«La Homosexualidad: Un llamado especial al amor de Dios y del ser humano»

Author: Dr. Jeff Mirus 

Published: 3 de Septiembre del 2010

La Homosexualidad:

Un llamado especial al amor de Dios y del ser humano 

 

A la mayoría de nosotros las circunstancias culturales nos obligan a decir sobre la homosexualidad mucho más de lo que quisiéramos. Debido al persistente desafío moral que impone la abogacía por la homosexualidad, la mayor parte de lo que tenemos que decir es negativo. Esto me preocupa porque no es sino una carga más para las personas con inclinaciones homosexuales que tienen el compromiso de vivir en castidad conforme a las enseñanzas de Cristo y Su Iglesia. Así que, por un momento, me gustaría tomar distancia de las guerras culturales para ver las cosas desde la perspectiva de estos valientes hombres y mujeres, con quienes creo que tenemos una deuda significativa. 

La sexualidad es parte importante de nuestra identidad como personas. Con ello me refiero básicamente a la cuestión de si somos hombres o mujeres, que es parte de la definición central de quiénes somos. No quiero decir que, en tal sentido, nuestras inclinaciones sexuales sean parte de nuestra autodefinición. Por profundas que sean, las inclinaciones no nos definen por la sencilla razón de que podemos controlarlas. Por ejemplo, no puedo cambiar el hecho de ser varón independientemente de cuánto dominio tenga sobre mí mismo, pero puedo controlar en gran medida cómo se expresa mi masculinidad; e incluso a través del tiempo puedo modificar el grado en que estoy sujeto a las tentaciones que típicamente afectan a los varones. Sí, mis inclinaciones son parte de mí. Pero ellas no me definen. 

Al mismo tiempo, las inclinaciones sexuales tienen un papel muy importante en nuestra vida porque están muy estrechamente relacionadas con nuestra identidad central. El Catecismo de la Iglesia Católica lo expresa muy bien en el número 2332: «La sexualidad abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. Concierne particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro».1 El Catecismo continúa diciendo que deberíamos «reconocer y aceptar» nuestra «identidad sexual» –es decir, nuestra masculinidad o feminidad: 

La diferencia y la complementariedad físicas, morales y espirituales, están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de la vida familiar. La armonía de la pareja humana y de la sociedad depende en parte de la manera en que son vividas entre los sexos la complementariedad, la necesidad y el apoyo mutuos. (2333) 

 

La prueba y la cruz 

Para una abrumadora mayoría de hombres y de mujeres, uno de los proyectos morales, espirituales y psicológicos más importantes de la vida es integrar, controlar y canalizar un amplio conjunto de inclinaciones sexuales que calcen esencialmente en este modelo natural, este modelo de complementariedad y apoyo mutuo entre el hombre  y la mujer. Algunos podrían negar voluntariamente la expresión física directa de esta complementariedad, adoptando la virginidad en aras del Reino; otros podrían hacerlo por no tener la oportunidad de casarse y desean ser castos. Claramente, ambas situaciones pueden ser desafiantes y la aceptación de un estado involuntario de soltería puede ser una pesada cruz. 

Pero una persona con inclinaciones homosexuales enfrenta un desafío incluso mayor. Él o ella no debe simplemente integrar, controlar y canalizar inclinaciones sexuales, sino que debe negarlas en su totalidad, no solo en su expresión física, sino también en un rango de afectividad mucho más amplio, que está condicionado incluso en aspectos menores por la interacción sexual: un interés mayor, un sentido del romance, una ternura especial. Es cierto que un sacerdote célibe debe tener mucho cuidado con lo que podríamos llamar afectividad con matices sexuales, bajo la teoría completamente razonable de que una cosa lleva a la otra. Pero la persona con inclinaciones homosexuales persistentes debe suprimir o reorientar tales inclinaciones en un grado aún mayor. Este es un desafío enorme. 

Imaginemos ahora a tal persona en una cultura que presiona a toda máquina en favor de adoptar, aprobar e incluso glorificar esta misma afectividad que Cristo llama a suprimir o redirigir. Y, finalmente, consideremos a este hombre (o esta mujer) en una subcultura de castidad en la que debe constantemente escuchar argumentos en contra de los puntos de vista homosexuales (es decir, los de quienes abogan por un estilo de vida específicamente homosexual), argumentos que a veces se expresan torpemente, de maneras que en general denigran a los “homosexuales” y que, aunque no fuesen torpes, le hacen mantener sus conflictuadas inclinaciones sexuales siempre en mente. En esta subcultura de la castidad –con suerte una subcultura cristiana– otros quizás hallen alivio a una larga y fatigosa preocupación por sus defensas sexuales, pero él (o ella) no. 

¿Quién de nosotros, en nuestro más descomunal vuelo de piedad sacrificial, imploraría a Dios por esta cruz en particular? 

