir profundamente apenado. Sin embargo, que esto ocurra, no se deriva de la naturaleza de la Iglesia, ni de su enseñanza sobre el pecado. La respuesta apropiada no es rechazar ni cambiar la doctrina, sino convocar al cambio y exhortar a todos en la Iglesia a vivirlo más plenamente.

Esa enseñanza se expresa en dos párrafos del Catecismo de la Iglesia Católica que han sido ampliamente criticada por el lenguaje que emplean, cuando el Catecismo dice que «los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados «(núm. 2357) y que la inclinación homosexual «es objetivamente desordenada» (núm. 2358). Porque, como el Cardenal Francis George escribió una vez, «la Iglesia habla, de cuestiones morales y doctrinales, con un lenguaje filosófico y teológico, a una sociedad que comprende, en el mejor de los casos, solamente términos psicológicos y políticos», estos términos han sido deliberadamente malinterpretados para dar a entender que la Iglesia cree que una persona que experimenta atracciones hacia el mismo sexo sufre un desorden mental, o que «todo su amor, incluso el más casto, es desordenado» (James Martin, S.J., Tender un puente, 2da. ed., pág. 74).

Esto no es a lo que la Iglesia se refiere. «Es crucialmente importante comprender», escribió la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos en el 2006, «que decir que una persona tiene una inclinación particular que es desordenada no es lo mismo que decir que la persona, en su conjunto, sea desordenada» (Conferencia Episcopal de los Estados Unidos, pág. 6). El término se utiliza para indicar que una acción, y los deseos que conducen a esa acción, no forman parte del plan de Dios para la vida humana. Algo es desordenado precisamente en la medida en que se aparta de este plan, este orden para la creación, para el cuerpo, para la sexualidad. Dicho deseo, «no está ordenado hacia la realización de los fines naturales de la sexualidad humana. Debido a esto, actuar de acuerdo con tal inclinación simplemente no puede contribuir al verdadero bien de la persona humana» (ibid.). La Iglesia dice «no» a ciertas acciones y deseos, para decir un «sí» mayor al plan divino para el pleno florecimiento humano.

Pero algo mucho más importante está en juego, que solamente el término «desordenado», como vemos en la forma en que sacerdotes como el P. Martin y los entrevistados en el artículo del New York Times, hablan sobre la identidad. Como muchos en el amplio sector de la comunidad «LGBTQ», estos sacerdotes hablan de «ser gay» de una manera que afirma que las atracciones hacia el mismo sexo son naturales, dadas por Dios y parte constitutiva de su identidad. Pero esto es teológicamente imposible. Como he dicho en otra ocasión, no es posible afirmar que Dios crea deliberadamente a una persona para que tenga una inclinación homosexual, para «ser gay» —Dios no está creando un tipo diferente de naturaleza humana, con un tipo diferente de moralidad sexual, tampoco crea personas para darles deseos irrealizables. Si es verdad que los actos sexuales entre dos personas del mismo sexo son inmorales, y si también es cierto que «Dios…no tienta» (Santiago 1, 13), entonces los deseos eróticos o románticos por una persona del mismo sexo no pueden originarse en Dios, y no pueden ser vistos como una bendición o un bien que defina la identidad de la persona.

Por tanto, en la adopción de la identidad gay, o al decir que «Dios me hizo así», está implícito el rechazo a la enseñanza de la Iglesia sobre las inclinaciones y los actos homosexuales. Pero esta no es una enseñanza cualquiera. El párrafo 2357 del Catecismo usa un lenguaje técnico particular para presentar esta enseñanza, enfatizando que «apoyándose en la Sagrada Escritura… la Tradición ha declarado siempre que “los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados” … No pueden recibir aprobación en ningún caso». Esta invocación de la Sagrada Escritura y la Tradición, rara, si no es que única en el Catecismo, debe significar que esta enseñanza debe considerarse parte del depósito de la fe. Es decir, no es un juicio prudencial por parte de la jerarquía, mucho menos una suposición culturalmente condicionada que puede cambiar con el tiempo; más bien, es una verdad que debe tomarse como revelación divina y enseñada de forma infalible por el magisterio ordinario universal. No está abierta a debate o revisión; dicha enseñanza debe «ser creída por fe divina y católica» y, «por tanto, todos están obligados a evitar cualquier doctrina contraria» (Código de Derecho Canónico, c. 750).

Esta obligación de creer que ha sido revelada de forma divina es responsabilidad de todo fiel cristiano; forma parte de lo que significa decir «creo en la Iglesia, que es una, santa, católica y apostólica». Pero es una obligación especial de los sacerdotes y de todos aquellos que enseñan en nombre de la Iglesia, que hacen una profesión de fe y fidelidad antes de ser ordenados y de tomar algún puesto en la Iglesia. «En el ejercicio del ministerio que me ha sido confiado en nombre de la Iglesia, conservaré íntegro el depósito de la fe y lo transmitiré y explicaré fielmente; evitando, por tanto, cualquier doctrina que le sea contraria». Así pues, el hecho de que un sacerdote abrace la identidad homosexual, por una parte, impide la comprensión de sí mismo y, por otra, obstruye la presentación de la fe en su plenitud a personas que tienen el derecho de recibir una enseñanza auténtica por parte de sus pastores. «Todo alejamiento de la enseñanza de la Iglesia, o el silencio acerca de ella, so pretexto de ofrecer un cuidado pastoral no constituye una forma de auténtica atención ni de pastoral válida. Sólo lo que es verdadero puede finalmente ser también pastoral. Cuando no se tiene presente la posición de la Iglesia se impide que los hombres y las mujeres homosexuales reciban aquella atención que necesitan y a la que tienen derecho» (CDF, núm. 15).