 

Percepción y desorden 

En un espacio cultural vacío, debería ser relativamente fácil entender de modo intelectual que las inclinaciones homosexuales están desordenadas. Debería quedar bastante claro que las facultades sexuales están ordenadas tanto naturalmente para la propagación y preservación de la especie como están sobrenaturalmente ordenadas para una especie de unión entre el hombre, la mujer y el niño, la cual refleja la fecundidad esencial del amor Divino. Cuando uno se percata de que las propias inclinaciones sexuales no tienden hacia este tipo de unión y de fecundidad –o siquiera a esta capacidad de reproducción– entonces uno puede percibir un definitivo desorden en tales inclinaciones. Podría haber algo que uno pueda hacer para modificarlas; podrían ser un conjunto muy confuso de inclinaciones vinculadas con experiencias o hábitos del pasado y, de tal modo, capaces de cambiar a medida que uno se reconcilia con dichas experiencias o hábitos. O podría no haber forma alguna de eliminar las inclinaciones. No obstante, se puede captar intelectualmente que están desordenadas. 

Pero estamos deprimidos, y nuestro intelecto está oscuro, y las ideas predominantes de la cultura que nos rodea a menudo lo oscurecen aún más. Puede ser muy difícil ver lo que debería ser obvio. En nuestra propia cultura, la sexualidad se enfoca comúnmente desde el punto de vista del placer inmediato que puede proporcionar; por lo general, se ignoran sus significados más profundos y consecuencias de más largo plazo. La mayoría de las personas se sumerge en un estilo de vida basado en esta comprensión relativamente superficial de la sexualidad a través de la práctica de la anticoncepción, que distorsiona la naturaleza de la sexualidad y parece permitir una definición más ligera. Por eso, al tratar el asunto de la anticoncepción dentro del matrimonio, el Catecismo cita la Exhortación Apostólica Familiaris Consortio (Sobre la Familia) de Juan Pablo II: 

«Al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce no sólo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal. […] Esta diferencia antropológica y moral entre la anticoncepción y el recurso a los ritmos periódicos implica […] dos concepciones de la persona y de la sexualidad humana irreconciliables entre sí» (Cat 2370; FC 32)

Una cultura basada en la premisa de que el sentido de la sexualidad se agota por su capacidad de manipularse para el placer inmediato no se presta a juicios intelectuales informados sobre lo que está desordenado o no. La pregunta simplemente no surge. Nuestra cultura, por lo tanto, es una barrera enorme a la auto-comprensión de todos los hombres y las mujeres; y pone obstáculos particulares en los caminos de quienes intentan comprender, modificar o al menos vivir en paz respecto de sus inclinaciones hacia otras personas del mismo sexo. 

 

Alcance afectivo 

Aquellos de nosotros cuya afectividad humana no se vuelve fundamentalmente problemática por el desorden de las inclinaciones homosexuales podríamos hallar difícil percibir cuán profundamente y qué tan extensamente nuestra afectividad influye en nuestras vidas y en todas nuestras relaciones. Todos debemos aprender a controlar lo que nos gusta y lo que no nos gusta, nuestras reacciones emocionales, nuestra tendencia a favorecer a algunas personas e ignorar a otras, la forma en que hacemos cumplidos, la cantidad de galanteo que es aceptable y el grado en que permitimos que las atracciones que son al menos parcialmente sexuales maticen nuestro comportamiento. También suavizando los bordes ásperos, ejercitando la moderación, adaptándonos a la situación, aprendemos a dar forma de varias maneras a la expresión de nuestra masculinidad o feminidad. 

Para aquellos con una afectividad heterosexual apropiadamente ordenada, hay en la interacción entre el hombre y la mujer un deleite subconsciente general, una sensación de diferencia y complementariedad y un misterio gozoso. En las ocasiones en que actuamos de manera inapropiada, las consecuencias pueden ser desagradables, pero generalmente son comprendidos tanto nuestro alcance como nuestros errores afectivos. Es posible que tengamos que aprender a comportarnos de manera diferente –para guiar y canalizar nuestra afectividad de manera más adecuada y más productiva– pero no tenemos que desconfiar de su orientación básica, rechazarla ni modificarla. Aunque nuestra sexualidad da un cariz e influye en gran parte o en la mayoría de lo que hacemos, nada hay en ella que debamos fundamentalmente cuestionar o poner en duda. 

Este no es el caso para aquellos cuya afectividad está persistentemente imbuida de inclinaciones homosexuales. Las atracciones que ellos encuentran naturales, misteriosas o incluso estimulantes serán percibidas por la mayoría de las personas como inexplicables o hasta repulsivas. Si uno busca consuelo y solaz en compañía de la pequeña minoría que comparte estas atracciones, los peligros son obvios. Sin embargo, no hacerlo puede forzarle a cuestionar su propia afectividad en casi todos los niveles. ¿Por qué en lo que siento y en cómo interactúo con otros hay tanto que está imbuido en un patrón sexual que otros no pueden entender y que es probable que rechacen violentamente? ¿Toda mi perspectiva, mi actitud completa hacia la vida y el amor están fundamentalmente quebrados? ¿Soy, por lo tanto, incapaz de amar?  ¿Soy incluso indigno de ello? 

¿Soy indigno? Si nuestra propia afectividad es incierta, ¿cómo puede no surgir esta pregunta? No deseo exagerar el problema. A pesar de que cada dificultad humana puede catalogarse dentro de alguna clasificación, todas las dificultades siguen siendo sobre todo personales. La profundidad y la consistencia de nuestros sentimientos son muy personales, y seguramente diferentes personas experimentarán el problema de las inclinaciones homosexuales de diferentes maneras, en diferentes grados, y con mayor o menor impacto en las cuestiones más amplias acerca de su integridad y su valor fundamental como personas humanas. En general, sin embargo, parece justo decir que la pregunta por la autoestima debe emerger cada vez que se cuestione la naturaleza fundamental de la propia afectividad. Por lo tanto, con esta cruz en particular, es muy probable que la pregunta emerja. 

 

Afirmación misión  

Algunos maravillosos seguidores de CatholicCulture.org me han escrito sobre esto, compartiendo algunas de sus pruebas, sus luchas, sus esperanzas y su fe.  Para mí, esto ha sido inspirador y a partir de estos intercambios estoy aún más convencido de que cada vez que surgen preguntas devastadoras en la mente y el corazón de cualquier persona con inclinaciones homosexuales persistentes, estas preguntas deben responderse decisivamente –y sin un instante de titubeo– de una manera que afirme a la persona como alguien tan amado por Dios como para haber sido encargado de una misión especial. 

La tradición católica es rica en comprender a almas víctimas, aquellas que parecen haber sido puestas en esta tierra principalmente para sufrir físicamente, tal vez estando enfermas o incluso paralizadas durante toda su vida, pero que abrazan una misión de amor por las almas y crecen en unión intensa y fructífera con Dios. Todos nosotros, por supuesto, somos almas víctimas de modo menor en tanto cada uno de nosotros tiene sus propias cruces, que a su vez son otras tantas oportunidades de crecimiento espiritual y cooperación con Cristo: «En mi carne», dice San Pablo, «completo (en mi carne) lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia», (Col 1:24). Todos debemos hacer de igual manera, si somos cristianos, y debemos alegrarnos ante esta oportunidad. Sin embargo, está claro que algunas almas son elegidas para una misión particularmente obvia de sufrimiento redentor. 

Todos sufrimos por deficiencias, defectos y desórdenes en nuestra naturaleza humana como resultado de la Caída, pero ninguna deficiencia, defecto o desorden llega a cualquiera de nosotros por casualidad. En todos los casos, entonces, estas cosas son cruces que debemos asumir para nuestro propio bien y el bien de los demás. Y en algunos casos, la deficiencia, defecto o trastorno en particular brinda una oportunidad señalada. Es una oportunidad para cargar la cruz como testigo de un aspecto particular de la vida cristiana que necesita fortalecerse para que las almas crezcan y prosperen en el amor de Dios. 

Ahora bien, algunas personas podrían descubrir que pueden liberarse de las inclinaciones homosexuales mediante un cambio en su estilo de vida, mediante terapia y mediante la oración. Pero está igualmente claro que, mientras estén afligidos por este desorden, están llamados a ser castos. Volvamos a tener en cuenta el Catecismo

Las personas homosexuales están llamadas a la castidad. Mediante virtudes de dominio de sí mismo que eduquen la libertad interior, y a veces mediante el apoyo de una amistad desinteresada, de la oración y la gracia sacramental, pueden y deben acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana. (2359) 

Pero téngase en cuenta que algo precioso se deriva de esto. Las personas homosexuales, por la misma naturaleza de su cruz particular, deben elevar la castidad a una altura especial, encarando no solo la tentación física sino también la amplia gama de su propia afectividad humana. De esto se deduce que, aquellos que deben sufrir este desorden a lo largo de sus vidas, han sido elegidos por Dios para dar un testimonio particular y exaltado de la virtud de la castidad. Esta es una vocación tan hermosa como ardua, y es dudoso que se pueda sobreestimar su importancia para nuestra época saturada de sexo. 

Uno debe ser cauteloso con el uso de términos únicos para describir a alguien, ya que tales términos oscurecen más de lo que aclaran, en tanto minimizan la rica diversidad de la personalidad humana. Pero aquí usaré el término llano por primera y única vez en este ensayo: el homosexual está llamado a ser un testigo especial y extraordinario del triunfo del amor sobre el sentimiento. Hay en esto, creo, una analogía de la noche oscura del alma. Es el Amor Mismo quien llama al homosexual, tal vez en un tipo especial de oscuridad, y es solo en el Amor –y no en el sentimiento- que en su despertar él traerá muchas almas al cielo. 


Jeffrey Mirus tiene un Ph.D. en Historia Intelectual por la Universidad de Princeton. Es uno de los co-fundadores de Christendom College, y también fue pionero en los servicios católicos por Internet. Es el fundador de Trinity Communications y CatholicCulture.org  
Este artículo fue publicado originalmente  www.CatholicCulture.org bajo el título “Homosexuality: a especial call to the love of God and man”  y fue traducido por el equipo de Courage International Si tiene alguna pregunta, nos puede escribir a: oficina@couragerc.org