«¿Qué debe hacer entonces una persona homosexual que busca seguir al Señor? Fundamentalmente, estas personas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en su vida, uniendo al sacrificio de la cruz del Señor todo sufrimiento y dificultad que puedan experimentar a causa de su condición» (CDF, núm. 12).Para el sacerdote que experimenta atracciones hacia el mismo sexo, esto comienza con una fiel y humilde sumisión a las enseñanzas de la Iglesia respecto a su identidad: que sus atracciones son una parte importante de su experiencia, pero que su verdadera naturaleza consiste en ser un hombre creado a la imagen de Dios; un hijo redimido y adoptado de Dios; un cristiano bautizado; y un hombre ordenado al servicio profético y sacerdotal en imitación de Cristo. Su vocación al celibato requiere continencia perpetua; es decir, el abstenerse de pensamientos, palabras, relaciones y actos sexualmente íntimos. Pero está llamado de manera más profunda a adquirir la virtud de la castidad, que significa integración —comprender su identidad como hombre y como sacerdote, como un llamado a la paternidad espiritual, al sacrificio viril por el bien de quienes están bajo su cuidado—y a dominar los pensamientos y sentimientos desordenados para poder amar libre y auténticamente.

Por lo regular, la castidad no es una virtud fácil de adquirir, particularmente en el mundo moderno, y el sacerdote, al igual que cualquier otro hombre, necesita apoyo y acompañamiento a lo largo del camino. «Poca esperanza puede haber de vivir una vida saludable y casta sin cultivar lazos humanos», ha escrito la Conferencia Episcopal de los Estados Unidos. «Vivir en aislamiento puede, en último término, exacerbar las tendencias desordenadas y socavar la práctica de la castidad» (Conferencia Episcopal de los Estados Unidos, pág. 11). En ninguna parte de las enseñanzas de la Iglesia, o en su práctica, se le prohíbe a un sacerdote compartir su experiencia de vivir con atracciones hacia el mismo sexo a personas de confianza. «Para algunas personas, revelar sus tendencias homosexuales a ciertos amigos íntimos, familiares, director espiritual, confesor o miembros de un grupo de apoyo de la Iglesia puede proporcionar algún auxilio espiritual y emocional, y ayudarlas en su crecimiento en la vida cristiana» (Conferencia Episcopal de los Estados Unidos, pág. 19), y ha sido un gran privilegio para mí que mis hermanos sacerdotes compartan conmigo esta íntima confidencia.

Pero como padres espirituales, no deben compartir cada conflicto personal con sus hijos espirituales: «En el contexto de la vida parroquial», han escrito los obispos de Estados Unidos, «las auto-revelaciones públicas generales no son útiles y no deben ser animadas» (ibid.). Los parroquianos, que solo tienen una relación ministerial con su párroco, con frecuencia quedan confundidos y no saben si esa relación ha cambiado: «¿Por qué el padre me está diciendo esto? ¿Necesita que haga algo para ayudarlo?» No se trata de una promoción del clericalismo o de una falta de autenticidad pedirle al sacerdote que mantenga en privado las cuestiones privadas, con el fin de no agobiar sus relaciones pastorales, y para compartir sus propias dificultades y necesidades particulares con su director espiritual, mentores, y amigos cercanos, en vez de hacerlo desde el púlpito.

Así pues, lo que la Iglesia propone a los sacerdotes que experimentan atracciones hacia el mismo sexo, es una cruz, no una jaula ni un clóset. El mundo dice, «¿Cuál es la diferencia?» Pero el cristiano sabe que la paradoja de la cruz es que, entre más se configura uno con Cristo, más libre se vuelve para ser uno mismo. El Crucificado tomó cargas adicionales para liberar de sus cargas a otros; fue crucificado para liberar a otros; «dio testimonio de la verdad» (cf. Juan 18, 37) pagando el precio con su propia vida, para que creyéramos. El sacerdote que experimenta atracciones hacia el mismo sexo está llamado a hacer sacrificios particulares, que la Iglesia conoce bien y por los que se interesa y se solidariza. Pero esta es la naturaleza de su vocación: en su ordenación, el obispo exhorta al recién ordenado a «considerar lo que realiza e imitar lo que conmemora y conformar su vida con el misterio de la Cruz del Señor». La oración de todo fiel católico debe ser que nuestros sacerdotes que experimentan atracciones hacia el mismo sexo acojan plenamente las enseñanzas de la Iglesia, que busquen apoyo y acompañamiento en su lucha por alcanzar la virtud, y que cada vez se configuren más y más, incluso a través de su experiencia de sufrimiento, en Cristo, Sumo Sacerdote.


El padre Philip G. Bochanski, sacerdote de la Arquidiócesis de Filadelfia, es el director ejecutivo de Courage International.
Este artículo fue originalmente publicado bajo el título: Closet, Cage, or Cross? A Response to the New York Times, en el sitio de internet First Things. Fue traducido al español por Lorena E. Tabares, del equipo Courage International. Si gusta leer el artículo original, puede encontrarlo aquí.